En la Franja de Gaza la vida se reduce a una cuenta macabra. Durante la última jornada, setenta y dos personas fueron asesinadas bajo los bombardeos israelíes; más de cincuenta murieron en la misma Gaza ciudad. Mientras las bombas caían, otras tres personas —entre ellas un niño— sucumbían en silencio a la desnutrición. El Ministerio de Salud de Gaza lo dijo con crudeza: no murieron por heridas de guerra, sino de hambre. La UNRWA, la agencia de la ONU para los refugiados palestinos, describe un territorio que ya no es sólo una catástrofe: es un lugar donde el hambre se convierte en arma.
Cisjordania tampoco tuvo respiro. En Tulkarem, un artefacto explotó al paso de una patrulla israelí y dejó dos soldados heridos, uno de ellos de gravedad. La respuesta fue un cerco total: accesos bloqueados, toques de queda, detenciones en cadena. La agencia oficial palestina Wafa habla de decenas de arrestos en Jenín, Salfit, Belén, Hebrón y Ramala. Las ambulancias de la Media Luna Roja denuncian que se les impidió llegar a los heridos. La ciudad, aislada, quedó convertida en un campo cerrado.
Entre Gaza y Cisjordania, la escena se repite: barrios enteros pulverizados, hospitales sin medicinas, familias que regresan a las ruinas porque los refugios están saturados. Las fuentes son árabes y primarias —ministerios locales de salud, Wafa, Al Jazeera en árabe— y dibujan un mismo cuadro: una violencia que ya no distingue entre frente de combate y vida civil.
Lo que sucede desde hace apenas veinticinco horas no son simples enfrentamientos. Es una política de asfixia: matar con fuego, con hambre, con encierro. Mientras el mundo contabiliza víctimas, la población palestina ve cómo la palabra terror deja de ser una metáfora y se vuelve, una vez más, su forma de vida













