Cuando en el escenario latinoamericano comienzan a sucederse fuerzas y candidatos de ultraderecha y algunos de ellos hasta llegan a ser gobierno, es hora de que el progresismo haga su mea culpa y reconozca qué lejos ha estado de  hacer de las mayorías pobres y desposeídas sujetos de sus políticas (y no meros objeto de ellas), encarrilando las ideas de democracias participativas, dignidad e inclusión social, soberanía e integración regional.

Una cosa es el acceso a un gobierno y otra la toma del poder. Para la primera basta con ganar unas elecciones. Para la otra, se necesitan ideas, programas, definiciones claras, enamorar al pueblo. Hoy se confunden progresismo y socialdemocracia, democracia con actos electorales.

Nuestra izquierda ha renunciado a la incorreción política y a la política radical. Luce de buen porte, pero en realidad se porta bien. Ya parece ser la hora de asumir que ninguna posición moderada es capaz de vencer una crisis: solo la política radical puede hacerlo. Incluso para ser un demócrata radical hace falta ser radical, y no solo en los discursos.

Pero nuestras (autocalificadas) izquierdas viven desde hace décadas en la derrota anticipada; van como disculpándose, buscando el centro, o la cuneta, evitando la identificación con Lenin, con el socialismo, con Cuba, con Venezuela, o cualquiera de las otras leyendas negras para niños del siglo XXI, señala La Tizza.

Gracias a titubeos, indefiniciones, torpezas de gobiernos supuestamente progresistas, estamos viviendo una ofensiva de la derecha más reaccionaria y dependiente, mientras el progresismo se muestra incapaz de rediseñar su discurso y sus formas de acción. La derecha no va por la imposición de medidas regresivas, sino que se propone concretar un cambio cultural que rompa los valores de las izquierdistas y los lazos solidarios tejidos durante el comienzo del milenio. Volver al pasado es su futuro.

El fin de ciclo del progresismo no refiere solo a la caída de los gobiernos sino a una forma de comprender y ejercer el poder. Ya no ocupa el centro de escena mientras se consolidan nuevos gobiernos que no parecen constituir apenas una interrupción temporaria para un progresismo que, en el corto plazo, tendría condiciones de retornar.

Sin fuerza para proponer una agenda de cambio, o para frenar un ciclo conservador iniciado ya en tiempos de sus gobiernos, el progresismo aún abre discusiones como fuerza con capacidad de bloqueo. Exige un alineamiento cerrado, desde el gobierno o como candidaturas que buscan retornar, que obstaculiza la construcción política incluso dentro de sus propias filas.

Ante el avance de la ultraderecha en varios países de la región, el exvicepresidente de Bolivia e investigador social Álvaro García Linera señaló,  que “Las promesas de justicia e igualdad no se están cumpliendo y si desde el progresismo no somos capaces de dar respuestas concretas a la angustia de la gente no la culpemos a la gente de abajo por darnos la espalda”

El progresismo latinoamericano se ha ido deslizado al centro y ha perdido la radicalidad que lo caracterizaba. Es superado por otras opciones que provienen del sistema y, desde la misma lógica de comunicación-polarización, se imponen como alternativa. ¿Tiene alguna manera de recomponerse o se trata de un suicidio ideológico? Lo cierto es que -en general- las promesas de justicia e igualdad no fueron ni se están cumpliendo por parte de los gobiernos progresistas.

“Si desde el progresismo nosotros no somos capaces de entender eso no culpemos a la gente de abajo por darnos la espalda”, señaló el ex vicepresidente boliviano Álvaro García Linera, tras el triunfo en primarias del candidato ultraderechista Javier Milei en Argentina. “Recuperar la esperanza no es decirle a las personas ‘cuidado que vas a perder derechos’, añadió.

La democracia representativa, la propiedad privada, la cultura eurocentrista, el sufragismo y los partidos políticos son algunas de las verdades reveladas que organizan nuestra vida institucional, nuestra democracia declamativa desde el siglo 19. La profundidad de la crisis actual cuestiona a la modernidad y al capitalismo, lo que obliga a cambiar los paradigmas que hacen a la vigencia del Estado.

