México lo tiene todo, menos el control. Sus recursos son oro para otros, miseria para los suyos. Lo saquearon ayer con cruces, hoy lo hacen con contratos.

No fue el oro el que mató a México, fueron los españoles, hombres analfabetos, soldados sin tierra, pobres desesperados enviados por una corona en decadencia a saquear lo que no era suyo. No llegaron civilizados, llegaron hambrientos. No llegaron con cultura, llegaron con espadas, piojos y fuego.

España no trajo conocimiento, trajo ignorancia, peste y destrucción. La mayoría de los que vinieron no sabía leer ni escribir, pero sí sabían matar. No conocían los nombres de los dioses, pero supieron demoler cada templo. No entendían las lenguas indígenas, pero aprendieron rápido a decir oro, mina, esclavo, castigo.

Vinieron a robar, a violar, a exterminar. Vinieron por orden de un rey que nunca puso un pie en esta tierra y que financió su trono con sangre ajena. Y tras ellos, vinieron curas que con una mano sostenían la cruz y con la otra firmaban la esclavitud de los pueblos. La Iglesia fue cómplice, el Virreinato fue verdugo y la historia fue falsificada.

Lo que se llamó conquista fue una masacre. Lo que se llamó evangelización fue un genocidio espiritual. Lo que se llamó progreso fue saqueo. Vinieron a matar y lo hicieron durante siglos.

De los 25 millones de indígenas que habitaban el actual territorio mexicano en 1519, en menos de 100 años quedaban apenas dos millones. No murieron de pena ni se extinguieron por naturaleza. Fueron asesinados, violados, esclavizados, contaminados, arrinconados y despojados. La población no desapareció, la borraron.

Y no basta con decir fue hace 500 años. Ese oro sigue en bancos europeos. Esas minas siguen activas, ese saqueo sigue vivo, solo con otro uniforme. Los españoles de ayer son las mineras extranjeras de hoy. El colonialismo no se fue, solo se puso corbata.

Esta columna no es historia, es memoria con rabia, es denuncia sin perdón, es la voz de los que no tuvieron tumba ni juicio y hoy, por fin, acusan.

1 – 1500 a 1600

El exterminio. Cuando llegaron los españoles, murieron los pueblos

No fue el encuentro de dos mundos, fue la aniquilación de uno. En 1519 cuando Hernán Cortés desembarcó en la costa de Veracruz con apenas 600 hombres y 16 caballos, en lo que hoy llamamos México vivían entre 20 y 25 millones de personas. Eran pueblos enteros, civilizaciones milenarias, sociedades complejas con calendarios solares, leyes propias, escritura, agricultura, medicina herbolaria y una relación sagrada con la tierra, no eran salvajes, eran pueblos sabios.

Estaban los mexicas en el Altiplano Central, que gobernaban desde Tenochtitlán, una ciudad lacustre de canales, diques y calzadas. Más al sur estaban los mayas, dispersos en Yucatán, Campeche y Chiapas, herederos de grandes ciudades como Palenque, Uxmal y Chichén Itzá.

En Oaxaca vivían los zapotecos y mixtecos, maestros del tallado en jade y de la escritura pictográfica. Al occidente los purépechas resistían desde Michoacán con armas de cobre. En el norte y en la Sierra Madre estaban los rarámuris, los tepehuanes, los yaquis, los pimas, los conchos. En el Golfo, los totonacas y huastecos. Y al sur del valle, los mazatecos, chinantecos, popolocas, y cientos más. A todos ellos los arrasaron.

En menos de 80 años, más del 90 por ciento de esa población desapareció. Entre 18 y 20 millones de personas muertas. Sí, millones. La cifra no es una exageración, es una masacre documentada. Murieron niños, mujeres, ancianos, sabios, curanderas, guerreros, poetas. Murieron pueblos enteros sin dejar una piedra tallada. Murieron bajo espada, pero también de viruela, tifus, hambre, tristeza, sometimiento, tortura, esclavitud y violación. Murieron en silencio, sin juicio, murieron porque llegaron los españoles.

El sistema de encomienda, implementado desde los primeros años de la colonia, legalizó la esclavitud. Se repartían indígenas como propiedad junto con la tierra, se les obligaba a trabajar en cultivos, en la construcción y, sobre todo, en las minas de oro y plata. Muchos murieron en las profundidades de los cerros de Guerrero, Taxco y Oaxaca, cavando con las manos desnudas, encadenados, sin aire, sin comida.

Pero los que no murieron por castigo, murieron por enfermedad. España trajo consigo una bomba biológica, la viruela se esparció como fuego por los pueblos originarios que no tenían defensas inmunológicas. En solo dos años, entre 1520 y 1522, murieron cientos de miles sin haber siquiera visto a un español. Las enfermedades siguieron durante décadas y la violencia también.

