Por Juan Miguel Muñoz para Oriente en Medio

Las huelgas, incontables durante los últimos tres años, han dejado también su secuela en una capital tunecina ahora más sucia. El desempleo, especialmente entre los jóvenes, causa estragos. La economía no arranca. La eliminación de subsidios a productos básicos hace mella en los bolsillos menos pudientes. Los precios nunca han dejado de crecer. Y no digamos el de la vivienda, tras la abrupta llegada de cientos de miles de libios que huyen del desastre de su país. Algunos atentados terroristas y asesinatos políticos han sumido a la población en un estado de ansiedad, quizá infundado. Apenas se ven turistas. La policía, de uniforme y bien armada o de paisano, identifica constantemente a transeúntes. Una mirada a los conflictos en el vecindario regional (Libia, Egipto, Argelia, Malí…) tampoco ayuda al sosiego. Y, sin embargo, se respira un aire de confianza. Túnez acaba de celebrar sus segundas elecciones democráticas tras la fuga del déspota Zine el Abidine ben Ali, el 14 de enero de 2011, y nadie augura una marcha atrás en el proceso democrático, por mucho que el panorama esté sembrado de escollos.

Los llamados laicos están exultantes tras el triunfo de Nidá Túnez (85 de 217 escaños), el partido dirigido por el casi nonagenario y miembro prominente del antiguo régimen, Beji Caib Essebsi. Nidá Túnez es en realidad una amalgama de grupos e individuos unidos por su rechazo categórico al islamismo político encarnado en Ennahda, segundo en las elecciones con 69 asientos en la Asamblea. Durante los dos años que gobernó Ennahda, algunos partidos de izquierda y quienes en 2012 constituyeron Nidá Túnez hicieron todo lo posible –protestas, huelgas, manifestaciones, acusaciones infundadas de implicación en los crímenes políticos– para que el Ejecutivo descarrilara. Lo lograron, y los islamistas cedieron el paso a un Gobierno de tecnócratas.

El fenómeno se repite: los movimientos de tinte religioso que optan por la lucha en el campo político asumen los comportamientos democráticos con mayor celeridad y naturalidad que sus rivales laicos. En Palestina, en 2006, y más recientemente en Egipto, los perdedores en los comicios organizaron golpes de Estado u operaciones militares para desbancar a sus contrincantes islamistas. En Túnez ha sido bien diferente. “¡Si le llamó por teléfono para felicitarle!”, me decía incrédulo un amigo tunecino, furibundo antiislamista. Hablaba de la llamada telefónica de Rachid Ghannuchi, líder de Ennahda, a Essebsi para reconocer su derrota y la victoria de Nidá Túnez. El ex primer ministro Ali Larayedh aparecía la noche del día siguiente a las elecciones en la sede de su partido, en una calle sin asfaltar y sin iluminación. Ante un grupo de caras largas y aplacando voces de ánimo, Larayedh insistió en que Ennahda es el primer partido a la hora de defender la democracia y las libertades, y que es un partido firmemente establecido. Eso sí, promoviendo consensos, que es su modo de evitar riesgos mayores.

Abdelkader Hachani, uno de los líderes históricos del Frente Islámico de Salvación argelino, dijo hace un cuarto de siglo: “La victoria puede convertirse en nuestra peor derrota”. Y así fue en Argelia. El arrollador triunfo en la primera vuelta de las elecciones legislativas de 1991 desató en su contra una campaña salvaje del aparato militar, saldada con decenas de miles de muertos. No fue el primer dirigente islamista consciente de los riesgos de un triunfo electoral. Rachid Ghannuchi, líder de Ennahda, el partido islamista tunecino, concurrió a los comicios de 1989, y su espectacular resultado –aunque nunca admitido oficialmente– provocó una represión contra Ennahda que se prolongó hasta el hundimiento del régimen en 2011. También en Jordania el Frente de Acción Islámica hace años participó, sin ánimo de victoria, de un juego electoral en todo caso amañado. Ghannuchi, a diferencia de los Hermanos Musulmanes egipcios, asimiló la lección hace ya mucho tiempo y eligió un camino diferente, a menudo tras enconados debates internos. Sobran los ejemplos.

La legislación electoral aprobada para la elección de la Asamblea Constituyente en 2011 tuvo el evidente propósito de favorecer a las minorías. Si se hubiera aplicado un sistema corrector de la ley proporcional para favorecer a los partidos mayoritarios –tal como sucede en España–, Ennahda se habría hecho con más de dos tercios de los escaños. Pero nunca quisieron una Constitución a su medida. Consideran que es una receta para el fracaso o para algo peor. Finalmente, la primera ley del país fue aprobada el pasado enero por consenso, sin referencias a la Sharía como fuente de la legislación.

Pese a su talante nítidamente conservador, tampoco Ennahda hizo nada por cambiar la progresista legislación sobre el aborto –libre hasta la octava semana de gestación, gratuito o fuertemente subvencionado en las clínicas privadas–. Como otorgó su apoyo a las listas cremallera, para favorecer la inclusión de mujeres en el Parlamento, esa vara de medir tan selectiva y que tanto entusiasma en los medios de comunicación occidentales cuando se trata de países musulmanes. El 31% de los escaños estarán ocupados por mujeres, un porcentaje muy por encima del que se registra en varios de los países –el 19% en Estados Unidos; el 23% en el Reino Unido; y el 27% en Francia— donde las democracias están asentadas desde hace décadas o siglos. Asimismo, la persecución del régimen de Ben Alí se limita a sus figuras más prominentes y criminales. Nada de caza de brujas. En varias listas electorales, además de empresarios populistas y de candidatos que aseguran poder demostrar la existencia de Dios, figuran veteranos políticos afectos al sistema autoritario. Tampoco Ennahda presentará candidato a las elecciones presidenciales de este mes.

Y no será hasta después de esos comicios cuando Nidá Túnez muestre definitivamente sus cartas. ¿Habrá Gobierno de unidad? ¿Pactará el partido vencedor con algunos de los grupos minoritarios para dejar fuera del Ejecutivo a Ennahda? Son cuestiones clave. Los islamistas abogaban por un Gobierno de unidad desde antes de las elecciones, cuando todavía confiaban en la victoria. Y ahora, tras la derrota, con más motivo. Pero son muchos los seguidores islamistas que se oponen a cualquier pacto con un partido al que tachan de sucedáneo del denostado régimen. En Nidá Túnez sucede algo similar. El acuerdo con Ennahda es poco menos que anatema para muchos de sus partidarios. Pero la alternativa de un Gobierno de coalición con varios grupos de naturalezas muy diversas es casi una garantía de inestabilidad, máxime en un partido sin señas claras de identidad y que ya ha visto cómo varios de sus dirigentes abandonaban sus filas hartos del manejo autoritario de la cúpula.

La estabilidad será esencial en una etapa en la que se necesita de un Gobierno fuerte para acometer las reformas económicas exigidas por los organismos financieros internacionales, entre ellas una reforma fiscal que afronte el problema de la rampante economía sumergida. Y también el de la exclusión que padecen las poco pobladas regiones del sur y del interior agrícola del país –que ha dado una amplia mayoría a Ennahda— y los suburbios miserables y abandonados de ciudades como Túnez, donde la semana pasada costaba encontrar a alguien que se hubiera acercado a las urnas.