Ha comenzado 2017. Este año se anuncia con el mayor grado de incertidumbre que jamás haya conocido el siglo que transcurre. El panorama mundial está en suspenso, al tanto de lo que pueda emprender la figura que ha ascendido al cargo de Presidente del “más poderoso imperio de todas las épocas”, como gustaba resaltar Fidel cada vez que se refería a este. Un individuo sin evidente formación política, proveniente del mundo de los negocios y alimentado con la cultura de masas propia del consumo espiritual de un tipo de gente que sus preocupaciones por el dinero y la ganancia “no le dan tiempo” de leer e investigar; al menos esa es la apariencia. Esa figura emerge en un momento en que las contradicciones de su país con Rusia hacen revivir la época de la “guerra fría” y temer por un desencadenamiento de otra escalada de carrera armamentista o de una guerra en caliente propiamente.

América Latina parece mostrar un panorama también incierto con los evidentes retrocesos en los procesos de tibia revolución socialdemócrata que vivió desde los albores del siglo. Venezuela acorralada; Ecuador y Bolivia con amenaza en su continuidad de liderazgo; Brasil traicionado por trampas leguleyas; Argentina engañada por el clásico sofista; Colombia enrolada en un proceso de paz con poca seguridad para las fuerzas populares. La derecha de vuelta por sus andadas, como si el modelo neoliberal no se hubiese agotado. La izquierda, dividida por vocación, que no quiere sacar las debidas conclusiones históricas para ayudar a la radicalización revolucionaria.

Para Cuba la incertidumbre no puede ser menor. El año recién despedido cerró con un déficit de crecimiento y, aunque es bien cierto que se pudo impedir otra vuelta del “período especial”, con sus característicos apagones, todo el mundo medianamente informado sabe que para lograr la anunciada prosperidad, se necesita crecer anualmente en un porciento que hoy no se vislumbra posible. Las relaciones con el vecino poderoso, las que todos ansiamos ver definitivamente normalizadas, penden del hilo de la venia del señor Presidente de aquel país; unos esperanzados en que se imponga su lado de comerciante y, por tanto, elimine el “cascarón” del bloqueo que impide la libertad de comercio e inversiones; otros, menos optimistas, viendo que entre sus asesores nomina a recalcitrantes personeros de lo más reaccionario de las posiciones anticubanas o se toma la libertad de expresarse irrespetuosamente en momentos de duelo para el pueblo cubano por la pérdida de su líder. Por otro lado, la burocracia del patio, con sus pecados confesados, no da muestras de “cambiar lo que debe ser cambiado” y nos acercamos al momento del relevo sin que parezca entender en qué consiste la democracia revolucionaria, con el peligro de que a la hora decisiva se instaure la trillada democracia representativa, de la que ya nuestra historia guarda un triste recuerdo.

Y en ese panorama de incertidumbres, teniendo por cierto solo la decisión de luchar como en los momentos críticos, se abre ante nosotros la perspectiva de importantes celebraciones revolucionarias. Si para algo sirve celebrar es para actualizar los ideales, para replantearnos las tareas históricas, para hacernos de una idea de futuro enraizada en la historia de lo que nos ha hecho llegar al presente. El año 2017 retumba, ante todo, como el año del Centenario de la Revolución de Octubre (que fue en noviembre). Tiembla la burguesía internacional con la sola mención del nombre del mes en que, por el viejo calendario gregoriano que hace cien años se usaba en Rusia, uno de los países más pobres del mundo civilizado se sacudió sus cadenas. No es que antes de este suceso todo le hubiese ido más fácil a la burguesía, pero definitivamente luego de la Revolución de Octubre en la Rusia de los zares apareció para el mundo real un referente práctico de cómo podían ser las cosas de otro modo.

Es una época la nuestra muy distinta a aquello que soñó crear la Revolución de Octubre para el despliegue de las fuerzas creadoras del hombre en toda su extensión. Es esta una época de violencia y de tensiones permanentes, de guerras sucesivas y al unísono, de alianzas y componendas políticas para frustrar las luchas de los inconformes. Nada de eso estaba en los planes de la vanguardia revolucionaria que se lanzó en 1917, según expresión muy acertada, a “tomar el cielo por asalto”. La Revolución de Octubre en Rusia abrió una época que se consideró de tránsito entre el capitalismo y el comunismo (o el socialismo, según se atemperara la expresión a las condiciones). Sin embargo, aquella incursión contra el capitalismo en su desarrollo, cual boomerang, trajo de nuevo a los pueblos del mundo que la emprendieron, el capitalismo brutal.

