Cuando encender la luz, abrir una canilla y prender una estufa vuelvan a ser gestos cotidianos y no un viaje hacia el territorio de la incertidumbre.

Cuando la bicicleta sea otra vez un medio de desplazamiento físico y no un sillón para burócratas o el modo de reproducir billetes.

Cuando una carrera científica no termine más en un tacho de basura o en un mullido laboratorio anglosajón.

Cuando una jubilada salga de la farmacia con su medicamento y no con una arruga más en la frente.

Cuando una mujer pobre pueda abortar de manera legal, segura y gratuita en un hospital público y no en la carnicería del barrio, escondida y entre ratas, moscas y avergonzada.

Cuando un decreto vuelva a ser una invitación al festejo y no un misil a la línea de flotación de los humildes.

Cuando ingresar a la escuela pública sea un ascenso y no una caída.

Cuando el trabajo sea un organizador de la vida familiar y no una utopía perdida.

Cuando el ombligo recupere su condición de cicatriz del origen en lugar de jugar a ser cúspide de la montaña de los valores.

Cuando la política sea un cursus honorum y no un gerenciamiento corporativo.

Cuando no sea un milagro la libertad de ella.

Cuando Alí Babá y los 40 ladrones dejen la Casa de Gobierno y regresen al libro que los hizo célebres hace mil y una noches.

Cuando Bullrich sea sólo un patio, lo tomemos y hagamos un parque ecológico con peces rojos y globos aerostáticos multicolores, menos uno.

Cuando digamos Paco y nos venga a la memoria Ibáñez y sus cantos o Porrúa y sus ediciones y deje de ser el mutilador de cerebros de nuestros pibes pobres.

Cuando un banco sea un mueble para apoyar el culo en una plaza mientras nos besamos y no la casa madre de las estafas.

Entonces, cuando nuestros muertos nos manden que cantemos, como dice Mario, cuando empecemos a reconstruir el nido celeste y blanco de este territorio mestizo, cuando ya no quede más tiempo para lamentos y llegue la luz del trabajo consciente y fecundo, nos tomaremos de las manos y antes del primer ladrillo recordaremos los versos mareados de Cadícamo: «Y, sin embargo, ¡ay!, mirá lo que quedó».

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