“Tomando algunas decisiones valientes, el problema del hambre podría resolverse”. Es lo que constata Olivier De Schutter, ex relator especial de las Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación, cuando hay 795 millones de personas subalimentadas en el mundo. Ferviente defensor de la agroecología, habla con Basta ! acerca del lobby que bloquea todo cambio en el sector agrícola y en el energético. Partidario de una nueva redistribución de las riquezas, llama a inventar nuevos vínculos sociales. “Sin revisar los modos de consumo de las sociedades ricas, no vamos a evitar una catástrofe en el horizonte de 2080”, advierte.

Basta !: Durante seis años usted fue relator especial de las Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación . Hoy 795 millones de personas en el mundo padecen hambre, según la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura). La situación no cesa de empeorar. ¿Cómo explica este fracaso?

Olivier De Schutter  [1]: Cerca de un billón de personas no sacian su hambre, sufren de subalimentación. Y 2,5 mil millones de personas sufren de malnutrición: sacian el hambre pero su régimen no es lo suficientemente diversificado como para evitar que se enfermen o resistan las epidemias… ¡La campana de alarma sonó hace 25 años! ¿Por qué nada cambia? Los gobiernos de los países del sur dependen para su estabilidad de las elites de las ciudades. Su primera preocupación es como enviar las calorías a los mercados de las ciudades a buen precio para evitar la impaciencia de las poblaciones urbanas. Esto se hace en detrimento de los pequeños agricultores y de los campos. El problema no es agronómico o técnico, ni tampoco económico: el problema es que falta integrar los intereses de los pequeños campesinos en la formulación de las políticas públicas.

Según su predecesor en las Naciones Unidas, Jean Ziegler, dejar morir de hambre a un billón de personas es un crimen contra la humanidad. ¿Quién es responsable de esta malnutrición?

Es una paradoja. Producimos en el mundo con qué alimentar a más de doce billones de personas. 4600 kilocalorías por día y por persona están disponibles. Pero más o menos un tercio de esta producción se malgasta, se pierde. Resolver este problema no parece prioritario. Una parte importante de los cereales se utiliza para la alimentación del ganado. Otra parte, cada vez más importante, se destina a la producción de energía –biodiesel, etanol–, una tendencia alentada por los gobiernos hasta hace poco a golpes de subvenciones. Queda apenas lo necesario para alimentar un poco más de 7 billones de personas. Los importantes desvíos de ingresos hacen que un gran número de personas sean demasiado pobres para alimentarse decentemente.

Si Jean Ziegler habla de “crimen”, es porque esas muertes son evitables. El hambre y la malnutrición son cuestiones políticas. Tenemos todas las soluciones técnicas requeridas, pero para nuestros gobiernos no son una prioridad. Si se toman algunas decisiones valientes, el problema del hambre podría resolverse: con la formulación de políticas mucho más redistributivas, dándole prioridad a la alimentación frente a otras demandas dirigidas al sector agrícola y teniendo una mejor representación de los agricultores en las opciones políticas. Se podría resolver bastante rápido este problema que nos atormenta.

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Los conflictos del hambre de 2008 fueron causados en parte por la especulación financiera. ¿Qué acciones se llevaron a cabo para poner freno a la especulación de las materias primas?

En 2008, eran raros los que decían que la especulación financiera –-los actores financieros, los fondos de inversiones – jugaba un rol en el aumento de los precios de los productos alimenticios y de las materias primas agrícolas. Hoy en día, la FAO, el Banco Mundial o la Organización para la Cooperación y Desarrollo Ecomómico (OCDE) reconocen que esa especulación tuvo un papel nefasto. A partir de allí se adoptaron medidas. A pedido del G20, se instaló un sistema de información sobre el estado de las reservas disponibles (Agriculture Market Information System – AMIS). Esta trasparencia es importante puesto que en la primavera [boreal] de 2008, los rumores y las informaciones erróneas tuvieron que ver con la explosión de los precios del maíz, del trigo o del arroz, incitando a los gobiernos a aumentar sus existencias, creando así una rareza artificial. Pero el sector privado, las grandes cerealeras –Dreyfus, Cargill, Bunge, por ejemplo– que mantienen reservas importantes, no participan de este intercambio de información. Aunque los gobiernos disponen de reservas alimentarias de urgencia en caso de catástrofe natural, son reticentes, sin embargo, a crear otras reservas que pudieran provocar distorsiones en los mercados. Seguimos comportándonos como si la evolución errática de los precios fuera útil a los productores, lo que es un absurdo.

