Por David Sucunza Sáenz para Jot Down

Hoy por hoy, la hoja de coca es una sustancia ilegal. A pesar de sus cuatro mil años de uso demostrado, quedó proscrita tras la Convención Única sobre estupefacientes de 1961. Su comercio internacional está prohibido desde entonces y solamente una empresa conserva el privilegio de introducirla legalmente en Estados Unidos. Se trata de la compañía Stepan, que cada año importa entre cien y doscientas toneladas de hoja de coca de Perú a sus laboratorios en el estado de New Jersey. Con ellas elabora un extracto descocainizado que envía a Coca-Cola. Este es el secreto mejor guardado de «la chispa de la vida», pudo prescindir de la cocaína, que no es parte de esta bebida desde 1903, pero no de los aromas y aceites esenciales que aporta la coca. Paradojas de la sociedad que hemos creado, los Estados Unidos han gastado miles de millones de dólares en la erradicación de un ingrediente esencial de su producto paradigmático, la marca que durante un siglo ha abanderado el american way of life.

Este esquizofrénico comportamiento con respecto a la coca no es nuevo, en cualquier caso. Tras cinco siglos de difícil convivencia, hay que reconocer que constituye la actitud habitual de nuestra sociedad hacia la planta. La encontramos desde el primer encuentro. Cuando en 1531 un grupo de desperados comandados por Francisco Pizarro se internó en los Andes para sojuzgar al mayor imperio de su tiempo, se topó con una rica civilización que no podía entender la vida sin la hoja de coca. Presente tanto en ritos como vida diaria, era ofrecida a los dioses e intercambiada para afirmar la amistad de los hombres. Un carácter sagrado que no pasó desapercibido a la Iglesia, que en cuanto tomó posesión de las nuevas almas incaicas quiso prohibirles su uso para alejarlas de las costumbres paganas.

Pronto tendría que renunciar a sus severas intenciones. En 1545 los españoles descubrieron a más de cuatro mil metros de altitud la mayor veta de plata de la que se tiene conocimiento. El Cerro Rico de Potosí, una montaña rellena de metal que durante décadas alimentó la maquina imperial española. Pero para explotarla se necesitaba a los indígenas, los únicos capaces de realizar el ímprobo trabajo minero a esa altura. A través de la mita, un sistema de trabajo comunal obligatorio tomado de los incas, los conquistadores se aseguraron un flujo continuo de mano de obra. Y para que esta realizase su labor hacía falta coca, que como escribió el Inca Garcilaso de la Vega «sacia el hambre, infunde nuevas fuerzas a los fatigados y agotados y hace que los infelices olviden sus pesares». De esta manera la planta se convirtió en uno de los ejes de la economía del Virreinato del Perú y los españoles en los principales promotores de su cultivo, que creció enormemente con respecto a la época precolombina. Incluso la Iglesia acabaría participando en tan lucrativo negocio. Haciendo gala de su proverbial pragmatismo se financió con los impuestos requeridos a esta actividad y se conformó con que la hoja de coca no formase parte de los rituales religiosos.

Llegados a este punto, y viendo lo bien que combinaron trabajo y coca, parecería lógico que se hubiese adoptado su empleo al otro lado del charco. Este nunca se produjo, sin embargo. La hoja se conoció en Europa, el médico sevillano Nicolás Monardes la describió en su libro Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales, pero su utilización no se extendió más allá de Sudamérica. Distintos factores contribuyeron a este desinterés, desde culturales —la coca siempre fue vista como cosa de indios— hasta económicos, las prioridades de la corona española en su comercio con América se llamaron plata y oro. Pero no son causas menores lo dificultoso de su transporte, ya que se pudre con facilidad y con ello pierde sus propiedades estimulantes, y la imposibilidad de su cultivo en Europa. Y aquí, entre unas cosas y otras, se le fue a la coca la ocasión de convertirse en una planta de amplio uso a nivel mundial.

El siglo XVI fue una época pródiga en el descubrimiento de nuevas sustancias estimulantes. El tabaco, el cacao y la coca de América, el café y el té orientales, todos llegaron a Europa en un intervalo relativamente corto, siendo sus diferentes condicionamientos de orden práctico los que marcaron su destino. Mientras unos, como la yerba mate o la coca, pasaron sin causar impacto alguno, otros, como el cultivable en España tabaco o los más fácilmente transportables café y té, se fueron asentando. Pero no por ello dejaron de provocar recelos durante decenios. Hasta el café sufrió prohibiciones en varios países y tan solo su uso continuado durante generaciones permitió eliminar las suspicacias que despertaba y dar paso a su reconocimiento como la costumbre inocua que es. La coca, por el contrario, nunca gozó de un periodo de adaptación similar y por ello ha quedado estigmatizada hasta hoy.

