por Irshad Ahmad
Cuando el aire apesta con el olor acre de la guerra, el miedo se filtra en nuestras almas. La vida pierde sentido y el futuro se vuelve sombrío. En medio del caos, amigos y enemigos se obsesionan por igual con las estadísticas, contando las pérdidas como ecuaciones aritméticas para declarar la victoria. Sin embargo, casi nadie escucha las susurrantes peticiones de ayuda ni reconoce el sufrimiento silencioso de las víctimas.
Esta es la tragedia de la humanidad: nuestros jóvenes, glorificados como héroes, se ven reducidos a mero combustible para la guerra, todo en nombre de la valentía, las medallas y el aplauso vacío. Pero la guerra sigue siendo lo que siempre ha sido: un enemigo de la humanidad. Destruye la prosperidad, la felicidad, el canto de los pájaros, la risa de los niños y la belleza de la naturaleza.
La guerra nunca es inevitable. Existen alternativas. Competir en campos de fútbol, de cricket o en carreras de maratón. Libra contiendas de intelecto, innovación o crecimiento económico. ¿Por qué tenemos que seguir recurriendo a las armas en este siglo cuando disponemos de herramientas más efectivas: el diálogo, la diplomacia y la razón? La guerra desafía la lógica y se resiste a la justificación, pero millones de personas trabajan para legitimarla.
La guerra no solo mata personas. Mata aspiraciones, flores, árboles, animales… la vida misma. La vida, el mayor don de Dios, solo se concede una vez. La guerra roba esa oportunidad única de experimentar la belleza y el dolor de la Tierra. Bienaventurados los que viven sin ser tocados por el terror de la guerra, sin su miedo paralizante.
Esta locura acalla incluso la tesis de Parag Khanna en El futuro es asiático, donde prevé el ascenso de Asia en el siglo XXI. Recordemos la advertencia de Napoleón: «Dejad dormir a China, porque cuando despierte sacudirá el mundo». Sin embargo, nuestros gobernantes parecen decididos a adormecer eternamente a todo el sur de Asia. Esta es la cruda realidad de nuestra región.
El cambio solo llegará cuando florezcan las flores del amor y se marchiten las espinas del odio. Hasta entonces, seguiremos siendo prisioneros de nuestra propia creación.
Para cultivar la esperanza en este paisaje de violencia, primero debemos plantar las semillas de la paz. La India, la mayor democracia de la región, tiene un profundo legado de no violencia, encarnado por Mahatma Gandhi, una filosofía que inspiró al mundo. En lugar de perseguir ambiciones divisorias como «Akhand Bharat«, que pertenecen a otra época, es sensato retomar las enseñanzas de Gandhi sobre la resistencia pacífica y la coexistencia.
Gandhi demostró que el verdadero liderazgo no reside en la dominación, sino en el coraje moral: la fuerza para resistir la opresión sin reflejar su brutalidad. Su filosofía ofrece un camino a seguir: uno en el que el progreso económico y la estabilidad regional se logren mediante la cooperación, no el conflicto. Imaginemos el potencial que tendría la India si defendiera de nuevo este legado, liderando el sur de Asia no mediante la militarización, sino con el poder del ejemplo.
La visión de un subcontinente unido no puede forzarse mediante la agresión o la nostalgia de imperios pasados. Por el contrario, debe crecer orgánicamente a partir del respeto mutuo, la prosperidad compartida y el rechazo del belicismo. El siglo XXI exige líderes que construyan puentes, no muros; que intercambien bienes, no amenazas; y que recuerden que las sociedades más fuertes son aquellas que valoran todas las vidas, tanto las de los opresores como las de los oprimidos.
Volvamos a la sabiduría que hemos archivado: que la liberación reside en elevar a los demás, no en aplastarlos. Solo entonces las espinas del odio darán paso a las flores de un futuro compartido.
Sobre el autor:
Irshad Amad es profesor visitante en el Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad del Punjab, en Lahore, Pakistán.