Por Esther Yáñez Illescas

Hay un dato bastante demoledor sobre la situación de los campesinos en Colombia. El dato en cuestión es de Oxfam, un conglomerado de organizaciones no gubernamentales con presencia en más de un centenar de países y poco sospechoso, en este caso, de promover amarillismos informativos.

El dato dice así: un millón de hogares campesinos en Colombia vive en menos espacio del que tiene una vaca para pastar. Y las vacas caminan, pastan, regurgitan, descansan y se mueven a sus anchas en una tierra en disputa desde hace décadas. Los campesinos, no.

Colombia tiene unos 13 millones de campesinos y una población de 49 millones de personas, siendo el tercer país con más población de América Latina, solo después de México y Brasil. Además, ostenta otro título bastante significativo para entender su idiosincrasia y su historia reciente de conflicto: es uno de los países del mundo con mayor índice de monopolio de la propiedad de la tierra y es el territorio más desigual del continente latinoamericano en lo que se refiere a su distribución.

El conflicto colombiano siempre ha tenido la tierra por bandera. Una tierra fértil de muchas cosas: tomates, café, plátano, hoja de coca y sus derivados. Eclecticismo nivel top de máximo interés mundial. Otra de las características de estos latifundios, verdes, hermosos, inmensos, es que suelen pertenecer a unos pocos que además casi siempre son personas con apellidos importantes, empresarios con buenos amigos en la clase política dominante o la oligarquía colombiana, que al final son la misma gente que ha gobernado el país desde que recordamos los libros de historia.

Hay un ejemplo muy característico para entender estos vínculos y que los campesinos siempre mencionan cuando se trata de hablar de las tierras que reclaman: la empresa Cartón de Colombia, (hoy parte de la irlandesa Smurfit Kappa). La multinacional lleva adquiriendo terrenos montañosos a bajos precios desde los años 60 para instalar eucaliptos y pinos, destruir la tierra y sustentar su demanda de madera para su negocio millonario. «Estamos cambiando agua por basura», denuncian los ecologistas.

Cartón de Colombia ha respaldado las campañas electorales de muchos políticos colombianos. Según publicaron algunos medios locales como El Tiempo o La Silla Vacía, la empresa respaldó la campaña del Gobierno de Álvaro Uribe en el año 2006 con un aporte de 20 millones de pesos.

Los hermanos Carvajal, Alfredo y Juan Martín, dueños y socios fundadores del Grupo Carvajal y máximos accionistas de la multinacional devoradora de pulpa de papel, habrían aportado también, según los informes publicados por estos medios, altas sumas de dinero a la primera campaña de Juan Manuel Santos; y habrían sostenido proyectos conjuntos con la Federación de Cafeteros y las Corporaciones Autónomas Regionales, encargadas de vigilar a la papelera.

Andrés Guachetá es vocero de los Productores Agropecuarios del Departamento del Cauca, al suroccidente del país. Es campesino, líder social y mira con esos ojos como del que sabe explicar las cosas complicadas en dos frases tremendamente lúcidas. En 2010, junto a otras 70 familias, participó en la recuperación de la Finca Challaní, de 256 hectáreas.

Era una finca improductiva, que en algún momento se dedicó a cultivar espárragos, y que en aquel año estaba prácticamente abandonada. Los campesinos la tomaron y la han convertido en un éxito de la comunidad. Actualmente alimenta decenas de bocas en el Departamento más acuciado por la violencia en Colombia y donde más de la mitad de su población vive de la tierra que se disputan multitud de grupos armados cuando están a punto de cumplirse tres años de la firma de los Acuerdos de Paz en el Teatro Colón de Bogotá.

«¿Que qué ha pasado?», dice Andrés, impertérrito. «Que el Gobierno no ha cumplido». Claro. Directo. «Los acuerdos no se han cumplido. Yo pienso que a este Gobierno que hay ahora, que es prácticamente de ultraderecha, le conviene que existamos, porque siempre y cuando haya pobreza va a haber guerra y usted sabe que la guerra genera mucha plata».