Transcurrirían trescientos años hasta el siguiente encuentro entre la coca y otra sociedad que no fuese la andina, un largo olvido que finalizó con el desarrollo científico del siglo XIX. Todo comenzó con un propósito puramente académico, fruto de las expediciones geográficas que los países europeos enviaron por todo el mundo. Los naturalistas que visitaron Sudamérica volvieron a describir las bondades de la hoja de coca y enviaron muestras a Europa. De ahí surgiría un renacido interés que en principio no pasó de anécdota. Pero apareció Angelo Mariani, un ayudante de farmacia corso con un finísimo olfato para los negocios que en 1863 patentó el Vin Tonique Mariani, un vino de Burdeos macerado con hojas de coca. Y, contra todo pronóstico, esta invención se convirtió en la bebida más glamurosa de su tiempo.

El papa León XIII siempre llevaba consigo un frasco de Vin Mariani, el presidente norteamericano Ulisses Grant tomó una cucharadita diaria en sus últimos meses de vida, Emile Zola lo calificó como elixir de vida… Hasta mil ochenta y seis personalidades enviaron por escrito sus elogios a Mariani, que hábilmente los utilizaba en la promoción de su tónico. Entre ellas figuran tres papas, dieciséis reyes y reinas, seis presidentes de la República Francesa y celebridades como Thomas Edison, Sarah Bernhardt, H. G. Wells, Julio Verne o Augusto Rodin. Lo más granado de la sociedad occidental se aficionó al vino de coca, que por un momento dejó su estigma aparcado. Y, por supuesto, no tardaron en aparecer centenares de copias. La que más éxito obtuvo a la larga fue un cura lo todo que nació como bebida carbonatada ya que en su Atlanta natal el alcohol estaba prohibido. Tomó su nombre de las dos plantas estimulantes que contenía, la sudamericana coca y la africana cola.

Merece la pena recordar que este boom de bebidas basadas en la hoja de coca se desarrolló sin que se tenga noticia de casos de adicción asociados. Y es que, al igual de lo que ocurre con el consumo tradicional de la planta, la cantidad de cocaína presente en ellas y su lento metabolismo al ser tomadas de esta manera las convierten en sustancias tan inocuas como cualquier otro estimulante legal. Como dejó escrito el médico y alquimista suizo Paracelso «solamente la dosis hace al veneno». Por ello, habría que esperar al consumo de cocaína pura para ver los primeros casos de adicción, lo que en cualquier caso se produjo por la misma época.

En 1884, un joven médico austriaco que con el tiempo ganaría renombre mundial publicó una monografía sobre los usos terapéuticos de la cocaína. Este alcaloide, aislado por primera vez veinticinco años antes, llevaba dos décadas siendo comercializado por la compañía farmacéutica Merck sin excesivo éxito. Pero un aún inexperto Sigmund Freud había empezado a experimentar en propia persona con su uso y estaba encantado de lo que veía. A su novia Martha le escribía cartas procaces en las que bromeaba «y verás quién es más fuerte, si una dulce niñita que no come lo suficiente o un viejo alborotado con cocaína en el cuerpo». Y en su consulta la prescribía para diversos tratamientos, que incluían las curas de desintoxicación de alcohol y morfina. También la recomendó a colegas amigos y uno de ellos, Carl Koller, dio con su verdadera utilidad médica.

Publicidad de productos con cocaína. En la imagen de Mariani puede verse al papa León XIII. Imagen: DP.

Publicidad de productos con cocaína. En la imagen de Mariani Wine vemos al papa León XIII. Imagen: DP.