Las mujeres indígenas fueron utilizadas como botín, violadas por conquistadores, obligadas a parir hijos no reconocidos, convertidas en sirvientas sin nombre. Los niños fueron arrebatados, convertidos en cargadores, pajes, esclavos de altar o pastores sin tierra. A los ancianos se les dejó morir, a los sabios se les quemaron los códices, los instrumentos, las palabras. A los pueblos se les impuso un dios, una lengua, una cruz y un castigo.

La caída de Tenochtitlán en 1521 no fue solo militar, fue civilizatoria. Los españoles arrasaron la ciudad, quemaron los archivos, robaron el oro de los templos, destruyeron los canales, desmantelaron la ingeniería hidráulica. Luego fundieron todo el metal sagrado y lo enviaron en lingotes a Sevilla. Las regiones de Puebla, Veracruz, Guerrero, Oaxaca y el Valle de México fueron saqueadas en masa. Los caciques locales fueron reemplazados por encomenderos y donde antes se sembraba vida, ahora se escarbaba muerte.

No era necesario matar a todos con espada, bastaba con romper su mundo. Y eso hicieron.

Los españoles no llegaron a integrar, llegaron a desaparecer. Desaparecieron la cosmovisión, desaparecieron los consejos de ancianos, desaparecieron las lenguas. En solo una generación, decenas de pueblos dejaron de existir. Los tecos, los ocuiltecos, los cuitlatecos, los coixcas, los texistecos, los choles del norte, los quelenes. Borrados, sin estatuas, sin museos, sin justicia.

Aún hoy nadie ha pedido perdón. Ningún tribunal internacional ha juzgado el genocidio originario, no hay reparación, no hay monumento, solo quedan los nombres que algunos se empeñan en recordar. Y el silencio monumental de una historia construida sobre cadáveres indígenas.

Esto no fue colapso natural, no fue peste espontánea, no fue una consecuencia inevitable del “progreso”. Fue un exterminio ejecutado por la llegada de un ejército pobre, brutal y europeo. Un exterminio silencioso, no reconocido y todavía impune.

Y si alguien dice que esto pasó hace 500 años, se equivoca. Porque el saqueo que comenzó en 1521 sigue activo y los pueblos que murieron entonces, hoy claman desde cada montaña, desde cada río envenenado, desde cada mina donde aún retumba el eco de los que ya no están.

Durante ese mismo período, España se llevó al menos 150 toneladas de oro robado entre 1521 y 1600, con un valor actual superior a los 12 mil millones de dólares. Pero no fue solo oro. También se extrajeron más de 400 toneladas de plata en las primeras operaciones en Taxco y Zacatecas, valoradas hoy en más de 18 mil millones de dólares. A eso se suman el cobre y el estaño fundido por los purépechas, los textiles de algodón, la vainilla, el cacao, las maderas tropicales, las pieles y hasta el conocimiento agrícola y ceremonial. El valor conjunto de este saqueo supera los 32 mil millones de dólares actuales. Todo fue arrancado a cambio de muerte y enviado lejos. No quedó riqueza, ni justicia, ni dignidad, solo tumbas sin nombre y oro sin alma.

2 – 1600 a 1700

Plata, trabajo forzado y exterminio legalizado

Una vez exterminados los pueblos más densos del altiplano, los españoles perfeccionaron el saqueo. El siglo XVII no fue menos brutal, fue más organizado. El modelo ya no era la matanza abierta, sino el trabajo forzado institucionalizado. El saqueo no disminuyó, se volvió rentable y las minas pasaron a ser el centro de todo.

Las encomiendas fueron reemplazadas por el sistema de repartimiento, cambió el nombre, no cambió el infierno.
El virrey designaba cuántos indígenas debía aportar cada comunidad por temporada a las faenas mineras, se les obligaba a dejar sus casas, viajar días enteros, trabajar bajo tierra durante semanas, y luego regresar —si sobrevivían. Miles de ellos nunca volvían, otros regresaban ciegos, tuberculosos, sin fuerza ni lengua.

Las minas de Zacatecas, Guanajuato, San Luis Potosí, Real de Catorce y Taxco fueron convertidas en centros de extracción masiva de plata. La montaña se convirtió en metal, el cuerpo indígena en herramienta, el alma en propiedad.
Se trabajaba sin luz, sin descanso, sin protección. Se respiraba polvo de mercurio, se tragaba arsénico, se dormía en los túneles, sobre piedras húmedas. Si alguien intentaba escapar, era azotado, mutilado o ejecutado públicamente. La Corona lo sabía, lo aprobaba, lo promovía.

Las mujeres indígenas eran dejadas atrás en pueblos vacíos o incorporadas como cocineras, lavadoras, criadas o concubinas sin voluntad. Si alguna osaba hablar su idioma, era corregida a golpes o acusada de brujería. La Iglesia estaba en todas partes, controlaba el bautismo, la moral, el idioma, el comercio, la legitimidad de la violencia. La cruz no fue consuelo, fue cómplice.

