En África no hay pozos de petróleo, hay tumbas abiertas con contratos encima
África no exporta petróleo. Exporta cadáveres. Exporta guerras. Exporta silencios. Las cifras hablan de barriles, contratos, reservas, inversión extranjera. Pero lo que no dicen (porque nadie quiere que se diga) es que por cada millón de dólares en petróleo extraído, hay un río contaminado, una comunidad desplazada y un niño armado con un fusil demasiado grande para sus brazos. África no tiene conflictos por religión. Tiene conflictos por petróleo, oro, coltán, diamantes. Pero el petróleo es el que más sangra, el que más corrompe, el que más destruye. Y también el que más disimula.
Nigeria es el ejemplo perfecto. Uno de los mayores productores del continente. Uno de los más pobres. El delta del Níger concentra petróleo, milicias, corrupción y miseria. Shell, Chevron, Total y Exxon llevan décadas extrayendo millones de barriles mientras las comunidades locales viven entre gas quemado, agua contaminada y enfermedades respiratorias. Hay pozos pero no hay hospitales. Hay oleoductos pero no hay escuelas. Hay contratos con Londres pero no hay electricidad en los pueblos. Cada vez que una empresa firma un nuevo acuerdo de exploración, una aldea desaparece del mapa.
Nadie habla de eso en las conferencias sobre cambio climático. Nadie menciona que mientras se discute la transición energética en Bruselas, se siguen firmando concesiones en Angola, Gabón y Chad. En esos países no hay energía verde, hay zonas militares. No hay fiscalización ambiental, hay sobornos. No hay democracia energética, hay dictadores que sobreviven gracias al crudo. Porque en África el petróleo no alimenta repúblicas, alimenta regímenes. Y quienes los mantienen no están en Lagos ni en Luanda, están en París, en Houston, en Pekín.
La relación entre África y el petróleo es la historia de una violación repetida. Desde los años 60, cuando comenzaron las independencias formales, las potencias europeas cambiaron coronas por contratos. Dejaron de enviar virreyes y empezaron a enviar consultores. Dejaron de usar cañones y comenzaron a usar cláusulas legales. Pero el resultado es el mismo. África produce, Europa consume. África contamina, Occidente lucra. África se muere, las bolsas suben.
Libia lo intentó. Gaddafi quiso nacionalizar el crudo, crear un banco africano, usar el petróleo como palanca para una unión continental. Duró hasta que la OTAN decidió que era peligroso. Bombardearon Trípoli, asesinaron a Gaddafi, desmembraron el país, instalaron una guerra civil permanente y luego fingieron sorpresa cuando aparecieron campos de esclavos modernos en el norte de África. No fue un error. Fue una advertencia. Y todos la entendieron. Quien se atreva a usar el petróleo africano para beneficiar a los africanos, será eliminado.
Sudán del Sur es el otro extremo. Un país inventado para facilitar la extracción de crudo. Separado de Sudán con apoyo de Washington, colapsado al poco tiempo en una guerra civil financiada por los mismos países que hoy firman acuerdos petroleros con ambas facciones. El petróleo no une, divide. No da paz, da guerra. Y en África cada litro extraído tiene el olor de la pólvora y el sonido de un niño llorando.
Las grandes potencias lo saben. No solo lo saben, lo diseñan. Francia mantiene tropas en el Sahel para combatir el terrorismo pero protege corredores energéticos. China invierte miles de millones en refinerías y puertos pero guarda silencio frente a los abusos. Rusia vende armas a cambio de concesiones. Estados Unidos instala bases en nombre de la estabilidad pero negocia directamente con presidentes que no fueron electos. Todos tienen las manos manchadas. Solo que algunos lo hacen con corbata y diplomacia.
Y mientras tanto la Unión Africana calla. Porque muchos de sus presidentes llegaron al poder financiados por las mismas empresas que hoy operan en sus territorios. Porque en África el petróleo también compra elecciones. Porque la soberanía energética es un concepto bonito que solo sirve para discursos, nunca para presupuestos. Porque el chantaje es tan estructural que un país no puede decir no sin arriesgar hambre, sanciones o guerra civil. Porque el petróleo africano no es recurso, es trampa.
Occidente habla de transición energética pero lo hace con crudo africano en el tanque. Europa instala turbinas eólicas con los beneficios del gas nigeriano. Estados Unidos habla de independencia energética mientras compra petróleo angoleño. Todos gritan energía limpia pero lo hacen desde los palacios construidos con dinero sucio. Y todos miran hacia otro lado cuando aparecen nuevos conflictos armados en zonas ricas en petróleo. No es casualidad. Es diseño.
Cada vez que un nuevo yacimiento es descubierto en África, un mapa se redibuja. Aparecen milicias nuevas. Se reactivan conflictos congelados. Llegan asesores extranjeros. Se multiplican los contratos confidenciales. Se aceleran las deportaciones de población rural. Y se activan los flujos de dinero hacia paraísos fiscales. Porque el petróleo africano no se guarda en bancos locales, se esconde en cuentas opacas en Londres, en Dubái, en Suiza. Porque la riqueza del continente nunca se queda. Siempre se va.
Y sin embargo, nadie lo llama colonialismo. Le llaman cooperación energética. Le llaman asociación estratégica. Le llaman inversión extranjera directa. Pero el resultado es siempre el mismo. Más pozos, menos agua potable. Más barriles, menos hospitales. Más dividendos, menos soberanía. Más contratos, menos África.
Es fácil culpar a los líderes locales. Muchos son cómplices. Muchos se han enriquecido mientras sus pueblos mueren. Pero sería hipócrita detenerse ahí. Porque los verdaderos beneficiarios de este saqueo están en las bolsas de valores, en los directorios de las petroleras, en los centros de estrategia energética. Y mientras se repite el relato de que África necesita ayuda, lo que realmente necesita es justicia. Reparación. Soberanía. Tecnología. Control sobre sus recursos. Y el derecho básico de decidir sin temor a ser bombardeados, sancionados o derrocados.
El petróleo no sangra en Noruega. No sangra en Texas. No sangra en el Mar del Norte. Pero en África sí. Porque en África el petróleo no es un recurso, es un castigo. No es una oportunidad, es una condena. Y cada vez que alguien dice que el futuro del continente está en sus riquezas naturales, lo que realmente está diciendo es que el futuro será decidido por otros. Hasta que África diga basta. Y el mundo por una vez, escuche.
Los mapas no muestran las heridas pero están ahí. Palpitando bajo el crudo.
Gritando desde el silencio. Y un día, cuando el último pozo se seque y el último dictador caiga, el petróleo dejará de existir.
Y ahí empezará la verdadera historia de África, contada por su propio pueblo. Cuando este deje de sangrar y empiece a sanar.













