Por: Esteban Celis Vilchez

La salud de los pobres no nos importa como sociedad, ni siquiera cuando hablamos de los niños. Sencillamente, no vemos el sufrimiento de los otros. Y no me vengan con que no se puede solucionar. Bastaría con recobrar las riquezas naturales de las manos de quienes las secuestraron; podríamos usar toda, absolutamente toda, la riqueza que implicará el litio en cuidar a nuestros niños y viejos, en lugar de entregarla privados y conformarnos con royalties o impuestos.

Cuando se habla de la solidaridad de los chilenos, clásicamente manifestada en ese patético paseo de egos y de mercadotecnia que es la Teletón, no puedo sino seguir asombrándome de nuestra capacidad infinita para mentirnos en búsqueda de una imagen menos intolerable. Pero las cosas son lo que son y no lo que queremos que sean.

Los rasgos de nuestro comportamiento colectivo son deplorables, nos guste o no. Veamos algunos de ellos.

Tendemos a la traición, a decepcionar las confianzas, a sonreírle hasta el último minuto a quien vamos a dañar cuando menos lo espere. Más allá de todo lo que significa un golpe de Estado en términos de una traición a los propios juramentos y a un Presidente, quizás una manifestación particularmente clara de la abyección del carácter de Pinochet haya sido esa banda presidencial que le regaló a Carlos Prats para cuando tuviese que asumir interinamente la presidencia en caso de algún viaje al extranjero de Salvador Allende.

Después su régimen de sicarios financiado con dineros de todos, lo asesinaría en Argentina. En general, los chilenos somos buenos para traicionar a los demás. Imposible no recordar Una historia de la traición en Chile, de Paulina Fernández Trabucco.

Obviamente, traicionamos también en lo privado y en lo pequeño, en las empresas y en la pareja, en las universidades y en los colegios, en los clubes de fútbol y en los mandatos. Incluso hay profesiones, como la de los abogados, que se especializan en defender intereses de quien los contrate, traicionando la verdad y la justicia cada vez que les parezca necesario porque, curiosamente, los abogados creen que esos dos temas no son realmente de su incumbencia, sino del que investiga o del que juzga. De ahí la mediocridad infinita de nuestro sistema judicial, de la que participan todos sus actores.

Tendemos a un individualismo de pacotilla, que no es solo egoísta sino profundamente tonto. Que todo el mundo insista en que los sistemas de reparto están fracasados -algo completamente falso- y que mayoritariamente quieran un sistema de capitalización individual -ese sí, probadamente fracasado en nuestro país– es la mejor manifestación de la tontería.

Sigue habiendo enamorados del “Con mi plata no” que las mismas AFPs han introducido. Sigue habiendo muchísimas personas que quieren capitalizar individualmente con sus ingresos escasos y creen que con ello accederán a una pensión digna. No entienden algo sencillo: que la seguridad social no puede basarse en lo individual, sino en una conducta colectiva y solidaria para proteger a todos y cada uno de los que formamos parte de una comunidad.

Veamos otra muestra de quiénes somos. Más de 460 personas perdieron uno de sus ojos en un desafío a un gobierno que no dudó en violar los derechos humanos a través de Carabineros. Violar los derechos humanos es una atrocidad. Pero después de todo eso, a poco andar, se rechazó una nueva Constitución que, con todos los defectos que pudiera tener, indudablemente situaba al país en un punto de inflexión que desafiaba el poder político y económico de la élite.

En definitiva, el 62% de los chilenos que votaron rechazo lo hicieron pasando por sobre los traumas oculares de quienes se arriesgaron para que estuviésemos votando. Según la Comisión Chilena de Derechos Humanos, apenas un 0,25% (sí, leyó bien, un 0,25%) de las denuncias por violaciones a los derechos humanos han tenido una condena. Es decir, somos una sociedad que apuesta por la impunidad. De hecho, el Estado de Chile se defiende de las demandas contra el Estado con excepciones vergonzosas y un triste negacionismo. Eso somos.