Hace seis años (1) hablaba de los “bates quebrados” como se le dice en el Caribe -usando la jerga del béisbol- a los dirigentes que ya no tienen nada que aportar y han quedado en los archivos de la historia. Pero alguno, como Lula da Silva (quizá ante la falta de otros bateadores) logró volver al poder, para darle fuerza a una “segunda ola progresista”, esta vez con alianzas con fuerzas muy poco progresistas. Otros sueñan con volver y se esfuerzan que nadie pueda bloquear sus apetencias presidenciales.

La palabra “progresismo” había adquirido un inesperado prestigio. Curioso, porque una parte importante de quienes hablan en su nombre son personas que suelen defender posiciones genéricamente identificadas como de derecha. Desde la intelectualidad europea se ha logrado imponer el imaginario colectivo de que el progresismo es un modo de nombrar a la izquierda. Craso error… o confusionismo.

El académico argentino Atilio Borón señala que en nuestro análisis hay una sobreestimación de las fuerzas del campo popular, que corren en parejas con la subestimación del poderío de la derecha y el imperialismo, además de una renuencia a aceptar que las figuras principales de este proceso (Lula, Cristina, Correa y Evo) ya no pueden prevalecer electoralmente en soledad y necesitan forjar alianzas con algunos representantes del centro político. De lo contrario, dice Borón, no pueden ganar ninguna elección. ¿De eso se trata, de ganar elecciones?

Reconoce que las raíces de este problema son varias: los imperativos de la competencia electoral y una ambigüedad de los principales actores politicos y las coaliciones reformistas, que pueden llegar al gobierno, donde se encuentran que se gobierna con un aparato estatal obsoleto y, sobre todo, débil con relación a los poderes fácticos que han colonizado buena parte de los aparatos estatales.

Uno de nuestros problemas es vernos con ojos del pasado, lo que nos hace pelear en campos de batalla equivocados y/o perimidos, mientras las corporaciones mediáticas hegemónicas desarrollan sus estrategias, tácticas y ofensivas en los nuevos campos de batalla de las transformaciones sociales y políticas, a partir de la digitalización de la economía y la consolidación de la virtualidad como nueva mediación económica, política y social.

La crisis del sistema institucional abre nuevos interrogantes de si -en verdad- un gobierno de carácter progresista es garantía de una avanzada popular, señalan los jóvenes Paula Giménez y Matías Caciabue, del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico.

Desde los progresismos y las izquierdas políticas, feministas e incluso ecologistas, no se supo ver ni sopesar la gran transformación que se gestaba desde abajo, reforzada por los efectos amplificadores de la pandemia. En Argentina quizá se la vio asomar como efecto bolsonarista o trumpista en clave local, pero obviamente no se tuvo la capacidad de dar respuestas políticas adecuadas, pese a que se creía que se había ganado parte de la batalla cultural.

La pregunta que viene sola, recurrentemente, es porqué esa rabia, ese hartazgo no fue capitalizado por la izquierda o la centroizquierda política. La mayoría silenciosa se vio representada en la ultraderecha. La responsabilidad de la distopía cae, sobre todo, sobre el supuesto “progresismo” gobernante en varios de nuestros países.

El ciclo que se iniciara en el estallido de 2001 argentino -con el reclamo de “que se vayan todos”- no finaliza con la restauración del vínculo social sino con la defensa del individuo trabajador, ignorado y/o explotado por un Estado ineficiente y corrupto. El círculo que 22 años atrás comenzó como un estallido y se fue desplegando por izquierda, se cierra ahora por derecha (y/o ultraderecha).

El progresismo de los noventa no era necesariamente mejor que el actual, pero lo ayudaba la época. Nada de lo democrático, de lo históricamente sensato del progresismo se ha agotado. Lo que debiera agotarse es esa retórica que combina la denuncia de los males de la injusticia sin ofrecer soluciones, proyectos, programas, en un mundo que ha cambiado mucho en los últimos 20 años, incluyendo las formas de lucha política. Suele ser, al mismo tiempo, intransigente en sus demandas y moderado en sus prácticas.

“Si tenemos un concepto amplio de la democracia, como un gobierno elegido por el pueblo, ejercido por el pueblo y para el pueblo, es claro que la democracia está amenazada. Si reducimos la democracia a las elecciones, hay democracia formalmente hablando. Pero si nos complicamos la vida y decimos que la democracia es quién ejerce el poder: no lo están ejerciendo los partidos, sino estos poderes fácticos”, señala el expresidente colombiano Ernesto Samper.

