Raúl Zaffaroni fue vicepresidente del Congreso Jurisdicción Universal en el Siglo XXI que acaba de terminar en Buenos Aires. Ocupó el lugar central de la última jornada y con su estilo liso y llano de siempre, casi desentonó del conjunto de especialistas que se congregaron.

En un marco de opiniones optimistas y asertivas por los logros obtenidos en el campo de los derechos humanos, Zaffaroni lanzó una seria advertencia: “cuidado con la jurisdicción universal, hay que ver quiénes la implementan, cuidado con las burocracias, con los organismos internacionales, con las corporaciones, no sea que se convierta en un búmeran y después terminemos siendo nosotros los perseguidos”.

De una manera contundente pintó un siglo expuesto a que la quema constante de combustibles fósiles, fogoneada por las grandes corporaciones, ponga a la misma especie humana en condiciones de extinción. Porque no hay interés en sustituir las fuentes energéticas clásicas por las renovables, debido a un simple cálculo de costos y ganancias.

Advirtió sobre la necesidad de no alentar la imagen del poder punitivo como ícono capaz de resolver todos los problemas porque desde siempre tiene su propia lógica: el poder punitivo cae invariablemente sobre los vulnerables y la probabilidad de quedar sometido a su poder está en relación inversa con la proximidad que se tenga respecto de él. Si se está en el círculo de los poderosos se está exento del poder punitivo, y si alguno que parecía poderoso cae en sus garras es justamente por eso, porque dejó de ser poderoso o de tener su amparo.

Eso hace que el poder punitivo genere sus excepciones: si un profesional administra de manera fraudulenta el patrimonio de un incapaz sometido a su cuidado, va a la cárcel. Si un ministro administra fraudulentamente el patrimonio de un país, va a Harvard. El poder punitivo crea sus chivos expiatorios. Antes se quemaban brujas si una plaga provocaba la pérdida de una cosecha o ante cualquier otra catástrofe que pudiera ser endilgada a la obra de Dios. Era mejor que fuera obra de brujas. En los tiempos modernos crea sus chivos expiatorios cada vez más rápido.

El poder punitivo es un arma de doble filo, justamente es en el genocidio donde se muestra con claridad, cuando los encargados de cuidar la integridad de las personas se convierten en sus verdugos. En el siglo pasado, de cada 50 muertos uno fue víctima de la violencia estatal, y en tiempos que no había guerra, claro.

Desde el punto de vista de la contaminación ambiental, los seres humanos estamos llegando a un límite físico: nos vemos enfrentados a decidir si vamos a seguir haciendo lo mismo, porque si es así, antes de fines de este siglo la especie está expuesta a desaparecer del planeta.

Es necesario tener claro que la catástrofe ecológica tiene un solo responsable: un sistema de producción inhumano.

En estos tiempos se abre paso un nuevo poder encarnado por las corporaciones transnacionales, capaces de moverse más allá del alcance de los poderes locales. Hoy amenazan a la especie por vía de un sistema de producción que está al servicio de un 30 %, incentivándole el consumo a través de los medios. Y el 70 % queda excluído, sin posibilidad alguna de acceder a esos bienes de consumo. En ese contexto, el poder punitivo es una herramienta al servicio de los poderosos para controlar al 70 % que queda excluído.

No obstante, la lucha hay que darla dentro del Derecho, porque por fuera del Derecho sólo queda la violencia. Y con la violencia no se consigue nada: aunque se gane, la mayor cantidad de víctimas es siempre de los más débiles.