En Chile, nuestros niños son golpeados y maltratados, con la tolerancia y complicidad silenciosa de un mundo adulto e indolente; nuestros viejos y viejas, a los que llamamos “adultos mayores” para mostrar más respeto, languidecen y mueren en abandono y en la mayor de las tristezas; a nuestros trabajadores los explotamos con sueldos que apenas mitigan las angustias de quienes cuidan a sus niños.

También maltratamos a las mujeres desconociendo sus aportes y pagándoles menos por iguales trabajos; construimos un sistema educacional que segrega a favor de pocos y mutila los sueños de tantos niños y niñas cuyos ojos llenos de esperanza se opacan antes de llegar a la adolescencia y se apagan cuando comprenden que no estarán invitados a ser felices; nuestro sistema judicial persigue a los pobres con saña y trata a los poderosos con un servilismo que causa vergüenza ajena. Somos una sociedad cruel, donde quien cae en desgracia se encuentra solo, completamente huérfano.

En el año 2022, según un informe del Ministerio de Salud, más de 44 mil personas fallecieron mientras esperaban ser atendidos y formaban parte de una lista de espera (ver link). Por supuesto, esto no quiere decir que estas 44 mil personas fallecieron porque no fueron atendidas oportunamente; en otras palabras, solo una fracción de estas personas fallecieron a causa de la patología cuyo tratamiento esperaban. Pero esa “fracción”, que podría ser del 5 o 10%, siendo conservadores, representa una enorme e inaceptable cantidad de personas que fallecieron por nuestra desidia. Eso es crueldad, en su forma más pura.

Ahora bien, veamos exclusivamente el asunto de las esperas. El Ministerio de Salud señala que la mediana en las esperas quirúrgicas es de 289 días, en tanto que la mediana en la lista de espera por una consulta es de 240 días. Pocos chilenos tenemos el privilegio de que frente a un dolor, ante la necesidad de una intervención quirúrgica o de una opinión médica, podemos acceder a medicamentos, a equipos médicos y consultas con especialistas en cuestión de días.

Pero muchas personas, muchísimas personas, deben esperar 289 días para una operación o 240 días para preguntarle al doctor por una dolencia. Todo ese tiempo sin tratamiento efectivo significa, en muchos casos, un grave empeoramiento de la condición de salud asociada a la patología. Eso es crueldad, en su forma más pura.

Este es el gobierno más progresista que podríamos tener. El que podría ser más sensible al dolor de los demás. El que podría obsesionarse como ninguno para mitigar tanto sufrimiento evitable. Pero ahí siguen los niños maltratados, los viejos abandonados y con pensiones ridículas, las cárceles de los pobres y los arrestos domiciliarios en parcelas de los poderosos. Pero no culpemos a un gobierno bastante atado de manos y sin poder en el Congreso, pues nuestro esquizofrénico sistema político y nuestros aún más esquizofrénicos electores determinan gobiernos sin parlamentarios (es decir, se vota por unos para gobernar, pero por otros para legislar).

Y, de nuevo, ahí están los pobres, siempre olvidados, siempre postergados. La salud de los pobres no nos importa como sociedad, ni siquiera cuando hablamos de los niños. Sencillamente, no vemos el sufrimiento de los otros. Y no me vengan con que no se puede solucionar. Bastaría con recobrar las riquezas naturales de las manos de quienes las secuestraron; podríamos usar toda, absolutamente toda, la riqueza que implicará el litio en cuidar a nuestros niños y viejos, en lugar de entregarla privados y conformarnos con royalties o impuestos.

Pero para eso, como para el medio litro de leche, hay que tener otro tipo de compromiso con los pobres y otra envergadura humana para enfrentar a los poderosos. Por eso, entre otras muchas cosas, y pese a la tristeza que me causa decirlo, Boric no es ni será Allende.