Marchábamos, junto a miles de cordobeses, en la manifestación contra Monsanto y por la emergencia socio ambiental, cuando unas pequeñas pancartas concitaron nuestra atención. “Monsanto, ite yendo” decían los grabados, acompañados gráficamente por una mazorca de maíz transgénico montada sobre ruedas. En otras placas similares, el habitualmente llamado “choclo”, estaba embutido en un cañón de circo, que simbolizaba su inminente expulsión a gran distancia.

El deleite nos invadió pensando en esa veta humorística tan característica de la gente del lugar. La gente, en su gran mayoría jóvenes, instaban así a la multinacional, a través de la popular expresión, a “irse yendo”. A despedirse del intento de instalar una mega planta de acondicionamiento tecnológico de semillas de maíz en la localidad cercana de Malvinas Argentinas, colindante con la capital provincial. Preanunciaban además, con un gesto de confiada autoestima, su soñada victoria contra un emprendimiento perjudicial para la salud de los pobladores y de severo y duradero impacto ambiental.

La misma confianza ponían de manifiesto los voceros del acampe que, en perfecta muestra de resistencia no violenta, llevan adelante desde hace un tiempo vecinos y otros activos defensores medioambientales agrupados en la Asamblea “Malvinas lucha por la vida”. Su reclamo, dirigido a la política y la sociedad, apunta a lograr se convoque una consulta popular vinculante, donde la gente misma (en principio los habitantes de la localidad implicada) dirima sobre la cuestión.

La empresa, amparada por la política y la justicia (que a su vez se amparan entre sí), se niega a ello y dice que la sociedad está “desinformada” o “mal informada”. Posiblemente tengan razón, si es que uno repara en las millonarias inversiones publicitarias que realizan para convencer de su actitud altruista respecto al género humano. Esas campañas también cumplen con el objetivo de corromper toda opinión desinteresada por parte de los medios de difusión masivos. Es sabido que nadie muerde la mano que le da de comer.

En un momento de la Marcha, un grupo de unos 20 grafiteros comenzó a pintar sus habituales consignas con aerosol, acompañados de unas muchachas que – al mejor estilo “Femen” – mostraban sus desnudos torsos en el frontis de una vieja iglesia jesuítica, en protesta contra la legislación medieval que aún opera en el cuerpo jurídico de este país.

Desde los parlantes, una de las figuras emblemáticas del acampe, Sofía Gatica, perteneciente a las “Madres de Barrio Ituzaingó”, pedía a los amigos no dañar los frentes de los negocios particulares. Esta breve indicación era simbólicamente congruente con lo enunciado por la Marcha, en relación a que el daño medioambiental relacionado con la avaricia del agro negocio y el capital, es perjudicial para la gente. O como bien lo expresaba otra bandera: “El Derecho a vivir en un ambiente saludable es un Derecho Humano.”

La actitud moral y la delicadeza, empero, no forman parte de los manuales de conducta de Monsanto. La semana anterior, un grupo de patoteros – comandados por el secretario adjunto local del sindicato de la construcción UOCRA – fue enviado a golpear a los acampados frente al portón de las instalaciones, a fin de abrir paso a camiones que transportaban insumos de construcción para la planta. Investigaciones posteriores, dieron cuenta de que cada uno delos agresores había recibido unos 250 pesos (equivalente a un jornal diario de un obrero de la construcción) para “darle palos a unos hippies” – según trascendió.

La exhortación realizada resultó innecesaria, pero tenía un claro contexto. Desde la mañana del mismo día, la policía provincial se había recluido en sus cuarteles, como medida de presión por una serie de reclamos salariales y sectoriales. La huelga había sido decidida luego de varios meses de reclamos desoídos por el poder político y la cúpula policial (que – como ya señalamos antes – también se amparan entre sí). Y esto a su vez, también tiene un contexto estructural y dinámico. El encuadre inmediato está dictado por el irracional aumento de efectivos que se ha producido en la provincia de Córdoba. Entre 2001 y 2011 el aumento ha sido del 66%, totalizando la fuerza actualmente unos veinte mil policías, uno cada 165 habitantes aproximadamente. El incremento de este sector es ya en sí mismo muestra suficiente del fracaso de un modelo social que no logra contener el crecimiento de la inseguridad ciudadana y la delincuencia. Delincuencia que, por otro lado, está en la base del mismo sistema, ya que todo se trata de la apropiación. Pero a su vez, el aumento de la cantidad de uniformados, sumado a su enraizada tradición corporativa, otorga significativa potencia a este colectivo para hacer valer demandas sectoriales. Al mismo tiempo, la ampliación de esa dotación implica una fuerte erogación para los presupuestos públicos, lo cual agrega presión al asunto.

Pero el conflicto no es sólo de salarios. Hay que sumar que pesa sobre la policía provincial un elevado desprestigio por casos de corrupción ligados al ámbito del juego, de la prostitución y el narcotráfico, hechos que han llevado al gobierno, en una medida publicitaria y en absoluto estructural, al recambio de sus jefes, tanto en la fuerza como en el ministerio de seguridad provincial.

