CUENTO

 

Me arrimé y en voz baja le dije “seguime”. Lo hizo. Él es Guen, así como suena. Hijo de Eva, igual que yo, pero de otro padre. Soy el mayor y al mío no lo conocí, falleció en un accidente.

A tres cuadras de casa hay un campo perteneciente a una chacra. Lo atraviesa el arroyo “La tapera”. Me gustaría saber el porqué de ese nombre, lo voy a averiguar.

Todas las mañanas veo en una de sus parcelas, en la más verde, una docena de potros, todos admirables. También montones de aves: cotorras, tijeretas, carpinteros, renegridos, mixtos, gorriones, benteveos, ratoneras, aguiluchos, teros, churrinches, calandrias, pirinchos, horneros, colibríes y muchos más. Hay varios montes de árboles nobles, altos y erguidos.

Salimos de la calle asfaltada y entramos en una cortada por una tranquera. Para llegar a ella se atraviesa un puentecito y por debajo pasa el agüita, muy viva, que festejan los sapos y las ranas. Le dije “agachate”. Estábamos detrás de unos matorrales de cardos marianos.

Me mira asombrado pero hace caso y me escucha: fuuiiii, fiu, fu fu fiiii. Mi silbido tiene eco. Su mueca de sonrisa me delata, se dio cuenta. Me mira a los ojos de cerca y dice: una martineta, una colorada.

Le dije “¡siii, acertaste! jJa ja ja”. Y así jugamos un rato los dos con las martinetas, ya grandulones medios picados por algún mosquito travieso y ribereño. Le cuento que todos los días al ir al trabajo paso muy cerca de este lugar y las llamo y me contestan. Son una familia grande de coloradas orgullosas que se dejan ver sin problemas y me parece que hasta les caigo bien.

Pero lo más importante (le seguí hablando), es que cada vez que esto se repite me acuerdo de vos de un modo nuevo. Y de cómo “tu viejo” Roberto nos enseñaba a llamarlas agachaditos,  con un yuyo chato entre los pulgares antes de soplar.

Desde este punto de vista la relación con el tiempo no es la convencional, ya que por un tipo de emoción se puede viajar como por agujero de gusano.