Edgardo Mocca afirma que el progresismo tiende a repetir la vieja saga de una izquierda que combinó la fascinación teórica por la revolución con la impotencia política y, muchas veces, la colaboración con las fuerzas históricas del privilegio.

Ernesto Samper, numen del Grupo de Puebla, del progresismo regional, señala que unos 50 o 60 dirigentes -entre ellos doce expresidentes– están trabajando en un proyecto político solidario que busca reemplazar al fracasado modelo neoliberal. “Tenemos la mayor parte de las empresas quebradas. Se juega la reactivación económica, la recomposición del tejido social y también el replanteamiento de la democracia. A eso se le agrega el uso excesivo de la fuerza para contener la protesta social, la manera en que se están utilizando las facultades excepcionales, la judicialización de la política. De una manera sobresaliente, se está utilizando a la Justicia como un arma política”, añade

Es la necesidad de plantear un nuevo mapa y comportamiento de la izquierda latinoamericana… y la gente está esperando algo más del progresismo, al menos que presente un modelo alternativo. Samper reconoce que “nunca había sido la integración tan importante como ahora y nunca hemos estado tan desintegrados como ahora”.

Progresismo ¿sin progreso?

En los análisis de las recientes victorias electorales progresistas, se suele omitir que se llega al gobierno sin mayorías parlamentarias, en sociedades profundamente divididas, con una desigualdad creciente, donde las derechas se han fortalecido al punto no solo de ganar elecciones sino de poder vetar los cambios.

Un resultado electoral puede enmascarar el panorama político. Porque la realidad es que los mercados globales juegan en contra de la más pequeña modificación de las reglas del juego y que las fuerzas progresistas a menudo no tienen ni la voluntad ni las propuestas adecuadas para modificar la realidad que heredan.

Desde 2018 se han registrado en la región varios triunfos de candidatos calificados como progresistas: Andrés Manuel López Obrador en México, Alberto Fernández en Argentina, Luis Arce en Bolivia, Pedro Castillo en Perú, Xiomara Castro en Honduras, Gabriel Boric en Chile, Gustavo Petro en Colombia, Bernardo Arévalo en Guatemala.

Entre 1999 y 2005 en Venezuela, Argentina, Brasil, Uruguay, Ecuador y Bolivia, la primera ola progresista parió gobiernos que fueron producto de ciclos de luchas populares, que desbarataron la gobernabilidad neoliberal focalizada en privatizaciones de empresas estatales. Esta segunda ola de gobierno progresistas difiere de la primera, ya que acota las posibilidades de transformaciones profundas y los alcances que pueda tener .

Pero, ¿tienen algo para ofrecer los progresistas a las nuevas generaciones? En sus experiencias anteriores olvidaron sembrar ciudadanía, comunidad organizada, es decir, organización protagónica del pueblo. No se logró convertir al ciudadano en sujeto político (tampoco estoy seguro que eso estuviera en el planes de muchos). Sí, se obtuvieron beneficiarios de las políticas de inclusión y distribución de la renta, pero estos beneficiarios suelen emigrar con quienes les ofrezca más esperanza y cambio.

En el escenario latinoamericano está incursionando una nueva ultraderecha racista y antifeminista, con discursos peyorativos en relación a las mujeres, el aborto, el matrimonio igualitario y las disidencias sexuales.

Si bien durante muchos años las izquierdas, los sindicatos y movimientos populares tuvieron el monopolio de calles y plazas, ahora son la derecha y la ultraderecha las que comenzaron a ocuparlas de forma casi permanente, lo que no sólo pone límites a las fuerzas progresistas, sino que a menudo las desconcierta y desmoviliza.

El sentido de buscar el poder del Estado es usarlo para derrotar a la clase dominante, no para dormir con ella. Desarrollar un proceso revolucionario -un cambio social fundamental en la estructura del poder- implica transformar indignaciones sociales en movimientos políticos, lo que implica la formación de nuevos contingentes de cuadros, dejando de lado del facilismo “moderno” de recurrir a formadores de imagen para ganar una elección: el problema es saber para qué se quiere ganar.

La primera limitación para una segunda ola progresista es la crisis global, de la globalización, y también la crisis civilizatoria que vivimos y padecemos. El creciente enfrentamiento entre EEUU y la Unión Europea con Rusia y China, configura un escenario complejo ante el cual los gobiernos progresistas no se sienten cómodos.

