Es posible que hayas visto a Haití en las noticias. Los servicios estatales colapsaron. La capital fue invadida por pandillas. Cientos de miles de personas tuvieron que abandonar sus hogares. Al Primer Ministro Ariel Henry se le impidió regresar al país porque hombres armados amenazaron con invadir el aeropuerto internacional. Luego renunció. Estados Unidos está intentando crear una fuerza de intervención militar.

Pero las preguntas clave rara vez se plantean en los relatos convencionales sobre la crisis: ¿Qué quiere el pueblo haitiano? ¿Cómo se están organizando? ¿Y por qué se enfrentan a la crisis actual?

Esta forma plana de informar sobre los acontecimientos convierte no sólo al pueblo haitiano, sino también a los lectores u oyentes en observadores pasivos o, peor aún, en cómplices activos. No nos deja más espacio que el de pensar en la inevitabilidad de la violencia o en la necesidad de intervención, porque hay que hacer algo. En cualquier caso, esta forma de narrar los hechos garantiza que habrá poco que pueda impedir otra intervención militar, apoyada por EE.UU., en el Estado caribeño.

Pero si contáramos la historia completa y respondiéramos las preguntas clave, esa apatía se convertiría en ira y la aquiescencia en antipatía.

La crisis de Haití es real . Los servicios básicos están paralizados, las demandas de cambio se responden con porras y disparos, y la muerte y el desplazamiento de personas de un lugar a otro son horriblemente cotidianos. Pero se trata de una crisis externa, no interna. La incapacidad de autogobernarse no es una característica distintiva del pueblo haitiano. Han sufrido más de dos siglos de intensos esfuerzos imperialistas para destruir su autonomía gubernamental y socavar su soberanía.

En 1791, el pueblo de Haití, compuesto en gran parte por esclavos traídos de toda África para producir azúcar para los gustos europeos y riqueza para el Imperio francés, se levantó, se liberó y encabezó una revolución que sacudió al mundo. El día de Año Nuevo de 1804 fundaron la primera República negra del mundo.

En los dos siglos siguientes, la Revolución haitiana fue brutalmente castigada: con sanciones, invasiones, ocupaciones y repetidos cambios de régimen a expensas de las potencias occidentales. Durante 122 años, con el cañón de un arma apuntando a su cabeza, Haití pagó a Francia las deudas de su liberación. En 1915, Estados Unidos invadió Haití y lo ocupó durante 19 años, la ocupación más larga en la historia de Estados Unidos hasta la ocupación estadounidense de Afganistán. Estados Unidos dejó a su paso una élite local obediente y una serie de regímenes títeres violentos que servían a los intereses de los monopolistas estadounidenses.

Pero la revolución haitiana avanzó. En la década de 1980, encontró expresión en el movimiento social de masas Lavalas que llevó al poder al gobierno de Jean-Bertrand Aristide y su partido, Fanmi Lavalas. Durante más de treinta y cinco años, la historia de la política haitiana ha visto el poder del movimiento Lavalas enfrentar incesantes intentos por parte de la élite nacional y de los militares extranjeros de destruirlo.

Como presidente, Aristide exigió reparaciones coloniales a Francia e implementó reformas que avanzaron hacia la mejora de las condiciones del pueblo haitiano. Para hacerlo, sería depuesto dos veces: en 1991 y una segunda vez bajo la bandera de las Naciones Unidas en 2004, cuando el Grupo de Trabajo 2 de Canadá tomó el control del Aeropuerto Internacional Toussaint Louverture mientras los marines estadounidenses secuestraban a Aristide y lo llevaban a la República Centroafricana. Además, los líderes estadounidenses y sus taquígrafos buscaron crear motivaciones humanitarias para sus acciones. Pero un cable de WikiLeaks, publicado en 2008, reveló la verdadera motivación de la intervención estadounidense en Haití: impedir que se establezcan “fuerzas políticas populistas renacientes que están en contra de la economía de mercado”.

