Uno de los temas más llevados y traídos dentro del debate cultural reciente es el de la necesaria jerarquización cultural. Se trata de qué propuestas artísticas legitimamos, divulgamos y convertimos en referente dentro del continuo proceso de formación y educación del gusto estético a nivel social. En este año en que los jóvenes de la Asociación Hermanos Saíz celebramos nuestro Tercer Congreso conviene apuntar algunas ideas sobre el tema.

Muchos de los análisis dan prioridad a la crítica como elemento formador y orientador y es cierto que la crisis de esta a nivel nacional es un elemento a tener en cuenta a la hora de comprender cómo se crean las jerarquías culturales en nuestro país. Sin embargo, la crítica es solo un momento dentro de un proceso mucho mayor, es solo una parte y, como apuntaba Aristóteles, el todo antecede a las partes. Es por tanto una visión limitada del problema quedarnos únicamente en el rescate de la crítica. No importa cuánto potenciemos esta, cuánto se pague por trabajo, cuantas publicaciones y espacios nuevos surjan, si no abordamos la cuestión desde el punto de vista de la totalidad tendremos una visión limitada e insuficiente del problema.

La jerarquización no se debe dar sobre la base de criterios elitistas, sino sobre el valor real que pueda tener la propuesta artística. Es preciso comprender el papel del arte como una forma de la conciencia social, donde encuentran su expresión las expectativas, los anhelos y las frustraciones de las generaciones de los hombres. Pero el arte también tiene un contenido ideológico, más evidente en algunas propuestas y más solapado en otras. Resulta innegable que determinados géneros artísticos, en virtud de su especial relación con el mercado, están más a tono con los valores de una sociedad de consumo, promueven el individualismo como supremo valor social y glorifican la cultura de la banalidad, el sexo y la enajenación.

La jerarquización cultural, entonces, debe estar orientada, en el caso de nuestra sociedad, hacia la divulgación de los más auténtico, de aquello que defiende la identidad nacional en contra de la avasalladora ola neoliberal (sin caer en un nacionalismo chato y con orejeras), de aquello que permita crear una sensibilidad cada más elevada, un ser humano con valores más nobles, puesto que una de las funciones del arte ha de ser, en todas las épocas, la de contribuir a ensanchar los límites espirituales del hombre.

La solución de este problema, en nuestro país, pasa por la creación de un frente común con todas aquellas instituciones que, de una u otra forma, inciden en la divulgación de artistas y estéticas. Es un proceso que debe comenzar por los medios de comunicación, poderosos difusores y legitimadores, pero que debe incluir a actores tan diversos como el MINCULT, el MINTUR, los gobiernos provinciales y locales, Gastronomía en todas las provincias, y un largo etcétera.

Hay que abocarse a una tarea de sensibilización constante de todos los cuadros y trabajadores relacionados de una u otra forma con el proceso de divulgación o programación cultural. Muchas veces los centros recreativos o los gobiernos provinciales, por mencionar un ejemplo, prefieren invertir cuantiosas sumas de dinero en artistas reconocidos, pero de valor dudoso, antes que en artistas provinciales de probada calidad o en artistas de otras partes del país que sin ser tal vez tan reconocidos tienen propuestas de un alto valor estético.

Se debe someter a los espectadores al hecho artístico, sin determinar a priori, con una alta carga de subjetividad, qué le gusta y qué no a los habitantes de una localidad o al público que acude a un centro cultural. La historia demuestra que es posible educar la sensibilidad de una comunidad. En Cuba, el Ballet Nacional, dirigido por la maestra Alicia Alonso, creó un público masivo y educado para una de las manifestaciones más encumbradas del arte, que, por demás, no tenía prácticamente ninguna tradición en nuestro país antes de 1959. La Cinemateca Móvil del ICAIC durante años llevó lo mejor del cine a los más alejados confines de la geografía nacional y cualquier habitante de un batey podía consumir lo mejor del cine de Akira Kurosawa e Ingmar Bergman.

El trabajo debe orientarse a coordinar estrategias efectivas que permitan, sin prisa pero sin pausa, ir poco a poco colocando en el gusto popular lo mejor de nuestra producción artística. Es esta una tarea que no se debe asumir con dogmatismos, ni con espíritu voluntarista. Se debe evitar la propensión dentro de nuestro sistema cultural a la creación de “ídolos de barro”. Figuras o grupos que son encumbrados en virtud de un criterio político o estético dudoso y que luego acaban siendo grandes fiascos para nuestro proyecto cultural.  El papel de cada artista en la jerarquía debe estar dado por el valor de su obra, no por los diversos criterios extraartísticos que muchas veces llevan a que se anquilosen en el cuerpo de la cultura, como cadáveres putrefactos, grupos, individuos o estéticas que hace mucho tiempo están agotados.

El esfuerzo principal en materia de promoción debe concentrarse en difundir manifestaciones y obras, no al artista individual, pues así corremos el riesgo de crear un público solo para este y no para todo un género.

Es preciso revisar también todo el sistema de premios. Renunciar a la meritocracia que, ante la incapacidad de muchos funcionarios para valorar en su justa medida la obra de arte, se convierte en el criterio de medida exclusivo respecto a un artista.

Solo la comprensión de la cultura en su conjunto como un organismo nos permitirá entender las partes que lo integran, la comunicación entre ellas y las diversas estrategias a seguir en cada caso particular.

La realidad, por supuesto, agregará contradicciones, imprevistos y problemáticas imposibles de prever en un análisis general de este problema. Lo que está claro es que la creación de jerarquías culturales es un proceso permanente y necesario, es la defensa de lo mejor de nuestra cultura, de nuestra nación, de los valores de la nueva sociedad que todavía hoy aspiramos a construir y del proyecto de país que desde hace casi sesenta años, a pesar de los contratiempos, los errores y los defectos, los cubanos nos hemos empeñado en defender.