Thierry Meyssan

Occidente y Rusia tienen percepciones totalmente diferentes del conflicto en ‎Ucrania. Es realmente un caso digno de estudio. Y no son los intereses materiales de ‎los antagonistas los que determinan esa diferencia en la percepción del conflicto sino ‎concepciones muy diferentes de lo que es el Hombre y formas diferentes de ver ‎la Vida. Uno de los bandos estima que el “enemigo” pretende restaurar el imperio ‎zarista o la Unión Soviética mientras que, para los demás, ese bando cree ser la ‎encarnación misma del Bien. ‎

Se mantiene el conflicto entre los partidarios de «un mundo basado en reglas» y los que ‎defienden el regreso a «un mundo basado en el Derecho Internacional». Ese conflicto se inició ‎con la intervención militar rusa en Ucrania y está llamado a prolongarse por años. ‎

En el terreno, la situación militar está estancada, como siempre sucede durante el invierno en esa ‎parte del mundo. Los partidarios de «un mundo basado en reglas» siguen negándose a poner en ‎aplicación la resolución 2202 del Consejo de Seguridad de la ONU mientras que los defensores de ‎‎«un mundo basado en el Derecho Internacional» realizan una operación militar especial para ‎imponer la aplicación de la resolución antes mencionada. En definitiva, estos últimos están ‎estabilizando la situación de las poblaciones de la Novorossiya. ‎

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El paso de una guerra de movimiento a una guerra de posiciones ha permitido a cada protagonista ‎reflexionar sobre las razones de su participación en la guerra. Ya no se trata de dos visiones ‎antagónicas de las relaciones internacionales sino de dos concepciones diferentes de lo que es el ‎Hombre. ‎

Entre las tropas ucranianas hay que distinguir la diferencia entre los “nacionalistas integristas” y ‎el grupo conformado por los militares profesionales y los ciudadanos movilizados por el ejército.

Los “nacionalistas integristas” son individuos cuya ideología los lleva a creer que “matar rusos” ‎es un deber sagrado e histórico. Citan como referencia los escritos de Dimitro Dontsov y ‎el ejemplo de Stepan Bandera. Dontsov (1883-1973) fue administrador del Instituto Reinhard ‎Heydrich, con sede en Praga, y desde allí, estuvo entre quienes idearon la «solución final ‎de las cuestiones judía y gitana», y Bandera (1909-1959) fue el segundo jefe de los ucranianos que ‎colaboraron con los nazis en contra de los soviéticos.

El otro grupo (los militares y los movilizados) –dos terceras partes de las fuerzas de Kiev– ha ‎perdido la moral combativa. Sus miembros ven como el armamento occidental es entregado ‎esencialmente al grupo anterior, el de los nacionalistas integristas, mientras que ellos son ‎considerados carne de cañón y sufren gran cantidad de bajas. En las redes sociales ucranianas ‎pululan los mensajes de unidades militares enteras que protestan por el tratamiento que reciben ‎de sus oficiales. En otoño se vio una primera oleada de descontento. Otra está teniendo lugar ‎precisamente ahora. Los militares y movilizados, que inicialmente creían estar defendiendo su ‎patria frente a una invasión, saben ahora que su país está en manos de una pandilla que ha ‎‎“expurgado” las bibliotecas, impuesto su control a todos los medios de prensa del país, prohibido ‎‎13 partidos políticos y la iglesia ortodoxa y que, en definitiva, está imponiendo a los ucranianos ‎un régimen autoritario. La semana pasada, el ex consejero del presidente Zelenski, el coronel ‎Oleksiy Arestovitch, les dijo claramente que Ucrania ha asumido una lucha equivocada y que Kiev ‎considera erróneamente que al menos 6 millones de ucranianos son «agentes rusos». Ahora ‎saben también que la mayoría de los periodistas han sido arrestados y que la mayor parte de los ‎abogados han huido al extranjero. Ahora se sienten amenazados por el ejército ruso… y también ‎por su propio gobierno. Los múltiples casos de corrupción que salieron a la luz la semana pasada, ‎les confirman que son sólo peones atrapados en un enfrentamiento entre Estados Unidos y Rusia. ‎

