Por Hugo Behm Rosas*

FRATERNIDAD EN LOS CAMPOS DE CONCENTRACION DE LA DICTADURA

Del prólogo de Miguel Lawner:

Este es un canto de fraternidad por encima del odio.

No abundan los libros escritos sobre las experiencias que sufrieron decenas de miles de chilenos, confinados por la dictadura militar en centros clandestinos de prisión, tortura y/o desaparición.

La mayoría describe, con mayor o menor detalle, los crueles tormentos a los que fueron sometidos.

El libro del doctor Hugo Behm es algo diferente. Pone énfasis en el sentimiento de solidaridad, de confraternidad y ayuda mutua entre los prisioneros políticos, que ayudan a superar las adversidades a que están expuestos. El autor destaca los lazos de compañerismo, que según afirma, no alcanza ningún momento fuera de la prisión.


LOS PERROS (2)

Al otro día, a una hora extemporánea fuimos llamados a formar. Formábamos regularmente a las 8 de la mañana y a las 8 de la noche, para cantar la Canción Nacional e izar o arriar el pabellón. Cuando había una llamada extra era o bien por una reconvención, por una visita extraordinaria o, por excepción, para leer la lista de los que serían liberados o simplemente trasladados a otros Campos de Concentración. Nos formaron en un cuadro y dejaron en el centro de la cancha un espacio libre. Una de las “cabañas” -como les llamábamos nosotros- fue llamada esa mañana. Las “cabañas” eran simples piezas que constituían las unidades de distribución, porque cada seis éramos asignados a una misma cabaña. En el centro del cuadro que nosotros formábamos, se instaló el sargento de carabineros con los perros adiestrados. Estos perros, adiestrados para atacar y matar, estaban normalmente en el Campo y eran soltados en la noche como una precaución adicional, por si alguien se atrevía o lograba salir de su cabaña. Los conocíamos
muy bien, pues recuerdo que había un perro vagabundo que por alguna circunstancia se infiltró en el Campo y decidió quedarse en él, perro al cual nosotros tratábamos con mucho cariño. Algunos lo llamaban “Mendocita”, con un ánimo jocoso evidente. Era un perro que nos daba muestras de cariño. En las formaciones o cuando comíamos se acercaba a nosotros y nos golpeaba con sus patitas, entonces uno le hacía cariño o le daba un poco de comida. Pues bien, este perro que era tan nuestro, fue una noche atacado por esta jauría de perros adiestrados; tuvimos que oír sus alaridos de dolores y de angustia y al día siguiente lo hallamos muy seriamente dañado, casi moribundo. Así es que
sabíamos bastante bien lo que podía significar el ataque al hombre por parte de estos perros adiestrados para ello.

El adiestrador se colocó en el centro y ató a un perro con una larga correa y al pelotón de seis compañeros se le ordenó trotar en círculo alrededor del adiestrador. La cancha era de arena y tenía además un desnivel, una pendiente, con un pequeño cerrito en uno de sus extremos. El trote forzado resultaba por tanto sumamente penoso y los prisioneros, que empezaron a trotar con empeño ante la orden que habían recibido, fueron rezagándose cada vez más. Uno de ellos -un muchacho delgado que tenía tuberculosis- era el que más esfuerzos hacía para mantenerse en el grupo. El carabinero que manejaba los perros tenía la soga tensa, suficientemente larga para que el perro quedara justamente detrás del pelotón de compañeros, sin alcanzarlo. En un momento dado, uno de ellos, extenuando, se quedó atrás, después se detuvo, el perro se abalanzó sobre él, le dio una tremenda dentellada y lo dejó sangrando, naturalmente. El pobre muchacho, aterrado, siguió adelante trotando como pudo. Mientras tanto, todos los
prisioneros tuvimos que presenciar este bestial espectáculo sin movernos siquiera y bajo la tensa vigilancia de nuestros carceleros armados; seguramente esperaban alguna reacción para castigarnos a todos y en todo caso era evidente que pensaban que esta demostración de crueldad y fuerza nos iba a asustar. Los seis prisioneros siguieron trotando cada vez más lentamente, cada vez con más esfuerzo, con cansancio extremo reflejado en sus rostros. Al cabo de media hora, el teniente de los ojos enrojecidos, dio orden de parar; los compañeros fueron llevados a descansar a su “cabaña-celda” y el compañero mordido y herido fue trasladado al consultorio del practicante.

A mediodía, por una situación extraordinaria, llegó de Quinteros el Jefe de la Base Cuando nos formaron a todos, uno de los miembros de nuestro Consejo de Ancianos, que era el nivel más alto de nuestra organización, se levantó y con todo coraje denunció delante del teniente el trato inhumano que éste nos había impuesto esa mañana y expresó la protesta de todos ante la autoridad máxima del Campo. Naturalmente, este capitán no podía darnos la razón -como lo suponíamos- por lo que se limitó simplemente a decir que consideraría y estudiaría el asunto. En la misma tarde se reunieron nuestras bases y directivas y se acordó explicar en un memorándum detallado el hecho inaudito que había acontecido esa mañana y expresar nuevamente nuestra protesta más firme. El original, firmado por todos y cada uno de los prisioneros, fue enviado al Jefe de la
Base y copias fueron mandadas a la Cruz Roja y más tarde a la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, por conducto confiable. Nos quedamos a la expectativa, resueltos a afrontar las consecuencias, pero la protesta había sido tan masiva y unánime la firma que no se atrevieron a tomar represalias contra ninguno de nosotros, ni siquiera contra la directiva. Semanas después supimos que el teniente había sido de algún modo reprendido. Sea como fuere, lo cierto es que nunca más volvió a aparecer en nuestro Campo de Concentración.

Esta experiencia nos sirvió a todos para convencernos que, aunque por medio de nuestra organización pudiéramos manejarnos con bastante dignidad y firmeza frente a nuestros carceleros, el riesgo que habíamos sufrido en las Casas del Terror persistía en Campos de Concentración de prolongada estancia – como el de Ritoque – y que el fascismo estaba siempre ahí latente para manifestarnos en cualquier forma u ocasión su brutalidad e inhumanidad.

Nos demostró una vez más el poder de nuestra organización: había sido nuestra solidaridad, la rigidez de la protesta verbal de nuestra directiva ante la “autoridad” y la
firmeza de nuestra reclamación escrita firmada sin vacilación alguna por cada uno de los prisioneros lo que evidentemente les demostró, de nuevo, que los prisioneros
teníamos plena conciencia del respeto debido a nuestros derechos, a nuestra dignidad de hombres y a la altivez con que sustentamos nuestras ideas.

 

 

ESPORA EDICIONES, Santiago de Chile 2019
*Hugo Behm · Después de obtener su título de médico cirujano en 1936, a partir de 1953, se dedica a la bioestadística, formándose en la Escuela de Salubridad de Chile y en la Johns Hopkins University, profundizando sus estudios en la Columbia University, en Nueva York. Colaboró en temas de salud pública con Salvador Allende, desde los años en que el futuro Presidente era senador de la República. En 1974 es hecho prisionero por el régimen militar. En septiembre de 1975 es trasladado desde el campo de concentración de Ritoque y expulsado del país, gracias a las gestiones realizadas por la Asociación Americana de Salud Pública (APHA) en pro de la liberación de seis trabajadores de la salud detenidos y encarcelados.