Por Margarita Calderón

A los occidentales nos robaron el acceso y la capacidad de entrar en contacto con lo Sagrado. En todas las formas, no sólo en el sentido religioso o místico, sino también en el arte, en la comunicación con nuestros semejantes, con la naturaleza y con nosotros mismos. La elevación de la razón y el ego al nivel de dios, todopoderoso y omnisciente, que no quiere ver nada que se le diferencie. Nos enseñaron a creer sólo en la razón, la humana, cuyo sueño en los grabados de Goya produce monstruos. Esa razón que no tiene acceso a nada que no sea materia tangible, una razón que convirtió a su propio dios en una explicación racionalista (vamos a decirlo sinceramente, un poco tirada de los pelos) y que quiere explicar el alma humana y sus quehaceres con palabras y teorías. Cuando digo el alma humana me refiero al conjunto de emociones, sentimientos, pensamientos y demás funciones y productos humanos que nos conforman como seres con valores e instintos no sólo de búsqueda de comida y reproducción.

En el arte lo vemos en la desacralización que sigue llevando a cabo el postmodernismo: la explicación racional de un objeto de arte, porque no es una obra que tiene valor inmanente, sino es a través de una verborrea objetiva que se debe convencer al público desde la razón de que es arte. En la religión lo vemos con la multiplicación de las iglesias en productos de dios «al alcance de la mano», carentes de un ritual de iniciación que nos permita acceder a lo Sagrado. Con música popular mal tocada, para evitarles a todos el esfuerzo de tener que aprender latín, o aprender a cantar afinadamente, o bañarse y vestirse bien antes de la misa, aprender de memoria las oraciones, etc. Porque aquí el tema, de hecho, no es dios, sino los valores que todo esto conlleva. Esto es sólo un ejemplo, pues pasa también en la escuela, la educación en general. Es la tendencia generalizada a la pereza, a no querer hacer nada con empeño o dedicación. La pereza de transformación de uno mismo, de su propio hacer, porque cuesta demasiado tiempo, esfuerzo y es mejor cambiar los conceptos estéticos y éticos, que trabajar por ellos.

El capitalismo quiere que todos seamos iguales, sí, el capitalismo, no el comunismo. Porque es él el que quiere vender más y más y no va a desilusionar o dejar fuera del mercado a los sin talento, sin tenacidad o sin valores. Todos deben tener su hora en el estrellato. Vende más quien pinta unas florecitas y unos lindos gatitos que un artista que pasó toda su vida explorándose a sí mismo como creador; venden las iglesias que te ofrecen a dios en ayuda de emergencia para curar, tener dinero, casa, auto y demás. Dios aquí y ahora: en forma de Buda, Vishnu, Alá, Krishna o el que sea, qué importa, si lo que cuenta no es el camino que hago yo hacia mí mismo sino el que la «sabiduría para dummies» en frases célebres se cuela por cualquier rendija de internet o del mundo. Y es precisamente el pensamiento racionalista el que nos ha llevado a eso. Porque nos despojó del sentimiento de ser nosotros mismos seres sagrados que se respetan y aman a sí mismos y ven al mundo también con respeto y amor.

Quienes optaron por apartarse de la religión judeocristiana lo hicieron rumbo a la ciencia. La nueva diosa ciencia que para muchos ha sido vista y concebida por encima de cualquier relación histórica o social. La negación de la espiritualidad a través de la razón sólo ha conservado el pensamiento mágico primitivo, sin concederle al ser humano el valor que se merece como ser íntegro e integrante de la naturaleza y el universo. Pasamos de la adoración desmesurada de un dios más similar a nosotros mismos y nuestros defectos que cualquier otro de la antigüedad. Un dios que exige sacrificios de nuestro propio ser a costa de nuestra felicidad o tranquilidad, desfigurado hasta lo grotesco que exige nuestro dolor y renuncia a la vida. Un dios que ve nuestro cuerpo (supuestamente hecho a su imagen y semejanza) con asco y menosprecio, que exige reprimir nuestros sentimientos y pensamientos y cuyo poder se basa en manipularnos al hacernos sentir culpables de ser lo que somos.