Nuestro modelo agrícola no puede más. Para salir de este impasse, usted defiende la agroecología…

La agroecología es el sentido común. Es una manera eficiente de utilizar los recursos y de reducir las huellas ecológicas de nuestros modos de producción. Pero la agroecología no se reduce a una serie de técnicas agrónomas. Es una manera de pensar la relación de la agricultura con otros temas de la sociedad: el desarrollo rural, la salud de las poblaciones, el mantenimiento de las granjas familiares, que hoy están desapareciendo. Pensar la agricultura sin pensar en la salud, en el medio ambiente, en el empleo, en el desarrollo rural, en la planificación del territorio, no tiene sentido. La agroecología escapa en parte a la competencia de un Ministerio de Agricultura. Hace falta una verdadera política alimentaria en Francia, más que políticas agrícolas, de medio ambiente, de planificación del territorio o de la salud. Una política alimentaria integrada que haga de la agroecología una verdadera herramienta de transformación.

¿Cómo ve la relación de fuerzas con los actores económicos – lobby, defensores de una agricultura productivista, multinacionales o actores bancarios– que bloquean la transición hacia ese modelo agrícola?

Numerosas formas de presión sobre la agricultura van en el sentido opuesto a la agroecología. Estamos presos de la obsesión por las economías de escala, los monocultivos, la producción de grandes volúmenes estandarizados de materias primas agrícolas. Muy a menudo el pequeño agricultor también se encuentra “estandarizado”. Priman los razonamientos económicos a la hora de elegir la producción. Somos incapaces de cambiar el paradigma puesto que todas las políticas agrícolas están enfocadas al aumento de las exportaciones. Es lo inverso de la agricultura campesina, que no se adecúa a las largas cadenas de comercialización. Pero en el fondo, son los mercados los que no se adecúan a la agroecología. Si no se trabaja también sobre los mercados, la agroecología no tiene ninguna chance de ganar.

Concretamente, ¿cómo hacer para volver a plantear las reglas del comercio internacional?

El comercio agrícola internacional se basa en una idea muy simple: une división internacional del trabajo siempre de más avanzada. Cada región se especializa en las producciones sobre las cuales tiene una ventaja comparativa, es decir que no produce más que una cosa y depende de los otros para cubrir el resto de sus necesidades. Es el modelo impuesto en los años 1980-1990, y que ya mostró todas sus limitaciones ecológicas, agrónomas y económicas. Hay regiones sumamente fragilizadas. Cuando el precio del arroz pasó de 150 a 800 dólares la tonelada en el espacio de algunas semanas, en 2008, los países de África Occidental quedaron verdaderamente atrapados en la trampa, incapaces de cubrir sus necesidades, de importar a ese precio.

Es necesario fomentar que cada región satisfaga cuanto más posible sus propias necesidades de nutrición. Desgraciadamente las reglas del comercio internacional incitan exactamente a lo contrario. La Organización Mundial del Comercio (OMC) es un ente del siglo veinte. Hay que aceptar que hemos cambiado de siglo. Nos enfrentamos a una verdadera crisis de la democracia con los acuerdos de comercio negociados actualmente en secreto. Una suerte de “Guantánamo de la democracia”, con acuerdos que escapan a todo control democrático veraz y que limitan así el poder de los parlamentos, puestos bajo tutela de esos acuerdos de libre intercambio. Es sumamente preocupante.

Cambiar la agricultura, poner fin al hambre en el mundo, es una cuestión de elección política, eso dice usted. ¿Constata lo mismo en el área de la transición energética?

