Los príncipes azules siguen habitando e inquietando los sueños de nuestros adolescentes pueblos. Ahora me parece que durante el estallido social de 2019, cuando todo el país salía a las calles coreando «Chile despertó», el pueblo estaba en su más profundo sueño.

Los sueños son maravillosos. No podemos vivir sin soñar y conocemos el importantísimo rol que cumple el sueño para las funciones vitales de nuestro organismo. El problema es cuando profundamente dormidos empezamos a hacer nuestros planes en el mundo real. No podemos esperar más que las tristes desilusiones, como las que ha vivido Chile después del segundo referéndum constitucional del domingo 17 de diciembre de 2023.

En la memoria de mi teléfono todavía hay decenas de videos filmados en las calles de Santiago, con millones de chilenos saliendo a exigir el cambio del sistema político impuesto por Pinochet. Fue tan hermoso ver ciudades enteras tomadas por el pueblo, miles de ejemplos de auto organización, solidaridad y amor humano frente a la brutal represión policial; piedras contra balas, poesía contra barbarie y una gran necesidad colectiva de creer que esta vez por fin… Con todos mis amigos chilenos y latinoamericanos que venían a apoyarnos fui parte de esta locura, en la que todos sentíamos lo mismo.

El resultado ha sido un desastre total. Ahora con el presidente Gabriel Boric, exdirigente estudiantil de izquierda convertido por la magia negra del poder en un demagogo, en un fiel representante local del imperio del norte y admirador de Zelenski, con quien está adquiriendo hasta cierto parecido físico. Chile está gobernado por un grupo de ineptos, prepotentes y mediocres personajes con un verdadero aumento de la delincuencia, pero con la misma represión de siempre contra las fuerzas sociales.

Se prepara un terreno ideal para el regreso al poder en las próximas elecciones del pinochetismo más puro y duro, para poder hacer una dupla ideal con el vecino Milei.

Comparando los resultados de hoy con el proceso político chileno de las últimas décadas, vemos cierta tendencia a la repetición de los entusiasmos románticos colectivos que siempre siembran grandes frustraciones y resacas sociales. No digo con esto que no vale la pena luchar, solo insisto en que es necesario tener los ojos bien abiertos.

La heroica e inolvidable epopeya del gobierno de la Unidad Popular de 1970 a 1973, un verdadero proceso revolucionario en condiciones de democracia, llamado también «la vía chilena al socialismo con sabor a empanadas y vino tinto», se derribó con un baño de sangre y terminó con la instalación de una de las dictaduras largas y astutas del continente. Y hasta ahora desde el 73 queda una terrible pregunta sin respuesta: ¿Qué posibilidades tenía el proyecto de Allende? ¿Qué otra cosa se podía hacer para evitar la tragedia? Un viejo amigo socialista en Punta Arenas me comentó que «quitarnos el poder era tan fácil como quitarle un helado a un niño». Reconociendo la cruda realidad de aquel momento histórico, deberíamos reconocer que el gran proyecto humanista de la Unidad Popular desde el triunfo electoral de Allende estaba destinado al fracaso. Los revolucionarios chilenos no tenían ni fuerza real ni los mecanismos para convertirse en poder con capacidad para defenderse. Su enemigo siempre estaba en una ventaja y solo esperaba el momento para un golpe certero.

Los manifestantes que salimos a las calles de Santiago y otras ciudades chilenas no teníamos nada aparte de unas cuantas consignas, el sueño de derrotar la Constitución de Pinochet y cambiar el sistema capitalista salvaje para que el Estado volviera a realizar sus deberes fundamentales, haciéndose cargo de la educación, salud y pensiones. Estábamos orgullosos de no tener ningún proyecto claro, ninguna organización, ninguna bandera y ningún líder del movimiento. Fue una situación ideal para la experimentada y súper astuta derecha chilena (donde los pinochetistas desde hace décadas son los socios de los socialistas arrepentidos) para que se recuperara del primer choque, retomara el control y designara al ambicioso y ególatra compañero Boric como el futuro presidente de ‘izquierda’.

Estamos viendo cómo los mismos pueblos, por falta de formación ideológica y social, facilitan el trabajo de sus enemigos. Sin duda, en una gran medida es el trabajo de los medios y producto de la destrucción de la educación pública, pero con las explicaciones ya no basta, necesitamos buscar nuevos caminos.

Chile siempre ha sido un país muy constitucionalista, con ciudadanos realmente obedientes a la ley. Eso fue desde mucho antes de la dictadura pinochetista y sin esta característica del pueblo chileno, Salvador Allende jamás hubiera llegado a ser presidente. Y por eso el dictador Augusto Pinochet necesitó cambiar la Constitución, asegurando de este modo la destrucción del Estado y el control de las élites económicas sobre el país, independientemente de la voluntad de sus ciudadanos. La Constitución de Pinochet es una obra maestra del poder para legalizar un sistema profundamente amoral e imposibilitar cualquier cambio verdadero.

Los que admiraban tanto a Chile en las últimas décadas por su ‘baja corrupción’ del poder no solían ver que la esencia de la Constitución pinochetisa consistía en legalizar la brutal injusticia social como la base del modelo, así que los principales criminales no necesitan violar ninguna ley.

Frente a este hecho surgió una creencia ingenua, que para acabar con la injusticia en Chile casi bastaba solo con cambiar la Constitución y la rebelión civil ciudadana de octubre de 2019 como su principal demanda presentó el cambio de la Constitución de Pinochet, vía una asamblea constituyente. El cambio de la ley necesitaba como mínimo un proyecto social diferente y una organización ciudadana capaz de hacerse cargo de la transformación del país. Lamentablemente nada de eso se pudo lograr.

La vieja clase política encontró acuerdos con la pseudo-izquierda joven, en vez del bagaje cultural de la izquierda tradicional formateada por TikTok y Twitter, y en vez de crear un auténtico proyecto ciudadano, la antigua Constitución de Pinochet fue reciclada, reeditada y presentada en dos versiones: la de la pseudo-izquierda (fracasada en el referéndum del 4 de septiembre de 2022) y la de la derecha pinochetista (afortunadamente, fracasada ayer, 17 de diciembre de 2023). Por suerte, porque la «nueva constitución» en su última redacción parece una burla, iba a ser más neoliberal y pinochetista que la de Pinochet.

Es muy loco ver las estadísticas de opinión pública en Chile respecto a la nueva constitución. Más de un 78 % de chilenos en el plebiscito nacional del 25 de octubre de 2020 exigió reemplazar la Constitución de la dictadura por una nueva. Pasaron menos de dos años y el proyecto de la nueva constitución «más progresista», que fue redactado después de una serie de acuerdos y compromisos entre los grupos políticos y bastante lejos de la idea inicial de una Asamblea Constituyente Ciudadana, fue rechazado por casi el 62 % de chilenos. Y este último texto, redactado y controlado por la derecha obtuvo un fulminante 56 % de rechazo.

El presidente ‘progresista’ suspira resignado y el viejo dictador sonríe desde su tumba. La ‘izquierda’ que desde hace tiempo no tiene nada de izquierda, aparte de sus banderas, nostálgicos discursos y héroes traicionados, sigue cumpliendo la misión que le asignó la derecha.

Una vez más, con todo y los errores que pueda cometer el pueblo eligiendo mal, sigue siendo más sabio que sus gobernantes.