La cocaína revolucionó la cirugía ocular, prácticamente inviable hasta aquel entonces por falta de anestésicos locales. Este alcaloide fue el primer compuesto que demostró su eficacia para tal fin, lo que le catapultó definitivamente a la fama. En medio de una euforia exagerada, se recetó con alegría y comenzaron a observarse los primeros casos de dependencia, muchos de ellos agravados por el uso de otro adelanto de finales del siglo XIX, la jeringuilla hipodérmica. El poder de adicción de la cocaína depende principalmente de dos factores, la dosis y la manera en que se suministra. Y si al ser tomada oralmente parte de ella se metaboliza en el hígado, cuando es inyectada produce un efecto rápido e intenso que genera una gran dependencia en el consumidor. Sorprendentemente, nadie reparó en este problema durante una buena temporada y por unos años casi tuvo consideración de fármaco milagroso, lo que disparó su demanda. Merck pasó de vender menos de un kilogramo de cocaína en 1883 a tonelada y media en 1884 y setenta y dos toneladas en 1886. Y esto solamente en los albores de lo que estaba por llegar.

Durante las primeras décadas del siglo XX, la elaboración de cocaína se convirtió en uno de los negocios más lucrativos de la industria farmacéutica. La pionera Merck dio el pistoletazo de salida en Europa y su rival Parke-Davis le tomó el testigo en los Estados Unidos. Ambas contaron con factorías en Perú que procesaban la hoja de coca para aislar la llamada pasta base que luego enviaban a sus fábricas centrales, donde se obtenía el alcaloide refinado. Pronto se les sumarían otras compañías y, como en los Andes no había sitio para todas, el cultivo de la coca se extendió a otras zonas. No fue este un salto problemático porque en aquel momento la mayoría del mundo estaba en manos europeas. Cada cual utilizó sus dominios, los holandeses establecieron plantaciones en la isla de Java, los británicos en Nigeria y la actual Sri Lanka y los japoneses, potencia colonial del extremo oriente, en Taiwán e Iwo Jima. A todos les fue bastante bien pero la coca de Java sobresalió particularmente. Los holandeses acertaron a sembrar una variedad que contenía en sus hojas una cantidad particularmente alta de cocaína, hasta un 2%, más del doble de lo habitual, y llegó un momento en que la producción proveniente de Asia dominó el mercado, en un auge desmedido que concluiría en un final igual de abrupto.

Una vez pasado el entusiasmo inicial, el potencial adictivo de la cocaína se fue haciendo evidente y la comunidad médica acabó renegando de su criatura. Su uso quedó restringido al de anestésico local e incluso en este campo terminaría siendo superado por otros fármacos más eficientes. Aunque sería otro factor el principal causante del rápido declive. La condena definitiva vino de la mano de los movimientos por la templanza que proliferaron en Estados Unidos y otros países de mayoría protestante. Alcohol, cocaína, heroína y marihuana quedaron asociados a violencia doméstica, delincuencia, corrupción y otros males colectivos y se extendió la idea de que solamente su prohibición frenaría estas calamidades. La ley seca estadounidense pondría en evidencia la ingenuidad de esta teoría pero al revocarse solo se redimió al alcohol, que además de una mayor aceptación social contaba con una fuerte industria local detrás.

Conforme avanzó el siglo XX, la influencia de Estados Unidos fue creciendo en el resto del mundo y con ella su visión sobre la necesidad de ilegalizar las drogas, pese a que nunca quedó del todo claro hasta dónde llega este término. Los países productores se resistieron en mayor o menor medida pero, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial y con el liderazgo estadounidense definitivamente implantado, este planteamiento terminó por imponerse. Las plantaciones de coca fueron arrancadas en todos los países donde se había introducido y su cultivo volvió a quedar restringido al área donde tradicionalmente se ha consumido su hoja. También este hábito quedaría en entredicho y empezaron las presiones para que una costumbre íntimamente ligada a la vida en la cordillera andina fuese abandonada.

La ratificación de esta tendencia tendría lugar en la ya mencionada Convención Única sobre estupefacientes, donde los estatus de cocaína y hoja de coca quedaron injustamente equiparados. Como para entonces el Vin Mariani no era más que un lejano recuerdo y Coca-Cola mantenía su fórmula en secreto, nadie sacó la cara por la planta andina. Así seguimos, en una desigual pugna entre la reivindicación de los usos tradicionales de la hoja de coca, avalados por estudios que muestran su estimable valor nutricional, y la desconfianza que despierta internacionalmente por su vinculación al narcotráfico. Y aquí, llegados a este punto, topamos con la verdadera tragedia de esta historia.