Más allá de lo que piensen en Washington o Bruselas, los gobiernos de la región necesitan comerciar con China, que suele ser su principal socio comercial, pero siguen mirando a Estados Unidos como referente con el cual, con la excepción de Venezuela, Nicaragua y Bolivia, no quieren tener problemas.

Por un lado sigue vigente, el bloqueo de Washington contra Caracas —con sus tremendas secuelas económicas— que EEUU quiere mostrar como un factor disciplinador para los gobiernos progresistas, muchas veces desorientados ante la gravedad de la crisis global, a la que no han podido anticiparse ni encuentran el modo de posicionarse ni como naciones ni como región.

Sudamérica, que tiene una profunda relación comercial con China, mientras  Centroamérica y México siguen inclinados hacia Estados Unidos. El presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador formula permanentes críticas verbales, mientras sigue alineado con su vecino del norte, tanto en la represión a los migrantes como en las relaciones con China.

Otra limitación, que no afectó a la primera ola progresista, es la militarización creciente de nuestras sociedades, que se viene intensificando desde la crisis mundial de 2008, y que atraviesa a todos los países con modos y formas diferentes. América Latina es la región más desigual del mundo, y la intervención de las fuerzas armadas y policiales en el control de las poblaciones persigue congelar esa situación.

En varios países de la región un aspecto central de la militarización es el despliegue de grupos ilegales integrados por exmilitares y policías -paramilitares-, dedicados al control de la población y a hacer negocios con las necesidades básicas del pueblo, como el transporte, el acceso al gas y la conectividad.

Grupo de Puebla y la nueva hoja de ruta

La actual hoja de ruta propone el abandono definitivo del anacrónico modelo neoliberal, de vocación extractivista, (aunque nunca habla del capitalismo) que ha dejado efectos difícilmente reversibles sobre el medioambiente, ha significado alarmantes niveles de concentración de la riqueza que nos convierten en la zona más desigual del planeta y ha atrofiado los circuitos de redistribución.

Es un “modelo” de muy buenas intenciones, pero se debiera deja en claro: a) cómo se llevan adelante estas propuestas,  b) quiénes representan las fuerzas del cambio y c) dónde se ubican las resistencias. Una hoja de ruta que carece de siquiera citas al poder de las trasnacionales, al complejo industrial militar, financiero y digital, a eso que los de izquierda llaman imperialismo. ¿Hay vergüenza de hacerlo explícito?

Sus integrantes, a título individual (no representan a partidos ni organizaciones de masa) han sido o son presidentes de gobiernos, jefes de Estado, dirigentes de partidos políticos, ministros, embajadores. Esos personajes de los que hablan los medios y la gente cree que sus decires tienen peso alguno en sus propios países y/o en el contexto internacional.

El sociólogo argentino Pedro Brieger, al hablar del foro político y académico Grupo de Puebla -sucesor latinoamericano del Grupo de Biarritz de tres décadas atrás, también liderado por el expresidente colombiano Ernesto Samper- señala que “los participantes admiten que por ahora es en un lugar de encuentro y de debate. Pero también de intervención concreta, como quedó demostrado con la operación de rescate de Evo Morales, que se articuló en los pasillos del encuentro presencial en Buenos Aires en 2019.

Es difícil saber cuál será el futuro del Grupo de Puebla, pero la esperanza de quienes lo apoyan está en que pueda contribuir a que se socialicen las experiencias de la “primera ola” progresista de tres lustros atrás para que nazca una “segunda ola” de gobiernos con fuerte apoyo popular y dispuestos a avanzar en las profundas transformaciones estructurales que necesitan América Latina y el Caribe. Amén.

Para el chileno Marcos Roitman, el progresismo del Grupo de Puebla acaba por remozar al capitalismo y señala que aloja cierta desazón y perplejidad, cuando se pasa revista a los fundadores. “Su diversidad podría ser un plus, pero cuando unos y otros están en las antípodas, la duda se abre camino (…) La lista de neoliberales conversos es grande y genera desazón”, añade.

Entre otros está el chileno José Miguel Insulza, ex secretario general de la OEA, el que combatió y declaró la guerra a Venezuela y su presidente Hugo Chávez, quien se opuso a la extradición de Pinochet a España, avaló las políticas estadounidenses para América Latina y como ministro del Interior del gobierno de Ricardo Lagos aplicó la ley antiterrorista de la dictadura para reprimir al pueblo mapuche, recuerda.

