Derechas, izquierdas. Tan acostumbrados estamos a ubicarnos en el mundo mediante
los sentidos que nos orientan en el espacio, que toda categoría espacial nos parece obvia
y verdadera. Así es que en política seguimos sin dudar aquella división que nos impuso
la tradición del parlamento inglés, en el cual los “progresistas” (aquellos que querían
algún cambio) ocupaban asientos a la izquierda del rey (en realidad muchas veces reina)
y sus contrincantes, los “reaccionarios” (término surgido de la reacción termidoriana
posterior a la caída de Robespierre en el transcurso de la Revolución Francesa)
o “conservadores” se sentaban no sólo a la derecha de la autoridad monárquica, sino en
franco enfrentamiento con sus rivales ideológicos.

Y acaso sea cierto que tales derechas e izquierdas existan. Pero no es en el espacio sino
en el tiempo. En todo caso, ha pasado algo inadvertido el hecho de que aquel que quiere
que “algo nuevo” a futuro ocurra, suele adherir a las posturas de cambio, en ocasiones
revolucionarias, en otras más reformistas y es visto como “alguien de izquierda”. Por
contraparte, aquél que se aferra al pasado, que con su nostalgia niega el aporte de las
nuevas generaciones, que afirma su posición a través de la imposición de sus paisajes
de infancia e adolescencia, apoya sin dudar aquello que habitualmente llamamos en
política “derecha”.

Y si uno atiende a lo que tal o cual dice, verá con claridad el color de aquello a lo que se
aspira o lo que se añora. Pero por supuesto, así como en el mundo de las cosas naturales
los colores puros son casi abstracciones, también en la cosa política los matices
de memoria que se infiltran en la imaginación, hacen que hasta los proyectos más
venturosos, las izquierdas más “izquierdosas” y las revoluciones de superior calidad,
contengan en sí mismas elementos de restauración.

Sobre todo, si no se tiene en cuenta esta geografía del tiempo, sin duda que aquel
progresista de un momento uno, será el conservador en un segundo momento. Esto
no sucede por aquella concepción cargada de naturalismo que asocia la vejez con la
inmovilidad y la juventud con la impaciencia, sino porque al no advertirse la infiltración
de la añoranza en la conciencia (tanto de propios como de ajenos) el pasado tiende
a teñir con su particularidad tonalidad el brillo de lo presente, dándole un acabado
diferente.

Y acaso podría ocurrir que por esta geografía del tiempo, derechas e izquierdas
políticas, terminaran convirtiéndose en aliados impensados, en razón de esa oculta
sensibilidad de época que los liga.

Y por lo mismo, acaso podría suceder que ocasionales aliados políticos terminaran
convirtiéndose en enemigos acérrimos, representando por fin aquello que en realidad

son: exponentes de tiempos distintos.

En Argentina un dirigente encumbrado de un sector del sindicalismo (aquel sector
que continúa la tradición corporativista de las antiguas “guildas” del medioevo)
ha convocado a un paro nacional y a una movilización de trabajadores hacia la
emblemática Plaza de Mayo, en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires, frente
a aquella casa de Gobierno que se pintó de rosado para simbolizar el acuerdo entre
blancos y colorados, en otra época también símbolo de izquierdas y derechas.

El paro no será tal, aunque ciertos medios tan corporativos como el sector sindical
mencionado harán lo posible por mostrar inactividad y por tanto, acatamiento de la
convocatoria y oposición al gobierno de turno.

La movilización será de varios miles y ocupará una buena parte de la plaza, en parte por
la coerción implícita en el sector sindical, en parte por la inversión monetaria con la que
se respaldará la misma, en menor parte por el descontento real y la argumentación con
la que se convoca a la medida. Hablando de medida, más allá de la cantidad “real” de
gente presente, por supuesto que la “medida” también será magnificada en su versión
televisiva y radial por los mismos motivos e intereses ya expuestos.

La misma lógica de la plaza llena o vacía nos retrotrae a aquellas épocas donde ciertos
líderes (reivindicados por ambas facciones en pugna, aunque con diverso matiz según
su género) “llenaban la plaza” y este lleno era en sí no sólo indicador de apoyo popular
sino también acerca del contenido de verdad de sus ideas.

También la “plaza” trae a muchos argentinos el recuerdo imborrable de aquel quiebre
entre facciones que precedió a la sangrienta noche de represión dictatorial. Las palabras
con las que por entonces el ya anciano general se criticó a las organizaciones juveniles
(situadas por su fervor revolucionario más allá de sus diferencias ideológicas severas a
la “izquierda”), nos habla a las claras de la geografía del tiempo actuante.

¿Qué dirían Demócrito o Leucipo de ello? Los campeones del atomismo de la
antigua Grecia (no una disciplina deportiva en las Olimpíadas sino una corriente de
pensamiento) enseñaban que en el Universo todo estaba simplemente compuesto de
pequeños elementos (los átomos) y que el resto era todo vacío.

Así las cosas, frente al “paro que no será tal”, frente a un “lleno producido para TV”
preferimos el vacío, al supuesto lleno de una plaza de Buenos Aires, un minúsculo
átomo sin importancia.

Y convocamos a ese vacío no sólo mañana, sino también a hacer el vacío a esa vieja
sensibilidad de un mundo muerto, esa que exacerba los bandos, que sólo busca el interés
personal o sectorial, que impone su posición con autoritarismo. Es lo viejo que se resiste
a desaparecer, por lo cual en realidad ya está condenado a eso. Por eso, convocar al
vacío de ese modo de ver el mundo y de hacer política, es simplemente preanunciar su
vacío real o sea su desaparición.

(*)