Al negocio de la guerra, Colombia destina el 40% de su presupuesto según datos del sindicato UNEB (Unión Nacional de Empleados Bancarios), y tras la firma de los Acuerdos de Paz la partida se ha incrementado. Sin embargo, para otros asuntos como el sector agropecuario, importante para campesinos como Andrés y fundamental para cumplir con el punto 1 de los Acuerdos: la Reforma Rural Integral, el presupuesto es menor ahora que hace tres años.

En 2018, la partida económica para todo lo referente a la tierra en Colombia se redujo en un 20,5%, destinando al mayor problema del país tan sólo 793 millones de dólares, una cantidad insuficiente para garantizar la restitución de tierras que los campesinos perdieron por el desplazamiento forzoso que sufrieron durante 58 años de conflicto armado.

Pero Andrés lo tiene claro. Nada es una coincidencia cuando se trata de ranchos en Colombia. «El Gobierno no ha mostrado voluntad de darnos la tierra a nosotros los campesinos», dice. «Siempre hemos tenido aquí el problema con las multinacionales. Cartón de Colombia tiene 2.800 hectáreas sólo en el municipio de Cajibío [donde se ubica la Finca Challaní]. Ellos tienen las mejores tierras, y ¿qué pasa cuando nosotros hacemos una recuperación [de fincas]? Pues que nos mandan al ESMAD [Escuadrón Móvil Antidisturbios], nos mandan al Ejército… ¿Por qué? Porque la Fuerza Pública está creada para defender a los ricos pero no para defender a los pobres». (Ay, la lucidez). Y añade: «Eso ha sido una forma de represión, de amedrantación. Dicen que la Fuerza Pública está para defender al pueblo colombiano y eso es una gran mentira. Son el terror de los campesinos, están preparados para matar campesinos».

La violencia contra los líderes sociales no ha terminado con la «llegada» de la paz. Según un informe de la Red de Derechos Humanos Francisco Isaías Cifuentes, que lleva trabajando en esta zona del país más de quince años, 174 líderes sociales y defensores de DDHH han sido asesinados entre el 1 de Enero de 2016 y el 25 de Mayo de 2019.

Tras la desmovilización de 13.194 combatientes acreditados de las FARC y el fin de la guerrilla los asesinatos selectivos no han cesado. A Andrés casi lo matan hace dos días. Lo llevaron a una zona apartada de la finca y le rindieron cuentas por algo que alguien había dicho que él había dicho. Al final le dejaron ir. Tuvo suerte. Había sido un malentendido. Pero cuántos no lo han contado por malentendidos más pequeños que el suyo.

El vacío que han dejado las FARC lo ocupan otros grupos armados que se confunden entre sí y juegan precisamente a eso, a confundirse, a intercambiarse uniformes, a ser falsos positivos para que no se sepa quién amenaza o quién mata a quién. Los paramilitares, el Ejército, la delincuencia común, el ELN o los que llaman «disidentes» de las FARC siguen en lucha de clases y poderes por un territorio sin ley que aparte de cultivar hoja de coca y caña de azúcar comprende una de las principales rutas del narcotráfico.

A media hora en moto de la Finca Challaní hay otra Finca emblemática. Se llama La Bonanza. Todavía es de unos dueños que no son dueños y que pagan a unos testaferros para que cuiden la zona de «bandidoscampesinos». El 42,7% de los propietarios de fincas aseguran no conocer el origen legal de sus territorios según un informe de Oxfam.

Un grupo de campesinos encapuchados aparece en La Bonanza, que tiene una casa blanca y roja y pasa desapercibida en la carretera y quema algunos pastos mientras agitan sus machetes pidiendo justicia social. Uno de ellos asegura que llevan dos meses intentando recuperar esa finca para poder comer mejor y que la Alcaldía del municipio ha contratado unos sicarios para matarles.

La cabeza de un encapuchado vale 20 millones de pesos (unos 6.000 dólares). En las tierras de La Bonanza hay un proyecto para construir unas viviendas donde el alcalde del municipio tiene participación, acciones e intereses. Cuando llega la policía, los campesinos se pierden monte a través y los «mayordomos [así llaman a los testaferros]» les gritan sinvergüenzas con la cara roja de rabia.

