La acumulación de capital ha alcanzado niveles indigeribles. Dudamos de usar la
palabra *“impresionante”*, ya que las cifras que se manifiestan en la actual concentración
capitalista superan la capacidad sensorial a la que alude el vocablo *“impresión”* y no
encuentran cabida en nuestro espacio de representación, espacio en el cual tratamos
de formalizar en imágenes lo que se nos presenta como *“realidad externa”*. Está
claro que hasta la capacidad abstractiva reniega de darse al esfuerzo de calcular
cifras bi o trillonarias. Por ello elegimos un adjetivo visceral, el cual, proviniendo del
mundo gástrico, nos sugiere por un lado la imagen de alguien que habiendo engullido
todo, pretende aún acabar con lo poco que hay en el plato ajeno. Por otro lado,
lo *“indigerible”* implica la automática repulsa orgánica a tal situación.

Está claro que este desequilibrio se debe a la especulación y la usura financiera, es
decir, al comercio con el dinero, ya muy alejado de todo factor de producción real.

En tiempos de la Roma antigua, el dinero (denaro) eran monedas (acuñadas junto al
templo del dios Juno Moneta) que servían para posibilitar el intercambio de bienes
entre pueblos distintos y alejados entre sí. Del mismo modo, los romanos introdujeron
normativas respecto a peso y medidas que permitían uniformar términos en las
transacciones de un mundo imperial diverso. Con el tiempo, las monedas se fueron
acumulando y fue necesario custodiarlas. Allí surge el negocio de la banca, que cobraba
un precio por este servicio (como si fuera una moderna caja de seguridad).

Pero el sistema de poder surgido necesitaría siempre más monedas, para costear en
general guerras y despilfarros, con lo cual acudía a esta banca a por préstamo.
Estos préstamos tenían un precio, que era el interés que cobraba la banca por el servicio
de prestar dinero ajeno. Además, dar crédito a los poderosos no siempre era tarea
fácil (ya en esa época abundaba el descrédito, las muertes no previstas, los cambios
de gobierno), por lo que los préstamos se garantizaban con propiedades que, en los
muchos casos de incobrabilidad, pasaban a engrosar la propiedad de la banca. Con ello,
en algunos pocos siglos, el sirviente (el que presta servicios) se transformó en dueño
y señor. La banca no sólo poseía una gran parte de los activos de capital del mundo
sino que además dictaba leyes, imponía gobiernos y modificaba la visión de la realidad
con la apropiación de los medios de comunicación. Finalmente, esta institución definía
el bien y el mal, lo que se debía hacer y lo que no. Esa banca reemplazaba la antigua
función de los dioses, viviendo al igual que ellos del sacrificio humano.

El actual encuadre (o desencuadre) social llamado capitalismo se relaciona en tiempos
modernos con las definiciones hechas por los pensadores ingleses Locke y Smith en
el siglo XVII. Estos conceptos defendían el derecho a la propiedad individual, que
en aquel momento eran un avance, una conquista social de las emergentes burguesías
frente a la tiránica apropiación real o nobiliaria. Esta propiedad no dependía de cunas
hereditarias y debía ser defendida del embate del poder despótico.

Claro está que ese mundo murió y sin embargo hoy, los defensores de la desigualdad a ultranza continúan esgrimiendo aquellos argumentos como si se tratara de perennes
e idílicos mundos paradisíacos que deben permanecer intactos. El problema es mayor
aún. En el corazón de los desposeídos todavía anida el deseo de posesión individual y es
justamente ese paradigma el que impide que se pueda ver la raíz del asunto y proceder a
su solución.

No hay solución al sistema actual. El capital financiero, al concentrarse en cada vez
más quiméricas operaciones, ha dejado de cooperar con el sistema de producción, ha
dejado de cooperar con la economía. Es más, succiona recursos imprescindibles para
la subsistencia humana. Encarece los alimentos, la vivienda, el transporte. Su actividad
es francamente criminal, aún cuando las leyes (dictadas por esbirros a sueldo) aún lo
amparen formalmente. Por tanto, ha de ser tratado como tal. Es hora de enjuiciar y
juzgar al malhechor, poner a la luz del día lo malévolo de sus fechorías y comenzar a
hacer justicia.

El castigo previsto, para ser verdaderamente revolucionario y no resentido, se hará
en relación al futuro y estará fundado básicamente en la inhibición de esas dañinas
actividades. Seguramente habrá que clausurar las bolsas de valores, como antros de
corrupción productiva y legislar adecuadamente para que toda ganancia proveniente
de la producción entre capital y trabajo vaya nuevamente al mismo circuito. Habrá que
reconocer de un modo nuevo el valor del trabajo humano en la producción, haciendo
participar a todos los actores de la misma en los beneficios de dicha tarea. Habrá que
entender el valor de *“propiedad social”* (educación, salud, entorno ambiental, etc.)
que, siendo parte indispensable de la producción, debe ser también considerada con
reciprocidad, invirtiéndose en ella para el bienestar común y dando libre acceso a todos
a esta propiedad social. Habrá que ver al desarrollo tecnológico no como un botín a
alcanzar para dominar a los demás, sino como la posibilidad conjunta de aumentar el
tiempo *“no económico”* del ser humano, ampliando así sus posibilidades de desarrollo
en esferas desligadas de la mera subsistencia. Y tantas otras medidas que surgirán
fácilmente al abandonar la ilusión de conservar un sistema que ya no sirve.

En síntesis, habrá que comprender que la situación actual es el síntoma de decadencia y
agonía de un sistema que – habiendo acaso cumplido su función histórica – ha llegado
al momento de su descomposición. Junto a él, sin pena alguna, enterraremos la moral
individualista que lo justifica. Así, se liberará el espíritu humano de ese cadáver y
ascenderá hacia nuevos horizontes sociales e históricos.