Cuando en 1961 se firmó la Convención Única, el tráfico de cocaína no suponía ningún peligro real. Sus rutas comerciales habían quedado cortadas durante la Segunda Guerra Mundial y su consumo no pasaba de ser una curiosidad entre ciertas élites. Todo cambió a principios de la década siguiente, sin embargo. La presión ejercida sobre las sustancias ilegales más consumidas en ese momento, heroína, speed y marihuana, condujo a un paulatino cambio de hábitos en favor de la cocaína, que además se consideraba una droga blanda y con cierto glamour. Y siempre que nace una nueva demanda hay alguien interesado en cubrirla, por lo que este alcaloide comenzó una nueva vida, esta vez como rey del narcotráfico internacional.

Hoy se estima que unos veinte millones de personas consumen cocaína en el mundo, un mercado colosal que mueve alrededor de sesenta y seis mil millones de euros al año. ¿De qué manera? Pongamos un ejemplo. Un productor, posiblemente colombiano, vende un kilogramo de cocaína pura. Recibirá setecientos dólares. Cuando el paquete atraviese Panamá costará dos mil quinientos. Serán quince mil en la parte mexicana de la frontera con los Estados Unidos y cinco mil más al otro lado de Río Grande. En su destino, pongamos por ejemplo Nueva York, habrá alcanzado un valor de treinta mil. Y el verdadero negocio comienza ahí. Ese kilogramo de cocaína pura será cortado para obtener cuatro veces más producto de mercado, que una vez vendido en pequeñas dosis habrá reportado ciento veinte mil dólares.

El tráfico de cocaína, combinado con el del resto de drogas ilegales, supone un negocio superlativo. Tanto, que no es de extrañar que a su alrededor se haya creado una monstruosa estructura que, como la hidra, regenera cada cabeza que se le corta. Y, sin embargo, la comunidad internacional se ha propuesto decapitarla, en un esfuerzo que se ha demostrado tan hercúleo como vano. Durante décadas, la llamada guerra contra las drogas se ha centrado exclusivamente en perseguir la oferta, sin tener en cuenta la enorme demanda que la mueve. El objetivo puede ser loable: que la menor cantidad de droga llegue a las calles para que quede fuera del alcance de los consumidores, bien por la propia escasez, bien por el encarecimiento que esta causaría. Pero para lograrlo se ha criminalizado a campesinos y drogadictos, se han gastado miles de millones de dólares en planes de represión que no resultan y, como perversa consecuencia, se ha puesto en manos criminales una formidable fábrica de dinero capaz de corromper, y bañar en sangre, todo lo que toca.

Es hora de admitir que esta táctica no funciona. En lo que refiere a los consumidores, la cocaína sigue fiel a su cita con quien la busque. A pesar de todos los esfuerzos, la producción se mantiene en cerca de mil toneladas anuales, lo que garantiza su presencia en las calles a precios accesibles, por no hablar de sus sucedáneos baratos y especialmente dañinos crack y paco. Y si miramos a los países que forman parte de las rutas del narcotráfico, la situación se vuelve sangrante. Por dar un solo dato, entre 2007 y 2012 se produjeron en México setenta mil asesinatos vinculados a esta actividad. Durante la primera parte del siglo XX el comercio de la cocaína fue un negocio legal que transcurrió sin causar miles de muertes violencias. Naturalmente existió un problema de adicción en muchos consumidores pero esta cuestión no ha mejorado con la ilegalización, de hecho, en cifras, ha empeorado. ¿No nos estaremos equivocando?

La Guardia Costera de Estado Unidos incauta un cargamente de coca. Foto: Official US Navy Page / Lt. Cmdr. Corey Barker (CC)

La Guardia Costera de Estado Unidos incauta un cargamente de coca. Foto: Official US Navy Page / Lt. Cmdr. Corey Barker (CC)

Bibliografía

-«A Brief History of Cocaine», Steven B. Karch, CRC Press, 2º Ed., 2005.

-«High Society: Mind-Altering Drugs in History and Culture», Mike Jay, Thames & Hudson, 2010.

-«El río», Wade Davis, Editorial Pre-Textos, 2004.

Los mitos de la coca», Drogas y Conflicto Nr. 17, Junio de 2009, Transnational Institute (TNI).

«Regulando las Guerras Contra las Drogas», LSE IDEAS Special Report SR014, Octubre de 2012.

The global cocaine market», United Nation Office on Drugs and Crime (UNODC), 2010.

World Drug Report 2014», United Nation Office on Drugs and Crime (UNODC), 2014.

La cocaína: producción y precio«, Rubén Aguilar Valenzuela, El Economista, 6 Noviembre de 2013.