En cuanto al clima, nos llenamos de ilusiones. El término de moda, “crecimiento verde”, apuesta a la genialidad de nuestros ingenieros para que encuentren las innovaciones tecnológicas que nos van a permitir descarbonizar nuestro crecimiento. Es utopía pura. De 1990 en adelante el PBI no ha cesado de aumentar, pero la intensidad en carbono del crecimiento disminuyó un 0,7% anual, aproximadamente. Salvo que, paralelamente, la población aumenta un 0,8% anual, y los ingresos un 1,4% anual a escala mundial. La “verdización” del crecimiento es insuficiente para compensar el aumento de la población y de los ingresos, por lo tanto, del consumo. Si no se hace una revisión drástica de las formas de consumir, de producir, de trasladarnos, de calefaccionarnos en nuestras sociedades ricas, no llegaremos jamás a reducir las emisiones de gas de efecto invernadero en las proporciones necesarias para evitar una catástrofe en el horizonte de 2080.

Si hoy algunos pretenden que podemos seguir así como si no pasara nada, es porque los objetivos de reducción de gases de efecto invernadero no están vinculados con el comercio internacional. Pretendemos que somos virtuosos por una razón muy sencilla: es que para satisfacer nuestras necesidades, mandamos a producir afuera. Externalizamos todas las industrias contaminantes e importamos siempre más. Es una hipocresía total. La Unión Europea no puede comprometerse a una reducción de las emisiones de gas de efecto invernadero sin tener en cuenta las emisiones que resultan de nuestro consumo y de las mercaderías que importamos, y contabilizar solo lo que se produce en la UE.

En estas condiciones, ¿qué espera de las negociaciones internacionales sobre el clima (COP21) que tendrán lugar en diciembre, en París?

Hay que remediar esta anomalía, este sistema que conduce a desaduanar las regiones que reducen sus emisiones, a la vez importando cada vez más y dejando que otros contaminen en su lugar. Ya no es posible. Es imperativo reconocer la función de las innovaciones sociales en la lucha contra el cambio climático. Hemos contado demasiado con las innovaciones tecnológicas y hemos subestimado la importancia de la innovación social, como las cadenas cortas en materia de alimentación, el reciclaje de los desechos a escala de las colectividades locales, la economía de lo compartido que permite adherirse menos a la posesión de bienes que al intercambio de bienes, convertidos en bienes comunes. El ciudadano está inquieto e inventa nuevas maneras de producir y de consumir, y estas no están sostenidas por los poderes públicos o se topan con obstáculos reglamentarios. Sin embargo, estas innovaciones abren la vía de la transición ecológica, como lo hace en alpinismo el primero de la cuerda.

¿Hay que producir menos? ¿Tenemos que reducir nuestras importaciones? ¿Es hoy aceptable para los más pobres entre nosotros?

De la década de 1970 en adelante, el aumento del consumo material no ha aumentado la felicidad. La gente sufre más, está más estresada, en cambio el PBI aumentó de manera considerable, sin duda se triplicó. El crecimiento de las desigualdades ha conducido a un aumento del resentimiento. La gente se siente menos satisfecha con ella misma. Hay que volver a crear el concepto de vivir mejor, que tiene que ver con una reducción del consumo material. Paralelamente, en el sur, los países muy pobres deben poder desarrollarse. Decrecimiento para nosotros, crecimiento en el sur, para llegar a una convergencia progresiva hacia modos de vida que sean sustentables en todo el planeta. Es difícil.

El crecimiento es la base del sistema capitalista. ¿Quiere decir que tenemos que cambiar de sistema económico?

¿Por qué tenemos necesidad de crecimiento? En primer lugar porque los países están endeudados, y que el costo de devolución de la deuda pública es más importante cuando hay ausencia de crecimiento económico. La solución pasa por una restructuración de esta deuda y de mecanismos para librarse de esta carga, que hoy determina el tipo de sociedad que elegimos. Luego, el crecimiento se considera necesario porque las tecnologías permitieron aumentar la productividad del trabajo, es decir, se destruyó el empleo. Esto significa que el crecimiento económico es necesario para crear empleo –para los que no tienen y para los que lo perdieron debido a las innovaciones tecnológicas – a fin de evitar el desempleo masivo.

