El 14 de setiembre del año 2000 salió a la luz el famoso primer «vladivideo», denunciando la repugnante corrupción que imperó en el gobierno del expresidente —y hoy encarcelado— Alberto Fujimori. Meses después, nuevos videos demostraron la compra millonaria de la línea editorial de los más importantes canales de televisión del país, así como el financiamiento con fondos públicos de campañas psicosociales y sensacionalistas a través de los famosos diarios «chicha».

Transcurridos quince años de la caída de la dictadura fujimorista, los grupos de poder —que en buena cuenta son los mismos de aquella época— han impuesto sus intereses económicos sobre las empresas de comunicación, mermando y extinguiendo la autonomía y libertad de los espacios comunicativos. Negocio que, consecuentemente, debilitó más nuestra alicaída democracia pues facilitó el encubrimiento de la corrupción a través del silenciamiento y tergiversación de los hechos.

Luego de Fujimori, los gobiernos que lo sucedieron administraron el país con la constitución concebida por la dictadura, se limitaron a emplear un marco jurídico que ha impedido el logro de las grandes reformas que necesita el Perú para avanzar hacia la justicia social, la democracia real y la justa distribución de la riqueza. En ese contexto, tampoco se asumió seriamente la posibilidad de una nueva ley de medios, pese a existir un amplio consenso sobre su necesidad cívica y democrática; al contrario, los gobernantes se han amparado convenientemente en postulados técnicos de mágicas autorregulaciones de los mercados y empresas de comunicación, que a la larga nos ha convertido en uno de los países con el más alto índice de concentración de medios escritos y contenidos sensacionalistas en Latinoamérica (el grupo El Comercio controla casi el 80% del mercado de periódicos, luego de comprar al grupo Epensa y los canales vendidos a la corrupción Fujimori—Montesinos, en los años 90, son los actuales emisores de la llamada «TV basura»).

Actualmente, no existe en el Estado una estructura jurídica, ni organizaciones e instituciones públicas, que garantice nuestro derecho a la libertad de expresión, información y comunicación. Vivimos expuestos a la vulneración de nuestro derecho a la comunicación humanizadora por grupos de poder que controlan y manipulan la subjetividad humana a fin de dificultar la construcción de movimientos sociales de cambio. Que quede claro, es la corrupción organizada la que busca concentrar diversas plataformas periodísticas para restringir el pluralismo informativo que ampara a la diversidad de voces y alternativas de acción frente a la crisis personal y social.

En síntesis, estamos ante un grave problema, grupos criminales están usando el poder de los medios para encubrir su accionar, podemos constatarlo en la metodología delictiva de la «red Orellana Rengifo» que creó varias empresas de comunicación (Juez Justo TV, UCONA SAC, TV Video SAC y Miraflores Corp. Radial SAC), para lavar dinero y amedrentar a través de revistas, semanarios, programas de radio y televisión a funcionarios y periodistas honestos. Ese tipo de manejo de la comunicación es herencia del fujimorismo y se ha extendido a sus socios electorales del 2016. En la región Junín es evidente la concentración de medios, actualmente existen espacios informativos y seudoperiodistas asalariados, bajo las consignas de exacerbar la violencia y el sensacionalismo, que con distintos énfasis y estilos, promueven contenidos distractores para que la opinión pública no observe y cuestione a sus contratantes investigados por enriquecimiento ilícito, lavado de activos y tráfico ilícito de drogas.

¿Podemos hacer algo para revertir este escenario de sombrías intenciones? Decir que no, es ser ajeno a su país y la inacción es de alguna forma traición hacia uno mismo. Impulsar la resistencia justa y organizada de la ciudadanía ante la corrupción y violencia puede constituir una plataforma social autogestiva que promueva acciones transformadoras desde la acción personal coherente.