“Se preveía histórica y así fue. Una marea humana como nunca se había visto en Barcelona -se calcula que un río de 3 kilómetros de gente ocupó todo el Passeig de Gràcia y la Via Laietana- colapsó este Onze de Setembre las céntricas calles de la capital catalana con distintas reclamaciones catalanistas, aunque con una mayoría aplastante favorable a la independencia de Catalunya”,  La Vanguardia. Fuera de Cataluña los medios internacionales lo calificaron como “la marcha independentista más grande de la historia catalana.” BBC, por ejemplo.

Hoy 12 de septiembre, en la vida cotidiana la gente tenía una chispa de alegría y una actitud de complicidad con el otro, estaban contentos y aprovechaban la mínima oportunidad para hacer notar su catalanismo. La independencia suena a aire fresco, a dejar a atrás un viejo estado monárquico decadente, corrupto, anquilosado. El proceso iniciado no tiene precedentes en Europa. En el pasado, en tiempos de la dictadura franquista el movimiento independentista iba asociado al marxismo y a grupos armados como la organización Terra Lliure, que tras la transición democrática se disolvió. Pero lo de hoy es nuevo, sin climas pesados. El movimiento independentista lo promueve la Asamblea Nacional Catalana, compuesta por entidades sociales muy diversas extendiéndose por todas las clases sociales.

Convergencia i Unió (CIU), partido que ha gobernado Cataluña desde la constitución de las comunidades autónomas y que tras un relevo con el PSC, volvió a ser mayoritario en los últimos comicios, es de tradición conservadora y pragmática. Este giro hacia el independentismo total, es inédito en CIU; su papel siempre fue ambiguo en este sentido –amparado en la burguesía catalana cristiana– sorteando las presiones de un sentimiento nacionalista arraigado. Sin embargo ¿dónde ha ido a parar ahora el famoso y socorrido “seny” (cordura) de esta clase social?

Para entenderlo tengamos presente lo que planteaba Silo en 1993 en Cartas a Mis Amigos:
“Por una parte, asistimos a un proceso de regionalización económica y política; por otra, observamos la discordia creciente en el interior de países que marchan hacia esa regionalización. Es como si el Estado nacional, diseñado hace doscientos años, no aguantara ya los golpes que le propinan por arriba las fuerzas multinacionales y por abajo las fuerzas de la secesión. Cada vez más dependiente, cada vez más atado a la economía regional y cada vez más comprometido en la guerra comercial contra otras regiones, el Estado sufre una crisis sin precedentes en el control de la situación.”

En Cataluña, la monarquía española siempre fue vista como un horrendo recuerdo de la época franquista que tanto sufrimiento infligió a Cataluña y a otros lugares donde se intentó –y a veces logró– barrer con todo rastro de identidad histórica de los pueblos. Pero la monarquía no es sólo recuerdo; de hecho no es el resultado de ningún sufragio, sino una casta impuesta directamente por Franco, que tras su guerra golpista abolió La República. Estos se han mantenido en el tiempo a pesar de los retoques constitucionales y la democracia formal: en el poder bancario, eclesiástico o militar, manteniendo su poder oculto que hace que hoy en España gobierne un partido de tradición y linaje directamente Franquista.

Para aproximarnos a un mundo humanista, el independentismo catalán equilibrado y no violento es todo un ejemplo que puede resonar profundamente en toda Europa.  Los humanistas somos conscientes del acierto organizativo de la descentralización. Si no queremos amos; ni dirigentes ni jefes, ni nos sentimos representantes ni jefes de nadie. Si no queremos un Estado centralizado, ni un Paraestado que lo reemplace. Ni ejércitos policíacos, ni bandas armadas que los sustituyan, la Independencia, es un paso más avanzado en la historia.