En diálogo con Infojus Noticias, el licenciado en Comunicación Social, Roberto Samar, analiza el concepto de inseguridad, los mitos sociales, el perfil de la policía y el accionar del Poder Judicial. En su libro Inseguridades, que presentó en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, rescata el concepto de “criminología mediática”, de Raúl Zaffaroni.

Por Bárbara Komarovsky para Infojus Noticias

Roberto Samar elige hablar de “inseguridades” a diferencia del homogéneo “inseguridad” porque piensa que la inseguridad se entiende a partir del lugar que cada uno ocupa en la sociedad: varía si uno es trans, migrante, pobre o mujer. “Inseguridades” tituló a su libro, editado por la Universidad Nacional del Comahue, que compiló y presentó en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, junto al juez de la Corte Interamericana, Raúl Zaffaroni, cuyo concepto de “criminología mediática”, atraviesa los ejes analizados por Samar. Allí, el especialista en Comunicación Social analiza el rol de los medios de comunicación, las estigmatizaciones, los imaginarios sociales, las formas en las que se piensa la niñez, el accionar del Poder Judicial y la formación de las policías.

–¿Por qué hablar de inseguridades y no de una inseguridad?

–Porque hay un discurso hegemónico para pensar ‘la inseguridad’ que responde a un determinado imaginario social y, en realidad, las inseguridades son múltiples y según el sector social donde uno se encuentre, va a ser percibido de una u otra forma: es inseguridad la violencia que se vive en una cárcel, la discriminación que sufre un migrante o la exclusión que enfrenta una mujer trans.

–¿Cómo se vincula la construcción del concepto ‘inseguridad’ con el de otredad?

–(Raúl) Zaffaroni habla de la criminología mediática, que es un fenómeno mundial que nace en Estados Unidos y se expande en todo el mundo y va construyendo una lógica de sociedad dividida entre buenos y malos, en la que el malo es el chivo expiatorio. En Estados Unidos, ese otro está constituido por los negros y los latinos; en Europa, por los migrantes; y en la Argentina, por los jóvenes de los barrios precarios. El sistema penal castiga al sector más vulnerable de la sociedad: atrás del robo de un auto, hay un desarmadero, hay un vínculo con el poder policial, mientras la clase media y media alta compra esos repuestos. Hay toda una red y, sin embargo, canalizamos toda nuestra angustia en los jóvenes que responden al estereotipo que tenemos internalizado de delincuente. Algo parecido ocurre con los inmigrantes de los países limítrofes: históricamente se los colocó en el lugar de chivo expiatorio.

–En el libro, habla de la tríada inseguridad–miedo–discriminación, ¿podría desarrollarla?

–Un ejemplo: el año pasado se instaló que el problema del delito venía asociado a los migrantes de países limítrofes. Si se observan las estadísticas que elabora la Corte Suprema todos los años, se encuentra que la cantidad de homicidios cometidos por inmigrantes es un número menor: en los últimos datos conocidos, no se registraron peruanos cometiendo homicidios, la tasa de bolivianos fue muy baja y los paraguayos alcanzaron el 6 por ciento. Sí había, en cambio, muchos inmigrantes víctimas de delitos. Esto es importante: no hay relación entre lo que nos da miedo y lo que realmente nos pone en peligro.

–¿Cuáles son los mitos a la hora de pensar la inseguridad?

–Uno fundamental es que lo que nos da miedo lo vamos a resolver con el aumento de detenciones y el aumento de las penas. Vemos que, año a año, aumentan las tasas de prisionalización (en 1996, había 25.163 personas detenidas y, en 2012, la cifra trepó a 62.263) y, sin embargo, no nos sentimos más seguros. Otro mito es el de los menores: todos los años se instala el debate en cuanto a los menores. Las estadísticas en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires indican que, en el 1 por ciento de los homicidios, el responsable fue un menor.

–¿Cómo y quiénes construyen el concepto de inseguridad? ¿Qué rol juega el miedo?

–Es un fenómeno global. (Zygmunt) Bauman plantea que estamos en el momento de la historia de la humanidad más seguro –en relación con el siglo pasado, de guerras y enfermedades– y, sin embargo, nos sentimos más inseguros. Hay una cuestión que tiene que ver con la incertidumbre que genera esta sociedad líquida y consumista, en la que construimos nuestras identidades a partir del consumo. Por otro lado, está el discurso que baja de Estados Unidos y que determina que la solución a los problemas se da a partir de la violencia y el aumento de las detenciones. Estos discursos, muchas veces, son utilizados por algunos sectores demagogos de la política, que pretenden construir consenso social a través de una idea de sociedad dividida entre buenos y malos. Es decir, todo se resuelve con mayor violencia contra ese malo y, en realidad, la sociedad es mucho más compleja: no son los malos sino los sectores seleccionados por el sistema penal. La mayoría de esos jóvenes apenas terminó la escuela primaria y un 67 por ciento tiene un nivel de instrucción muy baja: son jóvenes que nunca fueron incluidos socialmente. Pensarlos como los malos del sistema es simplificar el problema.

–¿Cómo se construye un concepto de seguridad propositiva?

–Un tema, que aparece en el capítulo del libro de Martín Díaz y Fernando Casullo, es el de los policías, que deben reconocerse como trabajadores. Esteban Rodríguez Alzueta afirma que no hay violencia institucional sin aislamiento social de la policía. Es necesaria la separación para que se genere esa violencia. En ese sentido, es importante que la policía cuente con espacios de encuentro y no esté en ‘ghettos’.

–¿Qué es la seguridad?

–La seguridad es el pleno ejercicio de los derechos. Una sociedad más segura se construye si todos los grupos, y en especial los vulnerables, pueden ejercer sus derechos de la forma más plena posible. Ejercer derechos genera conflictos, pero se trata de gestionar esos conflictos en lugar de imponer el orden. En Neuquén, un grupo de vecinos llamaba a la Policía para quejarse de las ceremonias que se hacían en un templo umbanda. La respuesta policial era imponer el orden: impedía la realización de las ceremonias. A partir de una mediación, los umbanda explicaron que no mataban animales ni tomaban sangre, y se acordó un esquema de horarios. Se gestionó el conflicto y los distintos vecinos pudieron ejercer sus derechos. La mirada tradicional era que “si sos umbanda, no tenes derecho a vivir tu fe de forma plena”. El punto es poder permitir que los grupos que no responden a la mirada dominante también ejerzan sus derechos.

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