En el Virreinato de la Nueva España, se llegó a producir entre el 60 y el 70 por ciento de toda la plata mundial. Solo Zacatecas exportó cerca de 400 toneladas de plata entre 1600 y 1700.
El valor actual de esa plata supera los USD 18 mil millones. Y no quedó ni una escuela, ni un hospital, ni una calle para los que la extrajeron.

San Luis Potosí, Guanajuato y Taxco fueron literalmente desfondados. La tierra se vació y cuando una veta se agotaba, los españoles simplemente avanzaban al siguiente cerro. Lo único que quedaba atrás era una fosa común, una iglesia decorada con láminas de plata y un cura que bendecía la próxima faena.

No eran accidentes, era política de Estado. La plata mexicana financió las guerras europeas, pagó las coronas de Austria, alimentó la industria naval de España y llenó los cofres del Vaticano. La sangre mexicana mantuvo vivo el imperio español.

Pero México solo recibió ruinas, enfermedades, alcohol, represión y silencios. Mientras Europa se urbanizaba, los pueblos indígenas desaparecían. Mientras se escribían tratados teológicos, se quemaban los últimos códices que sobrevivieron al siglo anterior. Mientras se celebraba la riqueza americana, se eliminaban comunidades completas en las zonas mineras. La historia oficial lo llama desarrollo pero fue un crimen continuo.

Durante este siglo murieron al menos 3 millones de indígenas más en faenas mineras, caminos coloniales, transportes forzados, castigos ejemplares y epidemias producto del hacinamiento. Tres millones más. Después del genocidio inicial vino el agotamiento planificado. Los pueblos no fueron asesinados de golpe, fueron drenados y todo por plata. Por esa plata que aún brilla en los altares europeos.

También se extrajeron toneladas de estaño, cobre y mercurio, sin cifras exactas, porque nadie documentaba lo que no importaba al mercado. Además se multiplicó la recolección de añil, algodón, sal y madera para las faenas y para alimentar el comercio virreinal. No solo se llevaron minerales, se llevaron la tierra, el paisaje, la dignidad.

Y todo eso por un botín que ni siquiera se quedó en México, todo salió, todo fue saqueado, todo fue legal y hasta hoy nadie ha devuelto nada.

Esta es una estimación rigurosa y conservadora del valor económico en USD actuales de los principales minerales secundarios explotados en México entre 1600 y 1700, además de la plata, que ya incluimos.

Los valores están calculados con base en tonelaje histórico estimado, precios internacionales actuales y referencias cruzadas con informes del USGS y fuentes académicas sobre la minería colonial en América.

1. Estaño
• Producción estimada siglo XVII: entre 8.000 y 10.000 toneladas
• Precio promedio actual (2024): 27.000 USD por tonelada
• Valor aproximado total: entre 216 y 270 millones de dólares

Este estaño provenía principalmente de regiones donde hubo presencia purépecha (Michoacán), zonas de Oaxaca y el norte de Guerrero. Se usaba en aleaciones para fundición y fabricación de objetos religiosos y militares.

2. Cobre
• Producción estimada siglo XVII: entre 15.000 y 20.000 toneladas
• Precio promedio actual (2024): 8.500 USD por tonelada
• Valor aproximado total: entre 127 y 170 millones de dólares

El cobre indígena fue desmantelado para uso militar, campanas e infraestructura colonial. Michoacán (zona purépecha) era el centro prehispánico más importante de producción metalúrgica de cobre.

3. Mercurio
Este mineral no fue extraído en México en grandes cantidades, pero sí fue importado de Almadén (España) y Huancavelica (Perú) para el proceso de amalgamación de la plata. Aun así, se extrajeron cantidades menores localmente.

• Producción estimada en México: 1.500 a 2.000 toneladas
• Precio promedio actual (estimado conservador): 5.000 USD por tonelada
• Valor aproximado total: entre 7 y 10 millones de dólares

Valor combinado de estos tres minerales (1600–1700). Entre 350 y 450 millones de dólares actuales, adicionales a los más de 18 mil millones en plata extraída durante el mismo periodo

México logró su independencia política pero no su emancipación económica. Cuando terminó la colonia los metales seguían saliendo, las manos seguían cavando y los contratos seguían firmándose lejos del pueblo. Cambió la bandera, no el despojo. Y así empezó el siglo XIX: libre en los papeles pero encadenado a su pasado.

La patria se fundó con sangre indígena, oro robado y promesas rotas. Y mientras se tejía la bandera, en el subsuelo seguían goteando siglos de riqueza hacia otros tronos. La independencia fue un acto heroico pero no suficiente. Porque ningún país es libre si no controla lo que brota de su propia tierra.