Trece escuelas públicas porteñas fueron tomadas por estudiantes secundarios en protesta por el nuevo plan de estudios. Intimidaciones policiales y debates en Siberia.

Escrito por Nicolás Andrada // Fotos de: Andrés Wittib, Deborah Valado
ANCCOM – Agencia de Noticias – Ciencias de la Comunicación UBA

Ya son más de las dos de la madrugada y el colegio Mariano Acosta, en el barrio de Balvanera, resplandece contra la noche cerrada como un animal luminoso que reposa con los ojos abiertos. Un cuerpo enorme y centenario que desde afuera parece sumido en el silencio de la noche pero que por dentro, en sus aulas, salones y galerías, bulle en discusiones, deliberaciones, asambleas, cenas más o menos frugales, cambios de guardia en pasillos congelados y un estado de alerta porque, dicen los alumnos que tomaron el colegio hace dos semanas, están sufriendo la intimidación policial como nunca antes.

Al cierre de esta nota, eran trece las escuelas de la Ciudad de Buenos Aires tomadas por alumnos secundarios que se oponen a la implementación del nuevo plan de estudios y que reclaman mejoras edilicias, además de una participación real en las decisiones que toma la cartera educativa porteña, a cargo de Esteban Bullrich. Permanecían tomados los colegios Lola Mora, Aída Mastrazzi, Rogelio Yrurtia, Cerámica 1, Lengüitas, Mariano Acosta, Julio Cortazar, María Claudia Falcone, Mariano Moreno, Lenguas Vivas, Manuel Belgrano, Agustín Tosco y la Escuela Superior Normal Nº 8 Julio Argentino Roca.

El motivo principal del rechazo al nuevo plan de estudios es que la denominada Nueva Escuela Secundaria, puesta en marcha este año, supone un recorte de especialidades –se pasa de 150 a solo 10- y un aumento de horas cátedras que necesita, según los alumnos, una ampliación edilicia en todos los colegios, para evitar la superpoblación.

Siberia es un pasillo que está en el primer piso del Mariano Acosta y cuyas paredes están heladas; hace meses que allí la calefacción no funciona. A un lado del corredor están las ventanas que dan al patio, al otro, dos aulas vacías, los pupitres arrumbados, el mate y algún que otro paquete de fideos o arroz en el piso. Siberia, así lo bautizaron los estudiantes, da acceso a una terraza en donde los alumnos saben que no pueden estar y, para evitar intromisiones, la custodian todo el tiempo. Ahora, a las dos y media de la madrugada, hay una guardia de tres chicos de segundo año. Sentados en el suelo, tapados hasta el cuello con frazadas y mantas, debaten sobre el modelo chavista. La temperatura debe estar tranquilamente por debajo de los cero grados. Un poco más allá, sobre el final del corredor, hay una puerta bloqueada por una barricada de pupitres y bancos. Cruzarla es acceder a un lugar en donde el frío, advierten, resulta todavía más hostil: Transiberia, lo llaman.

“La reforma del plan de estudios implica una incremento de horas cátedras que necesita, inmediatamente, una ampliación edilicia en todas las escuelas, algo difícil de imaginar con una gestión que sólo construyó 14 establecimientos públicos. El Acosta, en particular, necesita un anexo porque sino el año que viene vamos a terminar estudiando en los pasillos”, advierte Nicolás Orellana, referente del Centro de Estudiantes del Mariano Acosta. “En la ciudad había 150 especialidades. Acá, por ejemplo, tenemos el bachillerato bilingüe. Esas especialidades se estarían recortando y pasarían a ser 10 orientaciones. Además, con la reforma NES la formación general se vería reducida en la formación ciudadana e histórica de los estudiantes. Se dejan de ver materias troncales, como Historia Argentina del Siglo XX o Biología, que se reduce de ocho horas a solo dos, y en su lugar aparecen materias con nombres bonitos, como Estructura del Universo”, subraya el referente.

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“Es una reforma que no tiene fundamentos pedagógicos. Busca la mercantilización de la educación y agrega el problema de la tercerización docente. Es un tema que nos afecta a todos los colegios, incluso aquellos que no están tomados. Mientras tanto, las autoridades nos ponen trabas a la hora de luchar y no fomentan el debate. Pretenden segmentar a la comunidad educativa. Hay muchos padres o chicos que no entienden el conflicto. Están disconformes con la toma, pero no saben por qué la hacemos. Desde el 2012 que estamos discutiendo esto, y nunca se consiguió un espacio vinculante para debatir entre toda la comunidad educativa”, señala Orellana.

Las galerías de la planta baja están desiertas. Apenas se oye el murmullo bajo de una conversación lejana. Una persona, de pronto, sale de un aula y camina en dirección a los baños. No se sabe si es hombre o mujer. Se la ve de espaldas, cubierta con una frazada raída como si fuera el manto de un indigente. Más adelante, dentro de un salón amplio e iluminado, duermen tres alumnos enfundados en sus bolsas de dormir. En el vidrio de la puerta de entrada, pende una cartulina amarilla: “Bullrich, basta de mentiras, solo queremos estudiar en condiciones dignas”.

Unos cuarenta alumnos pasan la noche en el colegio; durante el día el número supera los cien. La cena de hoy consistió en unos fideos mostacholes con salsa de tomate. En la mesa de la sala de profesores, quedan tan solo los restos: las bandejas de plástico vacías, una botella de jugo, los cubiertos. Y Agustín Prieto, 17 años, que cuenta un episodio preocupante: “El día que se tomó el colegio, entraron dos policías a pedirnos nombres y números de teléfonos. En un momento, a un compañero le dijeron que si querían nos sacaban a patadas, y a otro alumno que es mayor, y estaba mediando, se le hizo un acta contravencional porque estaba obstruyendo la acción policial. Sabemos que en otros colegios hubo listas negras y denuncias. No podemos aceptar con tanta naturalidad que ingrese la policía a un colegio, con el rol trágico que tuvo justamente la policía durante toda nuestra historia”.

Desde el primer día de toma, en la puerta del colegio, hay un policía vigilando. Los alumnos se sienten intimidados y denuncian persecución política. La vocera del Centro de Estudiantes del Mariano Acosta recibió, hace unos días, un llamado mientras viajaba en colectivo hacia el colegio. “No te metas”, fue todo lo que escuchó. Después, tras lanzar la amenaza, cortaron.

Ariel tiene 13 años, los dientes con ortodoncia, y el celular en la mano. Está sentado, sin compañía, en uno de los bancos del pasillo del primer piso del colegio. “La NES nos afecta primero a nosotros, los alumnos que recién empezamos. Tenemos talleres que no sirven para nada y más adelante vamos a perder Historia y Biología”. Dando la vuelta por el corredor central, del lado izquierdo, hay un aula en donde un grupo de alumnas se apresta a dormir. Tres de ellas estiran las mantas que hacen las veces de colchón y se meten en sus bolsas de dormir, mientras otra enchufa al toma corriente un caloventor. La puerta se abre y el que se asoma es Fernando Strata, uno de los padres que acompaña la toma. “Chicos, me voy a acostar, cualquier cosa que pase, cualquier problema con la policía o algo, me avisan, voy a estar durmiendo en el aula de quinto, acá en diagonal”, dice y se va.

Son las cuatro de la madrugada. La mayoría de los estudiantes duerme o está en eso. El silencio, sin embargo, nunca es total; siempre se escuchan unos pasos o el murmullo de una charla reverberando en la noche.