11 de febrero 2025, El Espectador
De muy poco sirve darle cuerda –justa o injustamente– a la teoría del apocalipsis. Debemos objetar lo objetable cuantas veces sea necesario, ojalá con más argumentos que oleadas. Todos tenemos derecho a defender una línea en el horizonte, pero se puede ser crítico sin ser fatalista. Y comprender, también, que respaldar no es alabar; a nadie le hace bien vender la mirada o vendarse los ojos, para ocultar lo evidente. Respaldar empieza por decirnos la verdad.
A estas alturas de nuestra vida y de los coqueteos de la muerte, es indispensable ejercer una lógica enfocada en la capacidad de interactuar limpiamente con los demás, y no en el afán de levantar el brazo de ese boxeador que gana vuelto añicos, y deja a su contrincante tirado en el piso con el cerebro convertido en una compota de pesares. Ya deberíamos saber lo inútiles que resultan los mal llamados triunfos en los que todos pierden. Es deprimente reaccionar con violencia a la violencia y llenar las morgues de campesinos con brazaletes oficiales o clandestinos, campesinos todos, hermanos cuando nacieron, enemigos en el campo de batalla e irreversiblemente muertos en las mesas de Medicina Legal.
Pienso en posibles salvavidas… quizá la simbiosis (palabra que asusta a algunos porque implica generosidad y sentido común) debería leerse más como un imperativo social que como un concepto biológico, y ayudaría a evitar el colapso de gobernantes y gobernados. No queremos llegar al día en el que no haya psiquiatras suficientes para tratar la epidemia de ambigüedad y frustración que podría apoderarse de muchos, sin importar rango, credo o militancia.
Es prioritario evitar que los territorios sigan desangrándose. El modelo “llanero solitario” ya no sirve y “bala es lo que hay” es una respuesta fracasada. Los 50.000 desplazados del Catatumbo podrían ser miles más en muchas otras coordenadas de Colombia, y cada día se hace más urgente una simbiosis y un respeto colaborativo entre las políticas de paz y de seguridad, y su relación debe ser clara y congruente. Comprender que no se trata del triunfo de la una sobre la otra, o cuál produce más desencantos o más votos en la geografía emocional de Colombia. Necesitamos prontas y consistentes dosis de armonía entre paz y seguridad; y pretender que ambas coexistan no es una petición sino una exigencia de quienes no nos resignamos a la ley del Talión, ni celebramos las bajas en combate o en emboscada, ni las cárceles atiborradas en condiciones infrahumanas. No sirve “pensar dentro de la caja” y ni siquiera basta pensar fuera de ella; necesitamos hacer otra, distinta y colectiva, acorde con el siglo XXI, capaz de enfrentar los desafíos de un país que le sigue apostando a la vida, a pesar de no tener –ni siquiera– una lista con los nombres de sus muertos, ni saber a quién pertenecen cientos de restos humanos perforados por balas impunes.
Quizá debamos empezar por renunciar a la estrechez mental de clasificarnos entre los bandos de los violentos o de los arcángeles. Seamos sinceros: No todos somos tan inocentes como quisiéramos, ni tan culpables como nos pintan.
Invito a criticar menos en los cócteles citadinos, y a sentir más lo que pasa en las selvas y en los ríos. Y creo que se decepcionarán los facilistas cuando vean que la represión está lejos de ser el elixir que pretenden vendernos.
Reorganicemos el botiquín de primeros auxilios: más curación y menos sal en las heridas; menos descalificaciones y más simbiosis; más armonía y menos estridencias. Hasta que al miedo no lo fracture otro miedo más grande, sino que se extinga, porque a la violencia no le quedará oxígeno para darle.