La policía, además, es muy mal vista por vastos sectores sociales por la manifiesta agresión hacia los jóvenes, respaldada por un Código de Faltas provincial que admite como motivo de posible detención la figura del “merodeo”. En su repudio, hace poco más de una semana se realizó en Córdoba la tradicional “marcha de la Gorra”, que alude al distintivo atuendo que la mayoría de los jóvenes de bajos recursos usa y cuya estética es fuente de sospecha para los agentes policiales.

Paradójico – o no tanto – es constatar que la inmensa mayoría de los uniformados procede también de las barriadas bajas, y su mejorada formación escolar no alcanza para ocultar que se trata – al igual de lo que sucede en los ejércitos – de personas que no han encontrado una mejor inclusión social que la de controlar y reprimir a sus congéneres.

De este modo, la devaluación de ingresos (gran parte de los cuales son “en negro” – no declarados fiscalmente – increíble pero cierto desde una supuesta legalidad institucional), el peso de recientes y riesgosas tareas y el resquemor social que por su propio accionar enfrentan, explican los móviles que encendieron la mecha del conflicto.

Lo que finalmente ocurrió, entre esa noche y madrugada, era previsible. Córdoba tuvo su día de furia. Primero fue el turno de las grandes superficies comerciales. Una indivisible mezcla de pueblada social, delincuencia organizada y oportunistas se abalanzó sobre supermercados, cadenas de electrodomésticos y concesionarias de motos, acarreando la mayor cantidad de mercadería posible.

Las escenas se multiplicaron por toda la ciudad y les llegó el turno a muchos pequeños comerciantes o licenciatarios. La consigna no era “sálvese quien pueda” sino “llévese cuanto pueda”. Una atemorizada clase media, objetivamente más cercana al desposeído pero subjetivamente ligada a las consignas del statu quo económico, señalaba ante cámaras “que no se trataba de hambre, sino de robo de zapatillas de marca, aparatos electrónicos, celulares, etc.”. Es decir, ponían de manifiesto que el consumo del pueblo (en el que finalmente culmina el circuito de reventa de lo delictual) se ha sofisticado y ya no se trata sólo de harina o fideos para sobrevivir.

Y pregunto: ¿Qué se puede esperar de un sistema que se apoya en el consumo desenfrenado, que difunde falsas ilusiones de felicidad en base a la multiplicación posesiva de objetos? La publicidad alimenta no sólo las arcas de los medios de difusión, sino también la imaginación de aquel que, con total justicia, anhela las mismas oportunidades que otro que nació en circunstancias diferentes. De allí la afición de los desclasados de todo el mundo por las marcas. Usar el mismo calzado, la misma indumentaria que un rico, te da, al menos en el espejo y frente a los cercanos, al menos por un cortísimo instante, la ilusión de estar en la cúspide de la escala social.

El que siembra vientos, recoge tempestades.

Y respondo: El saqueo, el robo, el delito, la inseguridad no se resuelven con más policías. Tampoco con un bolsón de comida o un subsidio ínfimo. Se soluciona con un cambio mental, educacional y social, que permita a todos vivir bien, sin que la posesión sea el sentido de la vida.

Por último, la irresponsabilidad política. La suerte (no la fortuna) parece habérsele terminado al gobernador de la provincia, acérrimo defensor “De la soja”, del agro negocio concentrado, de los grandes negociados y del poder. Con su suerte se han esfumado sus más remotos sueños presidenciables y acaso mucho más. Ya corren en las redes sociales las demandas por su renuncia. ¡Qué menos que dar a la gente ese pequeño gran gusto, ojalá en un helicóptero que salga desde la terraza del extraño panal que poco visita pero que es la sede del gobierno provincial! Sin embargo, nada de fondo cambia por cambiar un rostro.

Así como ya no hay elecciones sino imposición mediática de personajes a sueldo, así como no hay ya democracia sino fraude pagado por el mundo de los negocios, tampoco hay ya separación de poderes. La policía es protegida por la política y protege a sus protectores, la justicia ampara a la política, que a su vez se cobija en los medios que, a su vez, se amparan en la justicia. Nada es como parece y mucho menos como debería ser.

Así que, como decía Silo ya en 1999, es imprescindible que la población haga un ejercicio de “higiene política”, de limpieza, de purificación social, dejando de apoyar a estos bandos que aparentan servir al conjunto, pero que están sólo preocupados por el pecunio propio. Dejando de apoyar un sistema caduco. Dejando de ser sometidos por la creencia de que el ser humano es un ser terminado e incapaz de transformaciones de calidad sustanciales.

El que siembra vientos, recoge tempestades. Ite yando, Monsanto, ite yendo, De la Sota, ite yendo, sistema. Vamos a sembrar algo nuevo.