En la lista figura el monárquico José Luis Rodríguez Zapatero, quien siendo presidente del gobierno español pactó en 2011 la reforma del artículo 135 de la Constitución para limitar el gasto social a la estabilidad presupuestaria, un verdadero golpe de Estado judicial o lawfare. Además fue artífice del acuerdo para la instalación en España del escudo antimisiles y los vuelos hacia Guantánamo.

¿Nuevos socialdemócratas?

Los procesos políticos del cono sur de América Latina suelen ser analizados en sintonía con la experiencia de las socialdemocracias europeas, sin tener en consideración que poseen particularidades que impiden utilizar conceptos nacidos en otros tiempos para comprender otras realidades: Los gobiernos llamados progresistas responden a procesos originales en un momento muy particular del capitalismo global.

Después de la Segunda Guerra Mundial , los nuevos partidos socialdemócratas controlaban en Europa occidental los grandes sindicatos a través de los cuales monopolizaron la representación del mundo del trabajo, tras aceptar la economía de mercado y establecer compromisos con las burguesías que se plasmaron en el Estado del bienestar. En América Latina, lo más cercano a este modelo fue el varguismo en Brasil y el peronismo en Argentina. Ambos se apoyaron en la creación de grandes empresas estatales que jugaron un papel destacado en el proyecto desarrollista.

Los progresistas ya no hablan de derechos universales, sino de inclusión y ciudadanía, que pretenden construir en base a transferencias monetarias que son en realidad nuevas formas de clientelismo. Se abstienen de cualquier reforma estructural, que pudiera espantar a los inversionistas del modelo extractivista. La creciente marginalización de los de abajo,  se resuelve con asistencialismo y militarización de las barriadas periféricas pobres.

En resumidas cuentas, profundización del capitalismo, desorganización creciente de la sociedad, domesticación de la mayor parte de los movimientos, y represión para los obstinados, señala Raúl Zibechi. Esto se completa con una novedosa asociación entre capital y Estado, convertido en una suerte de central de inteligencia que orienta la centralización y verticalización del capital, según el sociólogo brasileño y fundador del Partido de los Trabajadores Luiz Werneck Vianna.

Si bien hoy los pobres tienen ahora acceso al consumo (celulares, ropa de baja calidad, motos y a veces hasta automóviles en cuotas), el poder del trabajo es cada vez menor, a diferencia de lo que sucedía con la socialdemocracia que buscaba evitar un deterioro del poder de sus representados para poder mantener el suyo.

Cuando el Estado es cooptado por el capital centralizado y los movimientos convertidos en meras organizaciones, calco y copia de las organizaciones no gubernamentales (ONGs), muchas veces financiadas por la socialdemocracia europea, relanzar la lucha social no es tarea sencilla, porque en realidad el progresismo y sus intelectuales buscan erradicar el espíritu crítico, la creatividad colectiva y la confrontación que caracterizó siempre a cada ciclo de luchas.

“La gente no es masoquista y siempre tiene razones” detrás de su voto, precisó García Linera. “Si no somos capaces de dar respuestas concretas y rápidas que resuelvan la angustia e incertidumbre que corroe el alma colectiva, lo va a hacer alguien más, (quizás) la derecha más cavernaria, el neoliberalismo salvaje”, dijo.

¿Había (o hay) una ideología progresista? Nadie sabía bien a principios de siglo hacia dónde podían desplazarse los gobiernos de Rafael Correa y Evo Morales, en Ecuador y Bolivia, porque el radicalismo aún campeaba en sus filas, pero se fue extinguiendo de a poco cuando llegaron al gobierno. Hoy Evo insiste en ser nuevamente candidato en 2025, mientras Correa mira el panorama desde su exilio en Bruselas.

Es fácil mostrar que ninguno de los gobiernos progresistas ha cumplido sus promesas más atrevidas. Muchas de las críticas pueden interpretarse como causadas por el incumplimiento a la promesa de cambios profundos. La réplica usual es que esos cambios no ocurren «en cinco minutos». Para pensar -soñar- con otro futuro, se requiere de la memoria.

