Por Rafael Poch para La Vanguardia

¿Saben contar los que celebran la victoria de Emmanuel Macron en Francia como el gran éxito europeísta? El 66% obtenido por el joven candidato y futuro presidente se reduce al 43% de los inscritos en el censo electoral en unas elecciones con récord histórico de abstención y voto de protesta. En parte ocurre en todas las elecciones, pero nunca en tal proporción. En la última final presidencial contra el Frente Nacional (2002), Jacques Chirac obtuvo el voto del 62% de los inscritos contra Jean-Marie Le Pen. Un retroceso de 19 puntos en quince años. Y sólo el 43% del actual voto a Macron ha sido un voto de adhesión. Alrededor de 10 millones sobre un censo de 47 millones. Es una proporción habitual en Estados Unidos. En Francia es nueva.

El «populismo» ha sido detenido en Francia, dicen. Se ignora la extrema fragilidad de la situación. Tienen tan asumido el desastre, que celebran que el Frente Nacional sólo haya doblado su número de votos respecto al 2002, pese a la apabullante y unánime acción en contra de los medios de comunicación. Lo que se celebra es que el Frente Nacional no haya triplicado su voto del 2002, que era lo que necesitaba para ganar. Pero el asunto no es de aritmética, sino de fondo.

El candidato «europeísta» vencedor en Francia representa la continuidad de todo lo que ha hecho fuerte a la ultraderecha en los últimos veinte años. Representa el progreso de todo lo que está desintegrando la Unión Europea: la defensa de los bancos, el incremento de la desigualdad, el marco austeritario alemán –que tan mal encaja con los intereses nacionales de tantos países–, el retroceso de derechos sociales y de soberanías nacionales. ¿Es europeísta esta victoria que continúa erosionando los pilares históricos de toda idea europea decente: democracia, Estado social y antibelicismo?

¿Es un problema de ignorancia el de los actuales celebradores o es ceguera sectaria de funcionarios-militantes del Partido Neoliberal Unificado Europeo?

Reformular la necesaria integración europea, una causa que hay que defender con uñas y dientes, es una labor a largo plazo. Pasa por desacralizar el actual estado de cosas en Europa. Bajarlo del altar, colocarlo al alcance de la crítica e iniciar una deconstrucción constructiva de un edificio que dejó de ser democrático hace muchos años. Hoy de eso no se puede ni hablar sin ser tildado de hereje. En defecto de esa puesta en cuestión democrática, continuará lo que tenemos ahora: el derrumbe paulatino de la actual Unión Europea.

En ese escenario la Unión Europea se convertiría en una especie de muerto viviente cada vez más irrelevante a todos los efectos. Podría ser un poco como la Sociedad de Naciones, antecesora de la ONU. ¿Recuerdan? Aquello también nació de un buen propósito, en 1919, para imponer la paz entre europeos y acabó siendo un instrumento de los intereses de los imperios coloniales occidentales.

La Sociedad de Naciones fue completamente inoperante en la génesis de la Segunda Guerra Mundial, el rearme alemán y la invasión japonesa de China, y cuando la disolvieron en abril de 1946 sobre el panorama de una Europa y un Japón en ruinas, nadie la echó a faltar porque hacía tiempo que había muerto.

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