La guerra es impresentable. Es inmoral e injustificable. Por eso es que aquellos que
la promueven se preocupan de las argumentaciones – en realidad apenas argucias –
que pretenden fundamentarlas. Por eso es que aún cuando creen en lo decisivo de la
fuerza impune que exhiben, quieren conservar su imagen pública de bienhechores. Por
eso es que nadie presenta las imágenes reales de lo que en una guerra sucede, sino que
produce, antes, durante y después de la destrucción, ficciones elaboradas que permitan
presentar positivamente el crimen perpetrado.

Es un hecho ampliamente conocido que el aparato de propaganda norteamericano es
un especialista en este sentido. Y está claro que el desarrollo de esta especialidad tiene
directa relación con su rol de principal promotor de conflictos armados a nivel mundial.

Invirtiendo los términos de aquella mística oriental que buscaba superar la “realidad
ilusoria” avanzando hacia visiones trascendentes a las limitaciones de los sentidos,
la estrategia de dominación occidental ha creado el “ilusionismo realista”, donde la
proyección de intereses particulares – limitados en su moral pero ilimitados en su
avaricia – estructura una ilusión colectiva basada en algunos pocos datos de “realidad”
cuidadosamente seleccionados.

Este escamoteo guarda un claro parentesco con los prestidigitadores profesionales,
cuyas inocentes actividades arrancan aplausos pero también con los embusteros de baja
calaña, cuyos engaños movilizan la ira de sus víctimas.

El objetivo del ilusionismo realista utilizado por la ingeniería de guerra no apunta tanto
a lograr apoyos externos (que habitualmente son logrados bajo extorsión) y aunque sí
pretende “cuidar la imagen”, representa un misil teledirigido a dos blancos precisos.
El primero de ellos es el “público propio”, que más que ciudadano es denominado en
esas ocasiones y con curiosa franqueza, “taxpayer”, es decir, pagador de impuestos
o principal financista del aparato bélico. La paradoja es interesante: es necesario
disciplinar al pueblo para que otorgue su consentimiento. Y para acallar toda traición
desviatoria del “destino manifiesto” de la potencia del norte.

Y “acallar” el rugido de la conciencia herida, es la segunda misión de esta alucinación
provocada. Es la anestesia interior previa a una operación dolorosa e indebida, es
aquello que, si bien provisoriamente justifica la acción cobarde, tarde o temprano
conducirá al arrepentimiento sobre el daño infligido.

Es de público conocimiento quiénes son los que se encuentran en el campo oponente, ya
que una parte central de la estrategia es explicitar sus nombres y demoníacas cualidades.
Pero al tiempo que las primeras planas despliegan arsenales argumentativos contra el
enemigo de coyuntura, los planificadores van preparando su próxima jugada.

Develaremos aquí para nuestros lectores cuál es el próximo truco del ilusionismo
realista. Un truco que intentará continuar dando trabajo a la desproporcionada milicia
de un número cercano a los cuatrocientos mil mercenarios desclasados que de ninguna
manera pueden volver a casa, so pena de incrementar aún más la tasa criminal. Un

truco que apuntará a posicionar puestos de control de aprovisionamiento y vigilancia,
siguiendo la misma política fortinera de la conquista del lejano oeste. Un truco que, con
elegancia ideológica, acaso logre hacer pie en sensibilidades racistas aún existentes.

El truco se llama “los estados fallidos”.

En un documento del instituto de pensamiento estratégico Brookings de Agosto
2006, Susan Rice, actual embajadora de EEUU en la ONU y candidata principal a ser
secretaria de Estado de la segunda administración de Obama, nos explica que: “los
estados débiles son estados pobres a los que les falta la capacidad de cubrir funciones
esenciales de gobierno, sobre todo 1) resguardar a su población de conflictos violentos;
2) lograr cubrir de manera competente las necesidades humanas básicas de sus
habitantes (alimentación, salud, educación) y 3) gobernar con legitimidad con la
aceptación de la mayoría de su población.”

Más adelante, la funcionaria, que por entonces dirigió junto a Stewart Patrick un
proyecto llamado “Matriz de amenaza de estados débiles”, indica claramente las
relaciones entre pobreza y debilidad estatal con riesgos de seguridad implicados, que
van desde la posibilidad de desatar epidemias, constituir espacios de tránsito franco
para ilícitos varios o ser lugares óptimos para que arraigue el terrorismo. En ese
mismo “paper”, Rice lista al menos cincuenta y dos estados que, según ella, entran en
esa categoría.

