En el caso de las denuncias por extorsión contra el controvertido fiscal se pone en juego, junto a la persecución política judicial que deriva de la causa de los cuadernos fotocopiados, la polarización histórica latinoamericana entre autonomía y desarrollo o sometimiento y subdesarrollo de nuestras naciones. Nota aparecida en La Tecla Eñe.

Por E. Raúl Zaffaroni*

Leo con asombro las noticias sobre el caso Stornelli. Se trata de una denuncia que involucra al representante del Ministerio Público que actúa en uno de los procesos más controvertidos y discutibles del momento. No sólo trasciende una extraña compulsión a prisiones preventivas selectivas respecto de los imputados que no se autoincriminan como arrepentidos, sino que sus consecuencias son inimaginables para el futuro de nuestra Nación.

Más allá del intenso tufo a persecución política judicial que envuelve el caso de los curiosos cuadernos fotocopiados, que procederían de un no menos curioso grafómano y que, de por sí, pone en duda la existencia del Estado de derecho en nuestro país, este proceso puede tener consecuencias mucho más destructivas en miras al futuro.

En efecto: se están involucrando en el proceso a empresarios argentinos, o sea, a los titulares de las empresas de capital nacional, lo que los marxistas llamarían la burguesía nacional. Más allá de las ideologías, la agresión a nuestros empresarios implica el riesgo de destrucción de sus empresas, o de su venta a trasnacionales a precios viles.

El capitalismo puro y sano no ha existido nunca, más que como una fábula resultante de una mala interpretación de Max Weber, que se refería al origen del capitalismo, a sus primeros pasos puritanos y sobrios, pero que no pretendía extenderse a todo el ulterior fenómeno capitalista del mundo.

Todo capitalismo, en alguna medida, tiene aspectos de la hoy mentada corrupción, quizá atribuibles a su propia esencia competitiva, que hace que el diablo, que siempre habla a la oreja, despierte la tentación de trampear al otro o primerearlo.

El nuestro supongo que no es ninguna excepción, porque no somos la mosca blanca del planeta. Pero quienes creemos en los ahora pretendidamente descalificados populismos, en especial porque pensamos que sin ellos en nuestra historia es casi seguro que hoy no estaríamos escribiendo estas líneas, dado que nunca habríamos llegado a las universidades y quizá incluso fuésemos analfabetos, sabemos de sobra que debemos arreglárnoslas con el capital y con sus defectos esenciales.

Desde esta perspectiva, también sabemos que con nuestros empresarios -convenientemente vigilados- el valor agregado (el trabajo) por lo menos quedará en el país y eso permitirá que luego discutamos si se reparte más o menos. En esta discusión, siempre dirán algunos que los que pretenden más reparto son izquierdistas, calificativo claramente eurocéntrico mal trasplantado, por cierto. Cabe precisar que esta discusión por el reparto la adelantaba en su tiempo nada menos que el propio Adam Smith, tan deformado por sus lectores de hoy que, por cierto, se aprovechan de que el pobre escocés esté muerto desde hace más de dos siglos.

Pero por ahora –y aunque parezca mentira- eso no importa mucho, porque lo que está en riesgo es nada menos que la tentativa misma de que el valor agregado por manos argentinas quede aquí, porque si se malvenden nuestras empresas (que se devalúan con las denuncias y prisiones preventivas de sus dueños) no vendrá el socialismo ni la igualdad, como pretenden algunos ingenuos e ilusos, sino que el valor agregado se lo llevarán las empresas trasnacionales que las reemplacen o compren y que forman parte del totalitarismo financiero que en (y desde) el hemisferio norte vacía soberanías y democracias.

Se trata, como siempre, de la eterna y básica polarización histórica latinoamericana entre soberanía y colonialismo, entre autonomía y desarrollo o sometimiento y subdesarrollo de nuestras naciones, con todas las consecuencias letales que le conocemos al subdesarrollo, que se traducen, por decirlo sintéticamente, en un verdadero genocidio por goteo.

El caso Stornelli se plantea, pues, nada menos que en el proceso en que se juegan estos astronómicos intereses. Es obvio que no por eso se debe condenar anticipadamente a nadie, cualquiera sea la persona involucrada y graves las circunstancias concretas del caso, y aunque nos resulte simpática o antipática la persona y su actuación.

Todos sabemos las consecuencias desgraciadas de manejos mediáticos de desgaste y pulimiento y, quienes tratamos de mantenernos más o menos serenos en medio de un carnaval en que no se manejan lanzaperfumes sino que se distribuye estiércol maloliente a diestra y siniestra, no podemos permitirnos caer en los mismos procedimientos.

Tampoco podemos admitir lo que lamentablemente alguna vez dijo un político de nuestro país: en política hay mala suerte y en tales casos se debe dar un paso al costado. No, nadie debe dar un paso al costado si tiene la conciencia tranquila. De lo contrario, estamos a merced de cualquier manipulación mediática y eso es injustificable, porque acabaría con nuestra democracia, ya de suyo bastante precaria. Aunque la mujer del César no sólo sea casta sino incluso virgen, aquí se la hace prostituta mediante la creación mediática de medios monopólicos (o se la hace virgen aunque se acueste con toda la soldadesca).