El sueño revolucionario y campesino de las FARC se resume en el punto primero de unos Acuerdos de Paz que según varias fuentes apenas han cumplido con el 20% de sus propósitos. La Reforma Rural Integral (punto 1 de los Acuerdos) contempla doce planes que comprometen al Gobierno a entregarles 10 millones de hectáreas a las comunidades. Hasta Julio de 2018 se habían entregado 302.792 beneficiando a 39.000 colombianos.

Óscar Salazar es un líder histórico de la lucha campesina. Se hizo famoso en la gran marcha campesina del año 1999, la primera que consiguió sumar a las diferentes comunidades (indígenas, campesinos, afroamericanos…) por una lucha común.

Óscar lleva dos escoltas. Es vivaracho, amable, de pelo blanco joven y dicción política perfecta. Está incluido en la Unidad Nacional de Protección junto a otros 4.487 líderes sociales en el país que el propio Estado considera que están en riesgo y por eso les facilita el esquema de seguridad.

Salazar sufrió un atentado hace dos semanas. Dos sicarios les esperaban en la carretera y empezaron a dispararles. Hubo un enfrentamiento y al final uno de los matones murió y el otro continúa hospitalizado en el Hospital de Popayán, la capital del Cauca. Tiene vigilancia policial 24 horas. Todos dicen que qué más da, si ya está muerto de todas maneras.

«El Estado colombiano está evadiendo, eludiendo, su responsabilidad con los Acuerdos pactados en el Teatro Colón», dice Óscar en una oficina de una organización de DDHH en Popayán. Recibir periodistas en su casa está prohibido por un tiempo después del atentado.

«Además de eso, tenemos la cruel situación de la política estatal que pretende desconocer los acuerdos empezando por las limitaciones presupuestarias, donde hay una clara definición de no dejar los recursos necesarios para implementarlos. Ahí es donde la opinión pública internacional tendría mucho que decir al respecto», sentencia.

Solo cuatro días después de que esta reportera visitase la zona y entrevistase a estos líderes sociales, los emblemáticos líderes de las FARC, Iván Márquez, Jesús Santrich y Hernán Darío Velasquez, alias ‘El Paisa’, anunciaron al mundo mediante un vídeo que se hizo viral en las redes y las televisiones de todo el planeta, que volvían. Que volvían a retomar los fusiles y que comenzaban una «nueva guerrilla bajo el amparo del derecho universal que asiste a todos los pueblos del mundo de levantarse en armas contra la opresión». Márquez denunció en su alocución que en los últimos dos años, 500 activistas han sido asesinados a pesar de los Acuerdos de Paz, así como 150 guerrilleros que voluntariamente habían decidido dejar las armas.

La violencia en el Cauca no tardó en recrudecerse tras el anuncio. Sólo el fin de semana posterior a que este vídeo se difundiese por internet, 26 personas fueron asesinadas violentamente por los diferentes grupos armados que operan a sus anchas en la zona.

En Colombia la gente tiene un miedo raro. Es un miedo que es como parte de la familia porque son muchas décadas de invitarle a café aunque no sea bienvenido a la casa. Pero está. Y cuando menos se le espera, aparece. Y a veces se alía con algo que llaman «consecuencias reales» y entonces el miedo da paso a los hechos y alguien de la familia desaparece, o lo matan o se tiene que ir sin volver la vista atrás, y sus vecinos comienzan a llamarle desplazado, pero ya no importa porque no está allí para escuchar el estigma.

8 millones de personas en Colombia han sido desplazadas por la guerra. Una guerra con la que el mundo, y ellos mismos, se han acostumbrado a vivir, aunque no por eso sea menos guerra y menos sanguinaria. Una guerra con café sigue entrando cruel en el estómago y provocando una gastritis crónica tras 58 años de negritud. Al café negro americano, aguachirri, le llaman «tinto» en Colombia. Es peligroso porque parece que no hace daño y que no quita el sueño y se termina tomando o sintiendo compulsivamente. El miedo, como el café, hace parte de la familia; serenos, tensos, y terminan matando intramuros como el silencio cómplice de quien calla las atrocidades anunciadas en las crónicas de la madre tierra. No es país para campesinos.

 

 

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