Tenemos que dirigirnos hacia una sociedad en la que el trabajo sea menos central, donde le demos mucho más importancia a la recreación, al equilibrio entre vida profesional y vida familiar. Hemos ganado tiempo gracias a las ganancias de productividad del trabajo, pero ese tiempo se ha utilizado no para la cultura, la música, la conversación entre amigos, si no que para trabajar más todavía, ganar mucho más y consumir siempre más y más. Es un impasse. Es una suerte de confesión de impotencia: somos sumamente inmaduros en nuestra forma de concebir el futuro de las sociedades.

¿Por dónde hay que empezar?

Hemos partido hace tiempo de la hipótesis de que los hombres y las mujeres son seres profundamente egoístas, interesados únicamente en maximizar sus intereses personales. Las investigaciones antropológicas demuestran, por el contrario, que somos seres altruistas, que cooperamos unos con otros. Somos seres que construyen lazos sociales, que tienen necesidad de los otros y que, literalmente, se enferman cuando se fomenta un comportamiento extremadamente individualista, egoísta, como el de los manuales de economía política. Tenemos que apostar a ese altruismo y permitirle florecer. Con iniciativas de una economía del compartir, de intercambio de servicios entre vecinos, huertas colectivas en las que todos puedan contribuir y utilizar sus productos, vínculos entre productores y consumidores basados en la confianza más que en la preocupación de los consumidores por obtener el precio más bajo y de los productores por ganar lo más posible.

Todo esto ya existe en una escala relativamente embrionaria. Es necesario pensar un marco reglamentario y político que permita que estas iniciativas se desarrollen. En el fondo, se trata de definir un nuevo paradigma de los vínculos sociales. La materia prima de esta revolución existe. Existen una serie de revoluciones tranquilas que preparan este futuro. Pero a la política le cuesta seguir este ritmo. Es más profundamente un problema de gobernanza. Hoy la gente quiere reflexionar por sí misma y hacerse cargo de su propio destino. Quieren que el político les de un espacio para inventar sus propias soluciones.

Es usted muy optimista con respecto a la naturaleza humana. Esas alternativas hoy son una realidad para una pequeña cantidad de ciudadanos. También vemos mucho repliegue sobre sí, odio al otro… ¿Este modelo podría ser deseable por la mayoría de nuestros conciudadanos?

El discurso dominante a partir del siglo XVIII insiste en el hecho de que somos seres interesados en el mejoramiento de nuestro beneficio personal. Este discurso, que pretende ser científico –que proviene sobre todo de los economistas – ha impregnado las conciencias. Ha llevado a la gente a reprimir la mejor parte de ella, la parte altruista, cooperadora. Max Weber explica bien en La Ética protestante y el espíritu del capitalismo como se produjo esta ruptura, cuando la mentalidad pre-capitalista, tradicionalista, se marginalizó. Es muy difícil salir de esa jaula psicológica.

El aumento de las desigualdades a partir de la década de 1980 crea tensiones y una competencia en la sociedad. Son necesarias políticas sociales que refuercen la igualdad de las condiciones materiales, para evitar que la gente se mida solo por lo que son capaces de consumir con su poder adquisitivo. Los políticos deben dejar de jugar con los miedos y, al contrario, hacer que la gente tenga ganas de colaborar por una sociedad mejor. Lo que se necesita es una ruptura tanto cultural como económica y política.

Textos obtenidos por Sophie Chapelle y Agnès Rousseaux
@Sophie_Chapelle y Agnès Rousseaux en twitter

Foto : CC Diego Sevilla Ruiz

Esta entrevista se realizó durante el coloquio La Bio dans les étoiles, en Annonay (Ardèche), el 17 de abril de 2015. Evento organizado por la Fundación Ekibio, cuya misión es sensibilizar a la ciudadanía acerca de la influencia de la alimentación en la protección del medio ambiente, de la salud y de la recuperación de la biodiversidad agrícola y del vínculo de solidaridad entre productores y consumidores.

Notas

[1] Profesor de derecho internacional en la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica, Olivier De Schutter fue de 2008 a 2014 relator especial sobre derecho a la alimentación del Consejo de los Derechos Humanos de la ONU. Fue secretario general de la Federación Internacional de la Liga de los Derechos Humanos, encargado de asuntos ligados a la mundialización económica.