El 13 de junio partirá desde El Cairo una gran movilización civil que pretende romper el asedio israelí contra Gaza
Por Jaume Asens/ctxt
El genocidio en Gaza ha abierto una fractura entre los gobiernos y la conciencia de sus pueblos. Una herida moral que no deja de supurar. Mientras muchas instituciones optan por la pasividad –cuando no por la complicidad–, la ciudadanía organizada emerge como sujeto de esperanza activa y desobediencia ética. Como contrapeso frente al colapso del derecho y la indiferencia institucional.
El próximo 13 de junio comenzará la Marcha Global a Gaza, una movilización civil que partirá desde El Cairo con un doble objetivo: romper el asedio de una población que se muere de hambre e interpelar a una comunidad internacional cada vez más ciega. Centenares de personas de todo el mundo marcharemos a pie hacia Rafah porque no queremos que la historia nos pase por encima sin haberlo intentado.
Esta acción se suma a infinidad de iniciativas que brotan desde la sociedad civil internacional, pero también desde el propio infierno palestino. En Gaza, donde los hospitales ya no son refugio, hay médicos que siguen operando sin luz, sin agua, sin garantías de volver a casa. Periodistas como los de Al Jazeera, que se convierten en objetivo militar por el simple hecho de contar la verdad. Voluntarios que acompañan a campesinos en los olivares de Cisjordania para evitar que sean atacados. Activistas que embarcan en la Flotilla de la Libertad porque saben que la solidaridad no puede esperar a los gobiernos.
En estos tiempos oscuros, la culpa no puede ser un sentimiento estéril. Hay silencios que duelen más que los gritos, y ausencias que pesan más que las bombas. Pero también hay formas de estar presentes sin permiso del poder. Cuando los gobiernos incumplen su deber legal –el de no colaborar con un Estado acusado de genocidio por la Corte Internacional de Justicia–, entonces la ciudadanía no solo tiene el derecho, sino la obligación moral de desobedecer.
La desobediencia civil se ha convertido en la forma suprema de responsabilidad jurídica y política. Frente a esa complicidad estructural, es lo que mantiene encendida la llama del derecho cuando los Estados la quieren apagar. Porque el derecho internacional no solo prohíbe cometer genocidio: obliga a no prestarse a él, como recuerda la Corte Internacional de Justicia. A no vender armas, a no mantener relaciones comerciales, a no participar –de ninguna forma– en la lógica del exterminio.
Por eso también crece el movimiento de Boicot, Desinversiones y Sanciones (BDS), que llama a no consumir productos, marcas ni instituciones que colaboran con la ocupación, el apartheid o el genocidio. Cada euro cuenta, y cada complicidad tiene un coste. Como ocurrió con Sudáfrica, no será solo la diplomacia oficial la que detenga esta barbarie, sino la presión organizada de millones de personas en todo el mundo. Cuando la conciencia colectiva fue más fuerte que la comodidad, y más digna que la inercia, empezó a derrumbarse el apartheid.
En todos esos cuerpos puestos al servicio de la dignidad resiste una forma de esperanza que no es optimismo, sino ética. La esperanza de quienes saben que quizás perderán, pero aun así eligen estar del lado justo. De quienes actúan no porque crean que vencerán, sino porque no hacerlo sería indecente. Esa esperanza es lo que queda cuando todo lo demás se derrumba.
Hoy el mundo está dividido por una línea invisible pero infranqueable. Ya no entre izquierda y derecha, norte o sur, Oriente u Occidente. Se trata de una línea divisoria ética. A un lado están quienes colaboran con el genocidio. Al otro, quienes lo denuncian. A un lado, los gobiernos que siguen blindando la impunidad de Israel. Al otro, los médicos, periodistas y activistas que ponen el cuerpo, incluso se juegan la vida, por estar junto a las víctimas.
Esa esperanza también se expresa en las calles de Europa, en las aulas, en los puertos que dicen “no” a los barcos de la muerte. En la presión que logró que TVE condenara en directo lo que otros convertían en espectáculo. En las jornadas paralelas organizadas en Bruselas mientras el Parlamento guardaba silencio. Allí se recupera el espíritu del Tribunal Russell: nombrar el crimen cuando los gobiernos lo encubren. Juzgar moralmente cuando el derecho titubea. No para sustituir a la justicia oficial, sino para recordarle su función.
Porque incluso en el corazón de la noche hay gestos que salvan al mundo de su propia destrucción. Pequeños actos que no detienen la maquinaria del horror, pero le recuerdan a la historia que no todo fue silencio ni complicidad. Hay una forma de belleza que no brilla, pero resiste. Que no salva, pero sostiene. Y en esa belleza frágil –ética, humana, insobornable– se sostiene aún la dignidad de nuestra época.
Quizá no haya victoria. Quizá todo esté perdido. Pero como el doctor Rieux –médico protagonista de La peste, la novela de Albert Camus– hay quienes siguen salvando vidas sin fe ni recompensa en mitad del horror. No porque crean en el cielo, sino porque no quieren formar parte del infierno.
Como Fatima Hassouna, que fotografiaba la muerte para que el mundo no pudiera decir que no la vio antes de ser asesinada. Como el doctor Ghassan Abu Sitta, que seguía operando bajo los bombardeos mientras los tanques israelíes rodeaban los hospitales antes de ser detenido y torturado. No buscaban la gloria. Solo se negaban a abandonar la condición humana.
Hay quien, ante el infierno, prefiere volverse parte de él hasta dejar de verlo. Pero también hay quien se empeña en buscar lo que, en medio del infierno, no es infierno. Cuando el mundo se convierte en un páramo moral, la decencia –como decía Camus– es seguir operando en medio de los escombros, seguir rompiendo cercos con el cuerpo por bandera, seguir levantando el derecho allí donde los gobiernos lo han abandonado, seguir eligiendo la luz, aunque reine la oscuridad.
Tal vez no consigamos abrir Rafah a la ayuda humanitaria. Pero en tiempos en que mirar hacia otro lado se ha convertido en norma, dar un paso hacia las víctimas –aunque sea simbólico, aunque sea derrotado– es ya una forma de victoria moral. No lo hacemos porque pensemos que venceremos. Lo hacemos porque no hacerlo sería perdernos a nosotros mismos. Porque, como escribió Camus, “en medio del odio descubrí que había, dentro de mí, un amor invencible”. Y ese amor –por la justicia, por la dignidad, por la vida– es el que hoy, incluso en medio del genocidio, sigue marchando.