Ese es el dios que debía haber muerto cuando Zaratustra bajó de su montaña y nos informó sobre su muerte. Pero este dios, más similar sinceramente a un demonio que se alimenta de nuestro dolor y prometiéndonos la ilusión de un paraíso nos hace vivir en un infierno, es un dios camaleónico. Quien lo deja y va en búsqueda de otros dioses a encontrar otras verdades absolutas, está siempre propenso a tener siempre de lo mismo pero con diferente nombre. Quien mató a dios en aras de la razón, la convirtió en el nuevo dios. Quien encontró a la ciencia, la elevó como verdad absoluta, quien encontró a Budda como justificación de su menosprecio al mundo en su deseo de huir de él y no querer enfrentarse a sus propias incapacidades, quien encontró a un Krishna moderno que con histeria llega a acusar a otros de la violencia y odio que lleva dentro. Los ejemplos son interminables. La búsqueda de religiones con sus dioses del tipo que sea que sólo llevan a encubrir nuestro menosprecio hacia los otros y nosotros mismos y que no nos exigen una transformación real de nosotros mismos.

Así que no es de sorprenderse el giro que ha tomado el que debía ser el humanismo por excelencia venido con la muerte de dios. Acabar con la moral, en resumidas cuentas, acabar con la doble moral, con los principios impuestos jerárquicamente desde fuera debería haber significado un retorno a la idea del conocimiento, a la sabiduría, al “gurú” interior que en tantas culturas está presente. Así como Nietzsche habló de la transformación final del alma en niño, niño que crece y crea, después de haber sido un camello que carga resignado con todo lo que no le corresponde para luego ser león que destruye todo lo que se le ha dado y no le sirve más. Nuestro mundo se ha quedado destruyendo sin entender en qué momento debe empezar a crear. La destrucción también es un acto creativo, siempre que no lleguemos a destruir ese contacto con nuestra fuerza y poder creadores. No en vano Nietzsche escogió a Zaratustra, el primer profeta que ofreció la idea de un dios creador y dador de luz y de amor, una de las tantas cosmogonías y religiones destruidas por la tradición judeocristiana.

El verdadero camino del ser humano está en el encontrarse con lo que lo hace ser parte de todo, su ser animal, ser universal, y lo que trae como ser individual. El liberarnos de los prejuicios sociales, religiosos, culturales nos ha impuesto una y otra vez nuevos prejuicios, ahora con más fuerza impuestos desde fuera a través de los medios de comunicación que imparten información pero no conocimiento. Durante toda la historia sólo hemos cambiado de ídolos, y no hemos querido reconocer en nosotros mismos lo sagrado que nos debería hacer amarnos a nosotros por encima de todas las cosas (como dicen los mandamientos que se debe amar a dios) y amar al prójimo como a nosotros mismos. No, no es un elogio al egoísmo, es elogio al humanismo.

“Y el más sabio de vosotros es tan sólo un ser escindido, híbrido de planta y fantasma. Pero ¿os mando yo que os convirtáis en fantasmas o en plantas?

¡Mirad, yo os enseño el superhombre!

El superhombre es el sentido de la tierra. Diga vuestra voluntad: ¡sea el superhombre el sentido de la tierra!

¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales! Son envenenadores, lo sepan o no.

Son despreciadores de la vida, son moribundos y están, ellos también, envenenados, la tierra está cansada de ellos: ¡ojalá desaparezcan!

En otro tiempo el delito contra Dios era el máximo delito, pero Dios ha muerto y con El han muerto también esos delincuentes. ¡Ahora lo más horrible es delinquir contra la tierra y apreciar las entrañas de lo inescrutable más que el sentido de aquélla!”

Así habló Zaratustra. F. Nietzsche.