Son 365 días desde el secuestro de Paúl Rivas, Javier Ortega y Efraín Segarra. El Estado ecuatoriano aún le debe muchas respuestas al país: las investigaciones de la Fiscalía no han avanzado y el silencio del gobierno impiden la reparación y la justicia.
María Sol Borja · 26 de marzo del 2019

Una bandera ondeaba a media asta en el techo del edificio central del Ecu 911, el servicio integrado de seguridad del Ecuador. En esa especie de búnker gubernamental, el presidente Lenín Moreno confirmó el 13 de abril de 2018 el asesinato de Paúl, Javier y Efraín, secuestrados 18 días antes. El cielo estaba gris, casi negro. Contrastaba con el amarillo, azul y rojo patrio. En una de las salas del edificio, el anuncio de Moreno había terminado de quebrar las esperanzas de los reporteros presentes, muchos amigos de los tres que ya no volverían.

Desde entonces el trajinar de sus familiares en el camino por dar con respuestas ha estado lleno de vacíos. Las investigaciones se han estancado. El proceso duerme en la Fiscalía ecuatoriana, aún en investigación previa. No hay nuevas líneas de investigación —a pesar de que trabajos periodísticas como Frontera Cautiva y el libro Rehenes de Arturo Torres y María Belén Arroyo mostraron pistas o datos que podrían ayudar a esclarecer el caso.

En ambas investigaciones se hacen revelaciones sobre el 28 de marzo de 2018, cuando se anunció la supuesta liberación de los tres periodistas. Ese día, un fiscal estuvo esperando en la base naval de Tachina, en Ecuador, que los tres llegaran. También se conocieron detalles de los mensajes que se intercambiaron entre Guacho —el disidente de las FARC responsable del secuestro y asesinato— y miembros de la Policía Nacional y el equipo negociador. Además, se reveló que supuestas operaciones de las fuerzas militares colombianas sí se dieron y que habrían sido, en parte, la razón por la que la liberación se truncó.

Para la Fiscalía ecuatoriana, sin embargo, los indicios no se traducen en resultados. El gobierno ecuatoriano tampoco parece tener apuro alguno en esclarecer lo ocurrido con Javier, Paúl y Efraín. Quizás una de las mayores demostraciones de esa indiferencia fue la intervención del Procurador General de la Nación, Íñigo Salvador, en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, en diciembre de 2018, en Washington.

Allí, frente a Yadira Aguagallo —pareja de Paúl—, Ricardo —su hermano—, y Patricio Segarra —hijo de Efraín— Salvador pidió que se dé por concluido, máximo ese mes, el trabajo del Equipo de Seguimiento Especial (ESE) creado un mes después de la confirmación del asesinato de los tres.

El objetivo del ESE era brindar asesoría técnica y monitorear el avance de la investigación de las autoridades en Ecuador. A Salvador parecía incomodarle más el trabajo del ESE que la falta de respuestas del Estado ecuatoriano a las familias Rivas, Ortega y Segarra. Además, Salvador insistió en que el “secuestro, cautiverio y asesinato” de los tres había ocurrido en territorio ecuatoriano, entrando así en el terreno de competencias de la Fiscalía.

Apenas quince días después de la reunión en Washington, el Presidente de Colombia, Iván Duque, confirmó la muerte de alias Guacho. Semanas antes se había escuchado el primer rumor de un supuesto disparo por la espalda, pero su muerte no fue confirmada hasta el 22 de diciembre. La bala que lo silenció terminó también con la posibilidad de que confesara qué ocurrió con Paúl, Javier y Efraín.

César Navas, el Ministro del Interior que gestionó la crisis del secuestro de los periodistas, y Patricio Zambrano, Ministro de Defensa en esos días, renunciaron el 27 de abril, dos semanas después de que se confirmó la muerte de los periodistas. Se fueron sin dar explicaciones.

Ni siquiera ante las autoridades. El 24 de septiembre de 2018, el fiscal a cargo de la investigación, Wilson Toainga, tomó, durante más de cuatro horas, la versión de Navas. “Frente a las preguntas legítimas de la defensa, que solo tratan de corroborar o hacer anclajes para la hipótesis que se están levantando”, dijo Yadira Aguagallo, Navas respondió con “gritos, golpes contra la mesa y exasperaciones que solo nos hacen ver el grado de seriedad y de falta de sensibilidad con el que se abordan estos temas en el país”.

El malestar de las familias ha sido permanente durante estos doce meses. A mediados del 2018, tras la entrega de información, supuestamente desclasificada, los familiares de Paúl, Javier y Efraín se sintieron burlados. Eran 1400 páginas en las que, se suponía, se incluían documentos reservados, incluso de seguridad nacional. Lo que había, en realidad, era en gran parte información pública —como cartas de condolencias de gobiernos extranjeros y autoridades. Ningún reporte de inteligencia. Ningún parte policial. Nada que pudiera dar una luz sobre lo que había ocurrido.

El relevo de Navas y Zambrano no cambió la política del Estado hacia los familiares. A Navas lo reemplazó Mauro Toscanini y luego, María Paula Romo, quien sigue en funciones. A Zambrano, lo reemplazó el militar de carrera, Oswaldo Jarrín. En noviembre de 2018, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, emitió un comunicado en el que el ESE pide a las autoridades ecuatorianas entregarle la información de forma oportuna y recomienda “incorporar una nueva línea de investigación en la que se evalúe la actuación y eventuales responsabilidades de los agentes sobre quienes pesaban específicos deberes que debían garantizar la seguridad del equipo periodístico”. El silencio del gobierno ecuatoriano fue la única respuesta que recibió.

Era miércoles, el cielo estaba nublado y en el aeropuerto Mariscal Sucre el viento soplaba con melancólica fuerza. Un avión aterrizaba con tres ataúdes. Días antes, los familiares de Javier, Paúl y Efraín habían viajado a Cali, Colombia, para realizarse las pruebas de ADN necesarias para confirmar que los cuerpos encontrados en una zona rural del municipio de Tumaco correspondían a los tres secuestrados.

Era junio de 2018. Habían pasado apenas dos meses del secuestro y la angustia de no saber de los cuerpos, terminaba. “Sabemos donde van a estar, para, por lo menos, ir a visitarlos”, decía Galo Ortega, el padre de Javier. Quizá el Estado tomó ese alivio como una expiación de su inoperancia. Quizá los ministros creen que con haber dado con los cuerpos han cumplido con su trabajo.

No. Esa tranquilidad no reemplaza la angustia que produce la falta de respuestas. Esa certeza no responde todas las preguntas que quedan pendientes. Aún queda esclarecer la responsabilidad estatal en este crimen. Por eso, las familias de Paúl, Efraín y Javier seguirán gritando. Seguirán exigiendo. Seguirán, incasables, como desde hace 365 días.

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