Cuando el totalitarismo financiero se apodera de la política –como sucede hoy en el mundo- y sus monopolios mediáticos se convierten en árbitros de quiénes se quedan o salen del ring, afirmaciones tan estúpidas como que quien es acosado por la difamación deba dar un paso al costado son inaceptables, porque implican la muerte definitiva de la política.

Quienes hemos pasado décadas en los tribunales sabemos lo que en la jerga se llama girar el nombre. Se trata de estafadores que venden humo, falsas influencias para obtener dinero de algún incauto con el pretexto de que es para el juez. Sabemos que la creatividad de los estafadores es enorme. A quien no lo crea, le recomendamos leer el estudio criminológico sobre la estafa de Hans von Hentig, que tiene más de sesenta años de antigüedad, al que habría que sumarle todos los ejemplos de esas décadas.

Por lo general, estos estafadores no tienen ningún vínculo con el funcionario para quien pretenden que destinan el dinero del supuesto cohecho. En otros casos pueden ganarse la confianza de éste, pero son casos menos comunes y más dudosos, lo que no excluye su posibilidad.

En el caso Stornelli el vínculo existe y no parece superficial, por lo menos a partir de las noticias periodísticas y de las comunicaciones que se han dado a publicidad. Esto no es ninguna prueba concluyente e insistimos en que nadie debe ser condenado anticipadamente, pero es claro que merece ser investigado a fondo por la justicia. ¿El propio Stornelli fue estafado? ¿No tuvo la sagacidad de reconocer el carácter de estafador del supuesto interpuesto?

El personaje que interviene en este episodio proporciona explicaciones que no son ni lejanamente verosímiles, porque a quien paga en una extorsión no se le pregunta de dónde sacó el dinero y, si se le preguntase, tampoco tendría sentido que se lo explique al extorsionador o bien podría mentirle con total impunidad. Ese argumento resulta infantil y, por cierto, no contribuye a esclarecer lo sucedido sino a oscurecerlo aún más.

Lo único cierto hasta el momento es que el hecho resulta escandaloso, dadas las circunstancias y las personas involucradas, y que requiere una investigación judicial urgente.

Poco contribuyen a esto las descalificaciones ideológicas del juez competente o la pretensión de inventar maniobras o encubrir mediáticamente el hecho. Sea cual fuere la ideología de un funcionario judicial, y dado que no lo hay sin una ideología o una concepción del mundo que lo haga simpatizar más con el oficialismo o con la oposición, no puede ponerse en duda nada de lo que investigue en función de atribuirle una ideología. Precisamente, la imparcialidad judicial no es otra cosa que el producto del pluralismo ideológico entre los jueces.

Además, nadie en su sano juicio condena o absuelve arbitrariamente en función de ideologías o simpatías, porque hay límites jurídicos, hay conciencia en los hombres y mujeres y hay revisiones de segunda instancia, casatorias y extraordinarias.

Si bien puede haber quien no esté en su sano juicio –y al parecer algunos no faltan-, esto sólo puede verse a partir de su actuación y no mediante una descalificación ideológica previa que tienda a sacar del juez natural una investigación, más en circunstancias tan delicadas como las del mentado caso.

Debemos ser extremadamente cuidadosos en esta situación, que es prácticamente donde se juega el poco prestigio que le resta a nuestra justicia, por efecto de una cadena de decisiones insólitas, como el desopilante invento de los vínculos residuales, las prisiones preventivas extorsivas, el reclamo de jueces propios del ejecutivo, la persecución de jueces laborales históricos del fuero, la omisión de asistencia médica al ex-canciller, la clonación de procesamientos contra la ex-presidenta, por no mencionar a los pseudojueces de Jujuy contra Milagro Sala y sus compañeros.

Somos conscientes de que hay miles de jueces en la República y que la inmensa mayoría es ajena a estos episodios, pero todos deben tener sumo cuidado, poner la debida distancia de estas desviaciones del poder, no sólo expresarlo en privado sino hacer pública su disidencia con ellas. No se trata de asumir ninguna posición en el complicado panorama político actual, sino de salvaguardar la dignidad de la inmensa mayoría de los jueces.

De lo contrario, cuando el diluvio pase, como siempre pasa, y la paloma llegue, nuestro pueblo (despectivamente llamado la gente) no distinguirá y, en el fondo, tampoco le faltará razón, porque nos reclamará a todos para qué sirve lo que enseñamos en las universidades, para qué diablos sirven nuestros libros y tratados, si al final quedamos inmóviles frente a unos pocos que proceden al margen del derecho.

De momento, si no somos capaces de garantizar que este caso se esclarezca como corresponde, la responsabilidad por el silencio será aún más fuerte el día que el diluvio pase.

(*) Profesor Emérito de la UBA

 

El artículo original se puede leer aquí