No obstante, la obra de la Revolución de Octubre dejó su huella en el mundo. Es factor clave para entender el despegue de un país tan atrasado como Rusia, que pasó a ser una de las dos superpotencias mundiales; se entiende también por ella el adecentamiento social relativo del propio sistema capitalista en sus centros desarrollados de Europa y Estados Unidos de América, tras el influjo de un poderosísimo movimiento obrero; se entiende el despertar de los pueblos del Tercer Mundo, avasallados antes por sus metrópolis; se comprende por ella, en fin, el mantenimiento relativo de la paz mundial por décadas amenazada por la codicia capitalista. Nada fue igual en el mundo luego del triunfo de la revolución rusa de 1917.

Aún hoy, el evidente renacimiento de Rusia como potencia tiene como referente lo que en otra época llegó a ser la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la URSS, formada al calor de la revolución, en diciembre de 1922 y que existió como Estado hasta que, como resultado de la perestroika gorbachoviana, feneció en diciembre de 1991. No sabemos cómo acogerá la Rusia de Putin el centenario de la Revolución de Octubre, pero para las fuerzas revolucionarias, que ven desfallecer los tímidos procesos sociales del siglo XXI, revivir los ideales de Octubre es imprescindible para replantearse las estrategias de lucha tan dispersas. El capital no se puede vencer con sus propias armas. Si se utilizan las “armas melladas del capitalismo”, al decir del Che, la única garantía es vivir de retorno al odioso sistema capitalista, y no en sus formas civilizadas precisamente.

Y ya que he mencionado el santo, se impone recordar que 2017 es también el año del Cincuentenario de la caída del Che en Bolivia; un comunista que inspiró toda su acción en los ideales de la Revolución de Octubre, en las enseñanzas de Lenin y que, a su vez, con la creatividad propia de los grandes, le dio formas nuevas y relanzó, junto con Fidel, la idea del comunismo como única vía para acabar con el capitalismo. La celebración conjunta de ambas fechas es de todo punto de vista coherente. Octubre y Che, cien y cincuenta años atrás, se alzan hoy con toda la vigencia del ideal social que defendieron; y se merecen un recuerdo conjunto. Recordar al Che enlazado a los ideales de Octubre es recordar el tiempo que dedicó a atender la formación política de la juventud, en educarla en el trabajo voluntario, única forma de ir haciendo anacrónico el trabajo asalariado, del cual se alimenta el capitalismo día a día, en potenciar el desarrollo industrial como base del desarrollo económico y social, en educar a los obreros en una nueva relación de propiedad con respecto a los medios de producción.
Es necesario coordinar actividades que saluden estas dos fechas, rescatando el espíritu revolucionario que encierran, llevando a los jóvenes las ideas que movieron tanto a los bolcheviques como al Che con sus barbudos a cambiar de raíz el orden de cosas existentes. Un plan que comience desde ya, rastreando los momentos históricos de la Revolución de Octubre o los de la guerrilla del Che en Bolivia, que propicien tratar temáticas de importancia teórica e ideológica. Desde la academia historiadores, filósofos, economistas, sociólogos, juristas pueden coordinar un plan de conferencias en torno a los temas más candentes de la teoría revolucionaria.

No vamos a soñar con hacer una nueva Revolución de Octubre, pero considerando la vigencia que puedan tener esas ideas, preparamos mejor la revolución por venir. No habrá que crear soviets, pero sí renovar la concepción de nuestros órganos de poder popular, impotentes y anquilosados en gran medida. Estudiando la construcción del partido bolchevique, podremos comprender mejor la justeza de nuestro único partido, ajeno a la politiquería burguesa, y podremos mirar críticamente hacia su propia burocratización y la pérdida de su filo revolucionario. Volviendo a las experiencias de Lenin, Fidel y el Che en la construcción económica, daríamos un verdadero enfoque revolucionario a la reclamada “actualización” del “modelo” cubano. Y así, sucesivamente.

Los jóvenes deben conocer mejor los ideales de Octubre y los del Che, que son los mismos; deben comprender mejor cuáles son los procesos que frenan el avance hacia una sociedad más justa y libre, para empinarse sobre ellos y superarlos. Y no se puede temer a que oigan la palabra comunismo y les asuste. Deben comprender lo que significa en realidad, deben comprender todo el contenido de libertad que encierra. Hay que rescatar la palabra comunismo de su manoseo burocrático. La burocracia, como le asusta el comunismo, tiende a convertirlo en un sueño celestial imposible de alcanzar. Hay que recuperar el sentido práctico del comunismo, como construcción de una red de solidaridad humana, pero también de emprendimiento práctico que solucione problemas que cotidianamente se presentan en la producción y los servicios y que no hallan solución por vía del trabajo asalariado.

Un ¡hurra! para los bolcheviques y un ¡viva! para el Che en este 2017, que se unan al homenaje permanente del pensamiento de Fidel en la construcción de una sociedad más humana.