MICRORRELATO

 

Compramos aquella cama matrimonial con vocación de permanencia. Recuerdo que en la elección del tamaño surgió un pequeño desencuentro: yo apostaba por el uno cuarenta (“por eso de estar más juntitos”, argumenté) y tú por el uno cincuenta (“que luego con la edad los tíos roncáis y no se puede dormir”, razonaste). Nunca dejaría que diez centímetros enturbiasen nuestro amor, así que transigí y me prometí que cada noche ganaría unos milímetros a la inmensidad del uno cincuenta.

Pero la física cuántica explica que el espacio es relativo a las circunstancias del observador. Yo, que nada sabía de física, fui testigo de cómo esos diez centímetros se reducían al mínimo cuando nuestros cuerpos se apasionaban, o cuando me despertaba con mis pies enredados en los tuyos, o tras el nacimiento de la pequeña Julia… Pero como el espacio es relativo, recuerdo que la cama se hizo inmensa cuando la rutina horadó la relación, o tras los celos por ese compañero tuyo de trabajo, o cuando te presentaste con el abogado…

Renunciaste a la cama en el reparto de los bienes. Yo, que sigo durmiendo en ella, me desvelo tratando de entender cómo te pude perder en apenas diez centímetros de espacio.