Por Ignacio Muro de Economistas Frente a la Crisis

Los estragos de la crisis y cómo recuperar los déficits sociales que ha provocado siguen determinando, diez años después, las políticas de la izquierda. Ocurre que el momento actual no tiene esa única lectura, que prioriza la recuperación de las pérdidas en el gasto social como parámetro básico de referencia, sino que nos confronta también con una reconversión estratégica del capitalismo con convulsas consecuencias sobre el sistema productivo y las relaciones sociales.

La digitalización (precariedad, uberización), la crisis demográfica (inmigración, envejecimiento) y sus consecuencias sobre la igualdad de genero (crisis de los cuidados) o, por último, la descarbonización (cambio climático, fin de los combustibles fósiles), son cuatro tsunamis que muerden la realidad diaria y los comportamientos políticos de la ciudadanía cada vez más, tanto más que los déficits sociales que provocó la crisis.

Todo ello incita a un cambio cultural con la sensación creciente de fin de época que alimenta un imaginario de decadencia, de riesgos frecuentes, con un mundo que se aleja del sentido común y de la sensatez. Ese ambiente, convenientemente manipulado, moldea los miedos de los colectivos más apegados a las tradiciones, especialmente en entornos rurales pero también en capas urbanas centrales, que recelan de las múltiples demandas dispersas de otros grupos sociales que desean una adaptación rápida al nuevo entorno. Es en ese conflicto donde anidan los súbitos éxitos obtenidos por los marcos ideológicos de Vox en Andalucía, como antes lo fueron Trump en EEUU o Bolsonaro en Brasil.

La dispersión y volatilidad de posiciones que ello acarrea en sus aspectos ideológicos y sociales genera liderazgos efímeros y abona un escenario tremendamente difícil para las izquierdas: cuando en medio de una batalla cultural acelerada, asume las posiciones más avanzadas y vanguardistas de las nuevas demandas, corre el riesgo de caer en posturas elitistas o de contaminarse de gestos percibidos por ciertos grupos como extravagantes. Por otro, cuando vincula su seña de identidad al incremento del gasto social y la redistribución de rentas se enfrenta con una realidad tozuda: que la elusión fiscal de las grandes corporaciones y de las clases acomodadas que caracteriza la globalización neoliberal ha acentuado la capacidad del capitalismo para generar desigualdades mientas dificulta la capacidad para corregirlas vía políticas redistributivas.

De la batalla cultural al enfrentamiento interclasista

En ese contexto, la capacidad de arañar recursos equivalentes a tres puntos de PIB a unas élites blindadas mediante relaciones de poder globales, que es de lo que se trata, requiere una alta determinación y una gran habilidad para concentrar fuerzas dispersas capaces de vencer resistencias. Pero, del mismo modo, el discurso distributivo de la izquierda se percibe como retórico y vacío, cuando se insiste en él mientras se evidencia que no dispone de fuerzas (o de voluntad) para el cambio. Es entonces, cuando aparece como buenista o falta de realismo.

Es sabido que el sistema impositivo ha virado en los países de la OCDE desde la fiscalidad a las empresas a la fiscalidad a las familias y, dentro de ellas, ha descargado a las grandes fortunas y desplazado sobre las rentas del trabajo de las clases medias el peso de la tributación. La redistribución de rentas desde las élites económicas hacia abajo se limita y sustituye por otra más horizontal, que favorece el enfrentamiento entre clases medias y trabajadoras en función de lo que perciben es su balance hacia lo público.

De un lado, las que agobiadas por la merma del poder adquisitivo, asumen un futuro de dependencia de las redes públicas y demandan más recursos en sanidad, en educación y dependencia; de otro, las que se sienten contribuyentes netos, porque no reciben contraprestaciones públicas suficientes en relación con los impuestos que pagan y sienten que el “ascenso de los otros” se hace a costa de su sacrificio.

Una izquierda doblemente «culpable»: por lo que hace mal y por lo que hace bien

Esa percepción hace que en Andalucía se haya reproducido el camino de otras realidades europeas o americanas, como la reciente de Brasil. Los recelos contra parados, pobres e inmigrantes que reclaman subsidio o derechos, son rasgos de la creciente radicalización y el desplazamiento hacia el autoritarismo de parte de las clases medias en todo el mundo. De modo que, mirando la distribución de la renta en clave de barrios, justifica, por ejemplo, que, en Sevilla, el gasto social que reclaman desde el marginado polígono Sur de las 3000 viviendas se sienta que procede no de las eléctricas ni de la banca sino de los vecinos de Los Remedios o del Casco Antiguo.

La paradoja del momento es que la izquierda es atacada no solo por lo que no hace o hace mal, sino por lo que intenta hacer o hace bien. Sufre el enfriamiento de sectores populares por su incapacidad para vencer resistencias de los lobbies poderosos mientras recibe, simultáneamente, ataques furibundos desde sectores de las clases medias por defender a los más débiles, por promover la justicia social. Y es que, a pesar de su retórica meritocrática, buena parte de esas clases medias están ya renegando de la igualdad de oportunidades porque entienden que les perjudica al capacitar a “los otros” para competir por los escasos puestos del ascensor social que el capitalismo actual deja vacantes.

La situación genera una batalla de todos contra todos: no solo de los penúltimos (trabajadores marginados) contra los últimos, (inmigrantes) sino de las clases medias contra los trabajadores dependientes de las redes públicas.

La necesidad de una nueva agenda reformista

Revertir esa situación mediante un programa que cohesione a los diferentes grupos de trabajadores exige una nueva agenda reformista que contemple tres tipos de medidas.

En primer lugar, hay que actualizar los programas básicos de gasto social para garantizar un soporte de mínimos a las poblaciones mientras se incorporan una nueva batería de servicios y transferencias de segunda generación más conectados con las demandadas por las capas profesionales medias: prestaciones familiares, guarderías decentes, alquileres accesibles, formación de calidad…

Hay que complementar las políticas redistributivas posibles con otras que aborden, en su origen, las crecientes desigualdades primarias que surgen de la relación entre trabajo y capital del nuevo sistema productivo del siglo XXI. Siguiendo a Corbyn, hay que abrir un nuevo camino hacia la democratización de las relaciones económicas a partir de iniciativas de participación del trabajo en el capital.

Por último, hay que impulsar una nueva Agenda Reformista que incluya un nuevo sentido común sobre las transiciones tecnológicas, energéticas y sociales en curso y elaborar un proyecto de sociedad que abra un nuevo horizonte de oportunidades para las empresas más dinámicas y para las clases medias, es decir, para las fuerzas del trabajo más cualificadas.

Las izquierdas deben ocupar esos espacios con realismo y alejarse del discurso recurrente del gasto social percibido como retórico. Dice Dany Rodrick que más que un listado de medidas específicas, lo importante en estos momentos es capacidad de crear un “estado de animo” una voluntad colectiva en torno a un horizonte deseable.

Es sin duda, una tarea difícil. Pero es la que nos toca.

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