Había llegado aquel domingo veintitrés de Septiembre.

Una celebración estaba prevista en un valle desconocido para la gran mayoría de
los habitantes de este planeta. El nombre, Paravachasca, hacía referencia a culturas
anteriores que habían dejado sus huellas en ese lugar. Allí se fundaría un nuevo Parque
de Estudio y Reflexión, un espacio de irradiación de lo Sagrado.

Los visitantes llegaron al soleado predio y de inmediato comenzaría a fluir el afecto.
Los constructores, felices de saberse parte de un proyecto sabio – creado e impulsado
por Mario Rodriguez Cobos, Silo – que había llevado a que miles de personas de
distintas latitudes y culturas levantaran más de 50 Parques en los rincones más distantes
del mundo, compartían en íntima complicidad con los nuevos y viejos amigos.

Mientras se recorría la mítica estética del Parque, se comentaban risueñamente las
pequeñas anécdotas anidadas en los distintos objetos construidos, soporte físico de la
milenaria visión sobre el nuevo Ser Humano que allí nacía.

El portal, cuya madera y metal llevaban impresos la invitación a entrar en una
dimensión distinta, reflexiva, compasiva y creadora, servía de acceso a la multitud que
había llegado para compartir el evento.

El monolito de acero, señalaba hacia los cielos la dirección de ascenso, mostrando el
orgullo de una fecha fundacional que aspiraba ubicarse en una temporalidad sin tiempo.

Una maciza fuente, labrada en varias madrugadas de arte e inspiración, refrescaba con
sus aguas límpidas a los peregrinos que hasta ella llegaban, recordando la permanente y
plena renovación de la vida.

El centro de trabajo ofrecía alojamiento para las esperanzas de comprensión de las miles
de personas que allí llegarían para instruirse e inspirarse en contacto con la profundidad
de sí mismos.

Todo transcurrió con cuidado y unción. Las palabras de bienvenida de los distintos
oradores, integrados en el conjunto que había dado nacimiento a este Parque, fueron
sentidas y multiplicadas por la atenta y conectada emoción de quienes allí nos
encontrábamos. La intención de lo común se hacía presente, sellando el instante y el
futuro.

De pronto los rayos de luz del mediodía nos transportaron hacia un paraje en otro
espacio, donde nos encontramos escuchando la sabiduría del Maestro Silo, su enseñanza
de bondad y reconciliación. El bienestar era tangible y así fue transmitido a seres
queridos necesitados cerca y lejos, mediante una bella ceremonia. La poesía de aquel
estado cobró vida y acordes melodiosos de cuerdas y voces se deslizaron en el aire
primaveral.

Lentamente, fuimos llenando aquel círculo que indicaba el sitio donde se construiría
la Sala, aquel vacío espacio que sería llenado con las mejores aspiraciones humanas.
En el centro de la circunferencia, Ana Luisa depositaría en un cuenco cerámico una
pizca de cenizas del cuerpo en el que se había alojado la gran Alma de nuestro guía. La
Fundación estaba casi consumada. Faltaba sólo un breve oficio de cierre para entonces
dejar abierta, para todos, aquella gran puerta de la profunda renovación personal y
social.

Mucho más sucedió en aquel día, que para algunos será el recuerdo de aquellos dos
jóvenes que expresaron su amor y se casaron ante la alegría de quienes los rodeábamos.
Para otros, quedará en la memoria la enternecedora evocación de la ceremonia que
ofreció protección a los niños y recién nacidos. En la retina de otros, quedará aún
proyectada la película sobre aquella arenga en la que Silo, algo más de cuatro décadas
antes, había compartido la vía hacia la superación del sufrimiento y la violencia. O
acaso los reencuentros e intercambios vividos en el remontar de la tarde.

Seguramente en todos quedaría el agradecimiento por haber compartido lo mejor de
sí con otros. Aquel día domingo 23 de Septiembre de 2012, un día como
cualquiera, un día como ningún otro.