Por Francisco Jurado Gilabert

Decía Foucault que, tras los “saberes” aceptados y anclados en una sociedad, se encontraban determinadas relaciones de poder. Dicho de otro modo, los valores, las prácticas sociales o los conocimientos que se imparten en colegios y universidades –entre otras cosas– conforman una realidad social que nos ordena, que nos predetermina a través de unas estructuras donde siempre habrá quienes ostenten una posición de dominio sobre los demás.

En relación con el mundo laboral, rige en nuestras sociedades el principio del equilibrio de mercado, donde los puestos de trabajo y los salarios se determinan a través del juego de la oferta y la demanda, y donde el Estado tiene la capacidad de intervenir para corregir las disfunciones de este modelo. Eso sí, esta capacidad está ya bastante condicionada por la voluntad de los cargos electos, por los recursos públicos y por el conocimiento que, desde el Estado, se pueda tener de la realidad laboral para planificar e intervenir sobre ella. Esto último implica, por ejemplo, la calificación de qué es y qué no es trabajo, con el riesgo de excluir actividades que no encajen en los parámetros tradicionales (cuidados, activismo social, creación cultural, trabajo doméstico, etc.).

Esta concepción del funcionamiento del mercado laboral, y de la sociedad en torno a él, tiene dos grandes consecuencias que, a su vez, son dos grandes peligros. El primero es la vinculación de los derechos subjetivos, los que tenemos como ciudadanos, a la obtención de un puesto de trabajo remunerado. La sanidad, la educación, la vivienda, la alimentación, el transporte, el acceso a la justicia, etc., dependen, cada vez más, de la realización de un trabajo asalariado, donde lo importante, más que el propio trabajo, es la obtención de una renta.

El segundo problema, sobre el que poco se debate, lo analiza a la perfección Franz Hinkelammert en su Crítica de la razón utópica, cuando entra a desgranar las fallas del marco teórico neoliberal. Según las teoría del equilibrio de mercado, la determinación de los precios de los bienes y servicios que consumimos viene dada por sus costes de producción. Para poder competir en el mercado, los precios deben ser relativos y depender de la variabilidad de los costes de los recursos que se utilizan para producir esos bienes y servicios.

Como los salarios forman parte de esos factores productivos, se tiene que aceptar su variabilidad entre 0 y alguna cifra positiva. De hecho, todo el discurso sobre la necesidad de ser competitivos con otros Estados, donde el coste de la mano de obra es más barato, deriva de este planteamiento de precios relativos y costes variables. Esto significa que el elemento del que depende la subsistencia total de una persona, incluidos sus derechos fundamentales, puede tender asintóticamente a cero, en esa pugna por establecer precios cada vez más competitivos. Dicho de otro modo, este planteamiento dibuja una trayectoria que nos lleva de vuelta, también asintóticamente, hacia la esclavitud.

Toda esta teoría se complementa, como bien indica Hinkelammert, con esa narrativa que se puede resumir en el slogan de Milton Friedman de ser “libres para elegir”, donde las personas no tienen necesidades, sino gustos, una afirmación necesaria para cuadrar las ecuaciones sobre las que reposa todo el marco teórico neoliberal.

Pero, ¿puede una visión más socialdemócrata corregir esta deriva esclavista? ¿puede el objetivo del pleno empleo cambiar todo el marco cognitivo neoliberal? ¿Puede, a su vez, conseguir desvincular las necesidades y derechos básicos de un salario ligado a concepciones muy clásicas y restrictivas del trabajo? En el caso específico de España, como ya se  cuestionaban Isidro López y Emmanuel Rodríguez, ¿son viables las soluciones en esa línea?

Durante estos meses, a raíz de su aparición entre los primeros objetivos de Podemos, la Renta Básica Universal (en adelante RBU) ha empezado a ocupar espacio en los medios y en las redes, presentándose como posible solución para mitigar las consecuencias de las alarmantes cifras de paro, o como un mecanismo más eficaz que los sindicatos a la hora de forzar mejores condiciones laborales (con una RBU, una persona no aceptaría cualquier condición de trabajo apretada por sus necesidades vitales).

Las críticas que se hacen a la RBU se pueden reducir básicamente a dos. La primera, de carácter ético, se basa en cómo se percibe que a una persona se le otorgue una cantidad de dinero sin exigirle, a priori, ninguna actividad laboral a cambio. La segunda, de corte más material, hace hincapié en el alto coste que tendría para el Estado la provisión de esta RBU, su capacidad para financiarla.

Ambas críticas parten de esos valores, esos saberes y esas prácticas sociales sobre las que hemos construido el marco cognitivo –la “realidad”– de nuestra sociedad. Ambas críticas obvian cuestiones vitales (humanas) fundamentales, como que el derecho al salario no puede anticiparse a otros derechos fundamentales, empezando por el de una vida digna. Y digo derecho al salario, y no al trabajo, porque ya hemos visto que hay muchos trabajos que no tienen tal consideración por el mero hecho de no estar remunerados o de producir una actividad económica.

Establecer las garantías mínimas para que una persona pueda subsistir dignamente, independientemente de las condiciones del mercado laboral o de las concepciones tradicionales del trabajo remunerado, a parte de ser un buen primer paso para revertir la correlación de fuerzas para con el 1% más poderoso, supone establecer la vida humana como elemento central de cualquier sociedad justa y democrática. Si no nos conformamos con llenar de parches este sistema cruel, si lo que queremos es destruir las relaciones de dominación que nos atenazan, hay que apostar por la Renta Básica Universal, porque vivir dignamente no es un gusto o una preferencia, es una necesidad.