Otra vez arroz, se encuentra uno tentado a decir, recordando con cierta ironía la
homonimia de esta integrante del riñón obamista (proveniente ya de la administración
clintoniana) con la que fuera secretaria de Estado de G. W. Bush, mujer morena que
demostró que color y género no generan automáticamente posturas humanistas.

Está claro como esta “fragilidad” democrática, que se coloca como argumento central,
nos recuerda a aquella proclama, tan usada por el imperialismo durante siglos, acerca
de la necesidad de civilizar o evangelizar al mundo salvaje o impío. El engaño queda
expuesto si observamos a las “fuertes democracias” occidentales que pregonan las
debilidades ajenas. En USA, por ejemplo, el sistema de decisiones políticas funciona
a través de la corrupción del cabildeo de las multinacionales. El pueblo, sin embargo,
evidencia un alto nivel cívico al retacear masivamente su participación electoral y no
convalidar esa opereta. Tampoco está claro, dadas las circunstancias de conocimiento
público, que los EEUU sean capaces, como indica Rice en relación a los “estados
pobres”, de “resguardar a su población de conflictos violentos, cubrir las necesidades
básicas de sus habitantes” o por lo antedicho, de “gobernar con la aceptación de la
mayoría de su población.”

¡Y qué decir de los socios europeos, donde varios banqueros han tomado funciones
ejecutivas sin legitimidad electoral para salvaguardar los intereses de sus patrones!
¿Dónde ha quedado el decoro, dónde las cuidadas formas del viejo mundo? Acaso
deban sonrojarse, si es que de dar sermones sobre calidad institucional y democracia se
trate.

El punto es que, más allá del falaz y frágil relato argumental, el truco del “estado
fallido”, proporciona un interesante horizonte al incursionismo voraz y bélico.

Hay tres elementos que proporcionarán asiento y cierto grado de realismo a la parodia.

El primero es que, sin duda alguna, hay una buena cantidad de estados que surgieron
como tales con fronteras forzadas y, lejos de haber reconciliado diferencias étnicas o
religiosas, han servido de botín en pugna para facciones enfrentadas. Al mismo tiempo,
esta “innaturalidad estatal” generada por el mismo poder imperial, ha servido de fuente
de ganancias a las corporaciones occidentales de armamento que proporcionan las
herramientas para el genocidio mutuo.

El segundo elemento objetivo que actuará de apoyo a la tesis de los “estados fallidos”
es la evidente tendencia a la desestructración que muestra hoy el Estado en todos los
puntos del globo, ya sea subsumiéndose en entidades regionales o siendo atacado por
corrientes secesionistas al interior del mismo. Este hecho no es un “fallo”, como lo
publicitarán los estrategas, sino la interesante evolución de aquella institucionalidad
política que actuó revolucionariamente en el siglo XVIII y que hoy, desgastada, necesita
reemplazo en un proceso mundializador.

Por último y como tercer elemento de la “realidad” para organizar la ilusión, será el de
generar “estados fallidos” allí donde no los hay, explotando alguna “fractura” (como
la llaman los geopolíticos conservadores). El reciente caso de Libia, donde se utilizó
la composición tribal y la tensión entre zonas distanciadas del mismo país o el actual
caso de Siria, donde se exacerba el conflicto entre matices religiosos, son ejemplos
claros de la misma intención. Intención que ya ha sido vista muchas veces, dividiendo,
compartimentando, apoyándose en las diferencias para generar guerras civiles,
mostrando posteriormente a los Estados que padecen tales maniobras como “incapaces
de mantener el orden público y de garantizar la seguridad de sus habitantes”.

Es necesario entorpecer la labor ilusionista, pero no bastará con develar los hilos
superficiales de su accionar. Para construir la paz, para construir el tejido de nuevas
relaciones internacionales que aseguren el bienestar, será necesario evitar los riesgos
que dan origen a la violencia y asumir posturas decididas en el armado de un nuevo
sistema de creencias, que, a su vez, sean el preludio de realidades observables.

Los riesgos están en el temor y en el odio, y los responsables los que alimentan ese
temor y ese resentimiento. Es imprescindible poner al Ser Humano como centro de una
revolucionaria teoría política de las relaciones internacionales. Un Ser Humano que
va abandonando el determinismo zoológico o biológico a través del cual muchos lo
siguen interpretando, para convertirse en un ser libertario y dinámico, capaz de construir
realidades desde su intención. Un Ser que puede elegir ser fraterno y armónico, que
puede optar por la compasión, individual y socialmente, punto de partida para la
construcción de una Nación Humana Universal.