Tras este golpe, las instituciones del Estado haitiano fueron desmanteladas sistemáticamente. Las ONG con financiación extranjera tomaron su lugar, y en un momento dado proporcionaron el 80% de todos los servicios públicos mientras mantenían y sacaban provecho de la pobreza que prometieron abordar.

En 2009, el parlamento haitiano buscó aumentar el salario mínimo a 5 dólares (el equivalente a 25 reales) por día. Estados Unidos intervino en nombre de los intereses de empresas como Fruit of the Loom, Hanes y Levi’s, bloqueando la ley respectiva. El aumento salarial, dijo un funcionario de la embajada de Estados Unidos, era una medida poco realista diseñada para apaciguar a “las masas desempleadas y mal pagadas”.

Haití se encuentra sin presidente desde julio de 2021, cuando Jovenel Moïse fue asesinado, presuntamente por un grupo de mercenarios colombianos. A continuación, Ariel Henry prestó juramento como Primer Ministro a instancias de los Estados Unidos. Desde entonces, no ha podido celebrar elecciones, restablecer el orden ni proporcionar servicios básicos.

Para apoyar a este gobierno impopular e ilegítimo, Estados Unidos buscó crear y financiar (pero no liderar formalmente) una fuerza de intervención extranjera. Kenia fue el país seleccionado y su presidente, William Ruto, aceptó comandar la fuerza militar.

La inseguridad en las calles de Puerto Príncipe se convirtió en la excusa perfecta para Henry, Ruto y Biden. Pero las pandillas callejeras no aparecen de la nada. Están compuestos en gran parte por personal policial y militar anterior y actual. Algunos trabajan para sectores de las élites políticas y empresariales de Haití. Sus armas provienen enteramente del exterior, particularmente de Estados Unidos y la vecina República Dominicana. Estados Unidos—sorprendentemente, ya que es un país que afirma tener una preocupación altruista por la seguridad de Haití—sigue rechazando los llamados a un embargo de armas.

En última instancia, Henry se vio obligado a dejar un cargo que ocupaba sin ningún mandato democrático. Pero el plan imperialista estadounidense para Haití persiste: construir un liderazgo local dispuesto a acoger con agrado una nueva intervención extranjera. La participación de Kenia en esta fuerza se vio retrasada por los acontecimientos recientes, pero la voluntad sigue siendo firme y fuerte.

Estados Unidos todavía tiene la intención de enviar africanos a masacrar a personas de ascendencia africana a 12.000 kilómetros de distancia, a cambio de pagar un pequeño precio al presidente de Kenia. La Corte Suprema de Kenia ya ha declarado inconstitucional esta intervención, pero su gobierno está decidido a seguir adelante con la agenda.

Enviar fuerzas policiales de Kenia a esta misión en Haití sería una afrenta al espíritu del panafricanismo. Este envío también refleja la confianza de Estados Unidos en sus estados clientes y vasallos, dispuestos a cumplir sus órdenes, y amenaza con empeorar las ya devastadoras condiciones de vida que enfrentan millones de haitianos.

Lo único que puede detener este ciclo de intervención negligente y violenta será un movimiento internacional masivo, que combine fuerzas políticas, desde las de base hasta las globales.

Al igual que Cuba, que ha sido asfixiada por atreverse a trazar su propio destino, y al igual que Palestina, donde las bombas, las balas y el hambre buscan destruir la esperanza de autodeterminación del pueblo palestino, Haití representa un terreno clave en la guerra del imperialismo contra humanidad. Cada derrota es también la nuestra. Por eso la Internacional Progresista está comprometida con la soberanía y la liberación total de Haití.

Únase a nosotros para oponernos a otra intervención extranjera más.
Las olas de libertad que llegan a Haití no pueden frenarse para siempre.

Solidariamente,

El Secretariado de la Internacional Progresista