Cuando Thomas Hobbes lanzó su célebre proclama -el hombre es un lobo para el hombre- asumía que el ser humano “en estado natural” era poco menos que un salvaje, un individuo incontrolable que respondía a sus instintos por encima de todo, condiciones que convertían la convivencia social en un proyecto inviable, como lo demostraba la sucesión de reyertas en que había consistido la historia humana hasta ese momento. Entonces concibió su Leviatán.

Se trataba de alcanzar un gran acuerdo social para traspasar a una entidad superior toda la fuerza de la sociedad, sacrificando la libertad individual en beneficio del orden colectivo. Eso era el Estado: una estructura concentradora del poder para disciplinar a las sociedades ariscas, incapaces de convivir en armonía. Para contrarrestar la irracionalidad dominante, se creaba una elite que encarnaba esa racionalidad ausente, cuya misión era velar por el bien común y construir acuerdos que permitieran avanzar. Surgieron entonces los políticos profesionales, quienes tienen (hasta hoy) la misión de administrar el poder del Estado, asegurar la gobernabilidad y ejecutar los proyectos públicos, sostenidos por un ejército de burócratas.

Se desconoce la razón exacta por la cual el filósofo inglés identificó su creación con aquel monstruo mítico, representación de la fuerza ciega de las profundidades y que está presente en los mitos-raíces de casi todas las culturas. Tal vez con esa imagen pretendía dar cuenta de un poder sin rostro (o compuesto por infinitos rostros, como lo expresa la figura que ilustra la primera edición del libro). O bien, ya intuía los efectos perversos derivados del absolutismo subyacente en su concepción. Lo cierto es que la sucesión de monstruosidades que “florecieron” amparadas por el Estado de ahí en adelante, desde Luis XIV a Stalin, desde Hitler a Pinochet, desde Ceausescu a Videla, ha terminado por dar la razón a los anarquistas, quienes advirtieron tempranamente de estos peligros aunque solo unos pocos estuvieron dispuestos a escucharlos.

En la vereda de enfrente (para ser exactos, en la ribera de enfrente…), los fisiócratas postularon la noción de que una supuesta ley natural regularía la convivencia social sin necesidad de ninguna autoridad superior que la impusiera, principio que ha servido como sustento ideológico para el liberalismo y el neoliberalismo, desde entonces hasta nuestros días. La racionalidad se asienta ahora en los intercambios individuales, preservando la libertad por encima de todo (el ya célebre “laissez faire”), con la convicción de que aquel “orden natural” subyacente terminaría ordenando el aparente caos y estableciendo los equilibrios necesarios para asegurar una perfecta armonía colectiva. De la concepción centralizada del Leviatán, se pasaba a afirmar la existencia de una suerte de inteligencia infusa -como en la naturaleza- operando al interior del sistema.

Pero lo que no supieron anticipar estos optimistas fue el inexorable proceso de concentración del capital, que terminaría configurando un monstruoso supra-estado global como el que hoy conocemos, radicado en las llamadas “instituciones de Bretton Woods”, el FMI y el Banco Mundial. Cual si fuera un nuevo Golem, el capital financiero echó a andar por su cuenta imponiendo este orden mundial inhumano que nos rige actualmente, al interior del cual la libertad se ha banalizado por completo al quedar restringida a decisiones menores o secundarias, puesto que el carácter “natural” atribuido al sistema en su conjunto lo convierte en intocable.

Así, en los últimos siglos la humanidad ha oscilado entre una monstruosidad y otra, para terminar atrapada en las siniestras redes de un minúsculo grupo de especuladores con un poder inmenso. Miserables reyes Midas invertidos, que destruyen la riqueza en vez de crearla mientras se pasean por el mundo extorsionando o comprando a los gobiernos, los cuales ya no responden al clamor desesperado de sus pueblos sino que a malditas abstracciones: para la gente, restas y divisiones; para ellos, multiplicaciones y sumas. A la luz de estas constataciones, se tiene la nítida impresión de que sería necesaria una teratología más que una economía para descifrar la realidad social.

El asunto es que se han aplicado dos sistemas aparentemente opuestos que terminaron obteniendo -¡oh sorpresa!- resultados similares, desde el punto de vista de la libertad. Y aquí estamos… todavía, preguntándonos cuál es entonces el camino a seguir. Lo cierto es que ni lo centralizado ni lo infuso han logrado resolver el problema, ahora seguramente agudizado por el crecimiento explosivo de la población durante el último siglo. Todo se concentra. Los conjuntos humanos se apiñan en centros urbanos al borde del colapso. El dinero se acumula en unos pocos bancos, cuyos lujosos edificios resplandecen mientras lo demás decae a su alrededor. Todo se ha vuelto centrípeto, como si existiera un enorme agujero negro en algún punto del planeta (o al interior de cada uno de nosotros) cuya fuerza de atracción fuese irresistible. Todo se concentra, pero esa tendencia contiene ya en su génesis el germen de la desmesura.

Dada la actual situación de urgencia, sería hora de volver a tomar en serio las viejas propuestas del anarquismo, las mismas que el Humanismo Universalista hizo suyas desde su nacimiento: desconcentración del poder y democracia real; descentralización y federalismo; cooperativismo; multiplicidad de respuestas en todos los campos, desde una base social activa y organizada. En este nuevo contexto social, el Estado debiera reformularse para ejercer un rol muy distinto al que ha jugado históricamente: su función será la de establecer una coordinación eficiente entre las diversas variantes que vayan surgiendo, para hacerlas converger hacia un objetivo común. Los proyectos hegemónicos, cualquiera sea su signo, ya no son viables (si es que alguna vez lo fueron) y el asunto político más importante para el futuro no será la acumulación del poder sino que, por el contrario, el crear los medios efectivos y confiables para transferirlo hacia el todo social.

Soltar más que retener, abrir más que cerrar, diversificar más que uniformar, compartir más que acaparar, colaborar más que competir: estos serán los códigos de convivencia característicos de una sociedad a escala humana, y el hecho de adoptarlos significará que hemos sabido superar la mentalidad posesiva que nos ha acompañado desde nuestra lejana prehistoria. Solo entonces podremos acercarnos a una auténtica libertad y los monstruos, al igual que los dinosaurios, ya se habrán extinguido.