Por Mauricio Herrera

La tortura no vuelve con tanques ni botas. Vuelve con votos en el Congreso, con discursos que la justifican y con ciudadanos que prefieren mirar hacia otro lado. Esta vez no vino en la sombra. Vino por ley.

Chile y la tortura: el día en que la Cámara bajó los brazos ante el horror

El 13 de mayo de 2025 quedará inscrito en la historia legislativa de Chile como una fecha infame. Ese día, la Cámara de Diputadas y Diputados decidió rechazar el artículo del proyecto de ley sobre Reglas del Uso de la Fuerza (RUF) que prohibía explícitamente la tortura.

Lo hizo en pleno siglo XXI, con cabal conciencia de la historia reciente del país, en la cara de los miles de víctimas de crímenes de Estado, y en el mismo Parlamento que juró “nunca más” al horror. Lo que ocurrió no es un mero tecnicismo legislativo: es una señal siniestra. Es la institucionalización del desprecio por la dignidad humana.

La infamia no necesita eufemismos

No hay manera elegante de decirlo: hoy, un grupo de parlamentarios votó en contra de prohibir la tortura. No en dictadura. No en un régimen autoritario. No bajo el mando de un general golpista. En democracia. En la república que se prometía moderna, garante de derechos, y heredera de los principios del Estado de derecho.

¿Cómo se explica que representantes elegidos por el pueblo hayan decidido, conscientemente, eliminar la barrera más básica que impide que el poder devore a los ciudadanos más vulnerables?

¿Qué se rechazó? El límite al poder absoluto

Se rechazó que las fuerzas de orden no puedan aplicar sufrimiento físico o psicológico para obtener información o castigar a una persona. Se rechazó que sea delito someter a una persona detenida a tratos crueles, inhumanos o degradantes. Se rechazó implícitamente el dolor de Gustavo Gatica, cegado por una escopeta antidisturbios. Se escupió en el rostro de Fabiola Campillai, que aún vive con el cuerpo mutilado por el Estado.

Se le dijo a todo Chile que, si el poder lo estima conveniente, se puede torturar.

Una normalización de la barbarie

La diputada Ana María Gazmuri del Partido Acción Humanista lo dijo con claridad: esto es legalizar la violación de los derechos humanos. No es un desliz. No es un malentendido. Es la reinstalación, por vías legales, del derecho a humillar, dañar y destruir en nombre de la seguridad pública.

Es la claudicación moral de una derecha que ha decidido volver a sus peores fantasmas: la obediencia a la fuerza, la justificación del abuso, la glorificación del castigo ejemplar. Con cada voto, con cada omisión, se reabrieron las puertas del terror.

Foto de Rafael Edwards, del libro «Muros que Hablan» sobre el estallido social chileno 2019

Una mayoría sin alma

Lo que vimos en el Congreso no fue una simple votación. Fue un acto colectivo de brutalidad institucional. Legisladores y legisladoras con nombres, rostros y bancadas levantaron la mano sabiendo lo que hacían: autorizaban el sufrimiento, validaban la violencia como política pública, devolvían al Estado el derecho de aplastar a quien no puede defenderse. Es una mayoría sin alma, sin empatía, sin memoria. Y eso es, sencillamente, espantoso.

El silencio cómplice de una parte del país

Resulta todavía más incomprensible que esta decisión no haya generado un estallido nacional aún. Que haya pasado con relativa calma en los medios de comunicación tradicionales. Que sectores moderados lo justifiquen como parte de una “modernización” de la legislación. ¿Modernizar es permitir la tortura? ¿Modernizar es callar ante la legalización del crimen de Estado? ¿Dónde están los juristas, los partidos democráticos, los defensores de la Constitución, los colegios profesionales? El silencio, aquí, es complicidad.

Este no es un debate técnico: es una frontera moral

Cuando se permite la tortura, no se abre un matiz legislativo: se cruza una línea de no retorno. Se triza el contrato civilizatorio. Se dinamita la confianza en las instituciones. Se abandona el derecho a vivir en un país donde los más indefensos no sean presas del sadismo. Porque eso es la tortura: sadismo institucional. Es el goce del dolor ajeno con uniforme, con respaldo estatal y con impunidad.

El Estado no puede torturar

Un Estado que puede torturar es un Estado ilegítimo. El monopolio del uso de la fuerza no puede convertirse en licencia para la barbarie. El uniforme no puede ser más fuerte que la ley. Ni el miedo, más fuerte que la conciencia. Si hoy permitimos que la ley no prohíba expresamente la tortura, mañana permitiremos que se justifique en nombre del orden. Y pasado mañana, que se celebre como muestra de autoridad. Así comienza siempre la decadencia de las democracias.

La historia observa. Y juzga.

El día de mañana, cuando nuestros hijos pregunten qué hicimos para detener la barbarie, ¿qué responderemos? ¿Que fue un artículo entre muchos? ¿Que era parte de una tramitación compleja? ¿Que no sabíamos? No. Lo sabíamos. Y quienes votaron a favor de la tortura deberán cargar con esa decisión. Con sus nombres inscritos en actas públicas, bajo la luz fría de la historia, cuando ya no haya excusas ni trincheras.

Chile no puede aceptar esto. Ni callar. Ni relativizar. Quien justifica la tortura, aunque sea por omisión, se pone fuera del pacto democrático.

Y si no tenemos el coraje de decirlo ahora, seremos cómplices del próximo disparo, del próximo ojo perdido, del próximo cuerpo destrozado en nombre de la ley.

El horror no siempre llega con botas. A veces entra por la puerta del Congreso, con corbata, con sonrisa institucional, y con el voto levantado de quienes un día juraron defender la vida. Pero esta vez  a diferencia del pasado; no podrán decir que no sabían. Porque sí sabían. Y aún así votaron por la tortura.

Foto de Oleg Yasinsky, Memorial del Estadio Nacional chileno