La experiencia de gobierno -¿o fue el cambio de siglo?- apagó muchos fuegos transformadores: la moderación creció poco a poco en la oposición parlamentaria, como le pasó al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) salvadoreño -y así lo reconocía en 2005 – y/o los Tupamaros uruguayos, diluidos en el Movimiento de Participación Popular dentro del centroizquierdista Frente Amplio.

Hubo derrotas sangrientas y debates en los gabinetes en el caso del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN ) nicaragüense y en el del socialismo chileno posallendista, con un  deslizamiento hacia el centro e incluso hacia la derecha. Lo mismo le había ocurrido a la socialdemocracia europea cien años antes.

La urgencia de fondos para financiar los gobiernos y las prometidas obras públicas los llevó permanentemente a repetir modelos extractivistas o agroindustriales, tal como les venían asesorando los “expertos” académicos españoles -y algunos franceses, también-y sus empresas benefactoras: llegaron nuevamente vendiendo espejitos de colores.

Pero eso no es lo peor: para justificar sus desplazamientos y traiciones, nuestros progresistas enarbolan el discurso de lo inevitable (3). A veces, ante la urgencia de evitar derrotas electorales se tolera la corrupción, justificándola en necesidades partidarias, olvidando que la razón de su existencia es justamente para evitarlo. El verso es que los negocios son “necesarios” para evitar la «restauración conservadora».

Cuando los progresistas privilegiaron el fortalecimiento del Estado y la conservación coyuntural del gobierno a toda costa, dilapidaron la oportunidad de fortalecer -aunque fuera modestamente- las alternativas radicales, aplicando medidas parecidas a las reclamadas por la derecha, olvidando que la clave de cualquier transformación profunda está en la sociedad, no en el Estado.

Pensar que el cambio puede estar en las figuras “históricas” de Pepe Mujica, Fernando Lugo, Rafael Correa o Cristina Kirchner, es apostar por el pasado (de ahí lo de bates quebrados). Más allá de los logros en sus gobiernos, fueron incapaces de crear el recambio generacional y adaptar las propuestas a un mundo que ha mutado y que sigue cambiando, incluso cuando nos despertamos de la pesadilla de la pandemia.

La primera alternativa es abrazar el giro hacia la moderación y declarar que no había nada más que esperar que lo que en verdad ocurrió. Así, la única alternativa viable es el «buen capitalismo», lo demás son sueños perniciosos o ingenuos. La segunda es afirmar, a la manera de Álvaro García Linera -y Atilio Borón o Emir Sader-, que todo lo ocurrido es perfectamente revolucionario: éstos gobiernos progresistas preparan condiciones para el desarrollo de un capitalismo moderno y avanzado que está abriendo el camino para el poder popular y la superación del capitalismo, dicen.

Una tercera alternativa, planteada desde los movimientos de base, es condenar el giro en nombre de los principios, sea de un socialismo radical, de un ecologismo de base, de un feminismo movimientista, de una interculturalidad decolonial… o de la sinceridad política. Es hora de la construcción, desde abajo, porque desde arriba lo único que se construye es un pozo.

El historiador Howard Zinn escribió: “puedo entender el pesimismo, pero no creo en eso. No es sencillamente un asunto de fe, sino de evidencia histórica. No es evidencia abrumadora, sólo suficiente para dar esperanza, porque para la esperanza no necesitamos certidumbre, sólo posibilidad”.

Notas

1. – En mi libro El progresismo en su laberinto, del acceso al gobierno a la toma del poder (Editorial Ciccus, 2017) planteaba que “para terminar con los latifundios, con la explotación, lo primero que debemos democratizar y ciudadanizar es nuestra propia cabeza, reformatear nuestro disco duro. El primer territorio a ser liberado son los 1.400 centímetros cúbicos de nuestros cerebros. Debemos aprender a desaprender, para desde allí comenzar la reconstrucción. No repitiendo viejos y perimidos análisis, viejas consignas”.

2.- “No, no… decirme progresista es correrme a la derecha: nosotros somos revolucionarios”, señaló Hugo Chávez, a quien los académicos suelen involucrarlo en la gesta “progre”, a la revista Question en 2008.

3.- En una entrevista -dos décadas atrás-, el entonces expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva dijo que se alegraba de no haber ganado la elección de 1989, porque en ese entonces el Partido de los Trabajadores era demasiado radical. Cuando finalmente ganó en 2002, ya había domado a los revoltosos y llegaba al poder sin estruendos.

 

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