Luisa Achá Irigoyen

Bolivia

Actualmente, la tortura continúa siendo una práctica que, de una manera sistemática busca destruir la dignidad humana y, como otros tipos de violencia, presenta características diferenciadas cuando se ejerce contra las mujeres. Pero ¿cómo se manifiesta, cuáles son sus secuelas y quiénes son sus responsables?

No existe tortura ‘neutral’

La Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes declara que tortura es todo acto por el cual se provoca dolores o sufrimientos graves (ya sean físicos o psicológicos) y de manera intencionada a una persona. El responsable puede ser cualquier persona que, en el ejercicio de funciones públicas, ejecute el acto, lo incite o lo consienta con el objetivo de obtener una  confesión,  castigar, intimidar o coaccionar.

Desde la perspectiva de género, la Corte Interamericana de Derechos Humanos estableció que no se puede pensar en la tortura como un fenómeno neutral ya que “no existe tortura que no tome en cuenta el género de la víctima […] Aun cuando una forma de tortura no sea ‘específica’ para la mujer, sus efectos sí tendrán especificidades propias en la mujer”.

Actos de tortura enfocados en las mujeres

En 2004, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitió una sentencia contra el Estado del Perú, por los hechos violentos ocurridos en 1992 en el penal Miguel Castro Castro, localizado en la ciudad de Lima, donde no solo los varones privados de libertad fueron víctimas de tortura, sino también sus madres, hermanas y esposas que, al estar de visita en el centro penitenciario fueron obligadas a presenciar la masacre contra sus familiares,  fueron golpeadas y atacadas con agua y bombas lacrimógenas y tras ello,  amenazadas de muerte si no se retiraban del lugar. Además, la demanda describe que “varias de las mujeres se encontraban embarazadas o iban en compañía de niños”.

En una época más reciente, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) analizó bajo la perspectiva de género los hechos ocurridos entre 1 de septiembre y 31 de diciembre de 2019 durante el conflicto sociopolítico que se generó en Bolivia después de las Elecciones Generales en dicho país.

Un caso documentado por la GIEI narra la manera en que una mujer fue detenida en la ciudad de El Alto mientras brindaba su apoyo a dos hombres detenidos por los vecinos y en cuyo testimonio declaró que, al verse limitada en su comunicación por las autoridades policiales, no pudo expresar que se encontraba cursando el primer mes de embarazo y recibió golpes en el abdomen, en la espalda y en otras partes del cuerpo, “con puñetazos, patadas, cascos y toletes”.  Además, recibió insultos que hacían referencia a estereotipos de género , tales como “váyanse a cocinar”, o “eso les pasa por no estar en sus casas”, con los que las autoridades intentaban justificar los actos violentos.

En contextos de detención de mujeres, también es recurrente negarles acceso a elementos propios del cuidado femenino como los productos para la gestión de la menstruación y atención ginecológica.

 

Violencia sexual como tortura

Un caso emblemático que también fue sentenciado por la CIDH es el de Valentina Rosendo Cantú,  una mujer indígena mexicana que denunció que cuando tenía 17 años, en 2002, fue violada sexualmente por dos militares en el Estado de Guerrero, al ser interrogada sobre la identidad de “dos encapuchados” mientras era amenazada con un arma. Y, cuando intentó denunciar el caso ante las autoridades correspondientes, se enfrentó a la complicidad del propio sistema de salud que se negó a investigar las agresiones sexuales que había sufrido.

Además de lo mencionado, la violencia sexual contra las mujeres también comprende otros actos como: “manoseos”; golpes en los senos, entre las piernas y glúteos; revisiones vaginales dactilares de las mujeres privadas de libertad justificadas por la seguridad penitenciaria; y otros actos de carácter sexual que pueden darse sin contacto físico y ponen en una situación extremadamente vulnerable a las víctimas.

Según el Manual para la investigación y documentación eficaces de la tortura y otras penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes, la tortura sexual empieza por la desnudez forzada ya que esta “aumenta el terror psicológico de todo aspecto de la tortura, pues abre siempre la posibilidad de malos tratos, violaciones o sodomía. Además, las amenazas, los malos tratos verbales y las burlas sexuales forman parte de la tortura sexual pues incrementan la humillación y sus aspectos degradantes”.

Secuelas biopsicosociales de la tortura en las mujeres

Los efectos que deja la tortura pueden permanecer a lo largo de toda la vida y dañan el proyecto de vida no solo de las víctimas directas, sino que se extiende a sus núcleos familiares y a sus comunidades.

Emma Bolshia Bravo, directora del Instituto de Terapia e Investigación Sobre las Secuelas de la Tortura y Violencia de Estado (ITEI), comenta que a nivel individual, las secuelas sociales se presentan en el aspecto financiero, por ejemplo, cuando el marido está preso y las mujeres se ven en la necesidad de recurrir a trabajos precarizados o de vender sus pertenencias porque, de pronto, se han convertido en las únicas proveedoras de su familia.

Por otro lado, la tortura también afecta los vínculos familiares de forma permanente. “Conozco el caso de una mujer de Caracoles (El Alto) que, en la dictadura de García Meza fue violada sexualmente por los soldados delante de sus hijos. A su marido lo llevaron preso, y cuando este regresó a su casa después de años, para ella era impensable volver a tener relaciones sexuales con él, lo que provocó una ruptura en su relación y una profunda sensación de culpa. Aún 30 años después de lo sucedido, sollozaba al contarlo”, narra Emma Bolshia Bravo.

Desde su experiencia acompañando la rehabilitación psicológica de las víctimas, Andrés Gautier, psicólogo en el ITEI, describió que un aspecto que le preocupa mucho es la separación de las madres de sus hijos cuando ellas son privadas de su libertad. En la mayoría de los casos, la impotencia que genera esta separación provoca un dolor latente, una tortura cotidiana que desencadena un deterioro físico y psíquico en las madres. Aún peor, estas situaciones se enfrentan a la inconsciencia e ignorancia de los operadores de justicia y de las instancias mediadoras que parecen desconocer que estas medidas ponen en riesgo el futuro de nuevas generaciones.

También, se suman las secuelas colectivas que involucran un deterioro de los vínculos comunitarios a raíz de la afectación de la confianza y de la estigmatización que sufren las mujeres que han sido víctimas de tortura. Incluso, en muchos casos, sus hijas e hijos también son afectados por esta estigmatización en sus espacios educativos.

La responsabilidad del Estado

Al diverso espectro de experiencias mencionadas, se suman problemáticas que continúan manifestándose en otros continentes: el matrimonio infantil forzado, la mutilación genital femenina, el embarazo infantil y los “crímenes de honor” por los que se justifica el castigo de los cuerpos femeninos por los mandatos religiosos, problemáticas sobre las cuales el Estado tiene una corresponsabilidad que necesita ser asumida desde varios frentes.

Atendiendo a la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, los Estados tienen la obligación de prevenir, investigar, sancionar y reparar todos los actos de tortura y no favorecer a la impunidad a través del silenciamiento de las denuncias que presentan sus víctimas.

En Latinoamérica y el Caribe, distintas organizaciones trabajan en varios países luchando para erradicar la tortura y acompañar los procesos de rehabilitación de las víctimas. Estas instituciones son parte de la Red Latinoamericana y del Caribe de Instituciones de Salud Contra la Tortura, la Impunidad y otras violaciones a los Derechos Humanos.

Para más información sobre esta problemática, se recomienda visitar los siguientes enlaces a documentos oficiales.