A Graciela Alaniz, amiga de buena madera

Algo se veía venir. El escritor Ilya Ehrenburg había escrito en 1954 «Deshielo», novela emblemática desde el título, aparecida el mismo año de la muerte de Stalin. Después, en febrero de 1956, el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética desnudó las perversiones de un sistema que nació para liberar al ser humano de la explotación y desbarrancó hacia las purgas, matanzas y otras ternuras así. Nikita Jruschov, el histriónico y rechoncho líder del deshielo, describió la conducta de dirigentes y burócratas varios que se inclinaban sumisos ante la presencia, a veces simbólica, del padrecito georgiano. A eso se le denominó «culto a la personalidad». Y el ejemplo se viralizó, como dicen los posmodernos hoy.

El primer peronismo al compás de los avances libertarios a favor de trabajadores y capas medias también produjo ese fenómeno. La figura y las frases del general ocuparon la cartelería pública, los libros, las películas y las efemérides y el país se hizo casi monocolor. Tal vez haya sido una característica de época. Lo cierto es que en la Unión Soviética y en nuestra patria hubo motivos que pueden explicar el fenómeno. Explicar, no justificar.

Allá, la conducción estratégica de la guerra y su secuela de millones de víctimas y destrucción de medio país. Acá, el Estatuto del Peón rural, la sensación de dignidad para la clase obrera, su participación protagónica en la construcción de una nueva sociedad, su constitución, aunque precaria, como sujeto político emergente. Los años demostraron, allá y acá, que no era tanto ni tan poco, pero es fácil leerlo en el diario del día siguiente.

Pero parece innegable que Argentina tiene características suficientes como para escribir páginas llenas de épica en distintos ámbitos. Nadie nos va a discutir el mérito de haber inventado el dulce de leche, el revuelto gramajo y la costumbre de pintar el frente y el trasero de los camiones con frases y dichos populares. O la birome. Y para qué hablar de las dos gloriosas M del fútbol mundial: Maradona y Messi. Y el tango, claro, el tango. Y las villas miseria y los desaparecidos y tantas tragedias más industria nacional marca registrada.

La cuestión es que no nos cansamos de ser los primeros en instalar novedades, quizá globales, vaya uno a saber. Cuando veo a señoritas, señoritos, viejas y viejos musicalizando su fervor idiota con la bijouterie y las casacas de moda, respectivamente. Cuando lo veo a él bailar sobre el escenario como un canguro epiléptico, cuando escucho su escaso vocabulario, para colmo dictado al oído o escrito por su coach o leido en una pantalla mal disimulada, en fin, cuando el festejo por alguna de sus arengas vacías y abstractas se viste de globos amarillos. Cuando la impostura los hace vociferar «Se siente, se siente, Mauricio presidente» me pasan dos cosas. En lugar de presidente mis oídos escuchan prescindente. Y, sobre todo, sospecho que Argentina ha inventado el «inculto a la personalidad».