Del lado ruso puede verse la situación inversa. Al inicio de ‎la «operación militar especial», las tropas profesionales obedecían sin entender por qué el Kremlin las enviaba ‎a Ucrania, región considerada la cuna de la nación rusa. La población rusa temió entonces un ‎regreso a las masacres de otras épocas. Poco a poco, esos temores desaparecieron. ‎Los refractarios y acomodados… se fueron de Rusia. Yo mismo me sorprendí cuando un amigo ‎ruso me dijo simplemente: «¡Que se vayan! ¡Tanto mejor!». Mi amigo no parecía inquieto ‎sino más bien aliviado de verlos irse de Rusia. La población rusa, muy sorprendida e indignada ‎ante las medidas de Occidente contra sus artistas y contra las glorias rusas del pasado, se dio ‎cuenta de que Ucrania es sólo un pretexto para justificar otra cosa. Los rusos también ‎se sorprendieron al ver a los países de la Unión Europea alinearse detrás de Washington. ‎El pueblo ruso ve ahora que Occidente está en guerra contra su civilización, que no es una ‎guerra contra el presidente Putin sino contra el legado de Tolstoi y de Pushkin. Ese pueblo ‎orgulloso, siempre deseoso de evaluar su propia capacidad para defender a los suyos y batirse por ‎su honor, hoy observa con tristeza la arrogancia de los occidentales, el hecho que Occidente ‎no está interesado en ponerse al servicio del Bien sino que cree ser el Bien. ‎

Los argumentos políticos que el presidente Putin exponía en diciembre de 2021, cuando publicó ‎su proyecto de Tratado entre Estados Unidos y Rusia sobre Garantías de Seguridad ‎‎ [1] han quedado atrás. Ya no se trata de una guerra ‎en defensa de intereses. ‎

Mientras los rusos entienden ahora que no están luchando por obtener algo sino para sobrevivir, ‎los occidentales no ven el conflicto de la misma manera. Los occidentales creen que los rusos ‎luchan cegados por la propaganda, que luchan, sin saberlo, para restaurar el imperio zarista o la ‎Unión Soviética. ‎

Estamos ante un tipo de conflicto extremadamente raro, que nos hace pensar en aquel que ‎existió entre Roma y Cartago y que terminó con la destrucción de todo vestigio de la civilización ‎cartaginesa, al extremo que hoy ignoramos prácticamente todo sobre ella. Todo lo que hoy ‎se sabe de Cartago es que fue construida por poblaciones procedentes de Tiro (ciudad del actual ‎Líbano) y que su líder, Aníbal Barca, busco inútilmente refugio en Damasco y en otras ciudades de ‎la actual Siria después de la destrucción de su ciudad. También sabemos que Cartago ‎se desarrolló en paz y armonía con sus vecinos y socios, mientras que Roma conquistaba su ‎imperio por la fuerza de las armas. Ya hice antes esa observación, al analizar la agresión ‎contra Siria, cuando Rusia intervino para ayudar a ese país. Esa comparación se hace cada vez ‎más pertinente. Estamos ante dos bloques que ya no tienen nada en común. ‎

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En Occidente, la gente comienza a ver lo que sucede en Ucrania como una guerra que ‎Estados Unidos libra contra Rusia, a través de los ucranianos. En Ucrania, los nacionalistas ‎integristas ni siquiera creen que están resistiendo ante quienes ven como invasores, están ‎convencidos de que están derrotando a ese invasor en lo que ven como «el combate final» y ‎creen que ese es su destino. Pero, si dejamos de lado los delirios místicos que esos elementos ‎han bebido en los escritos de Dimitro Dontsov, ¿cómo puede alguien creer que 40 millones ‎de ucranianos van a derrotar a 140 millones de rusos, sabiendo además que estos últimos cuentan ‎ahora con un adelanto de al menos 20 años sobre Occidente en materia de armamento?‎

Los participantes en la reunión de la base estadounidense de Ramstein, en Alemania, donde ‎en realidad se reunieron Estados Unidos y la Unión Europea, ya han gastado más de ‎‎250 000 millones de dólares en el conflicto ucraniano –o sea, en un año de guerra en Ucrania ‎han gastado tanto como en 10 años de guerra contra Siria. Si comparamos los dos conflictos, ‎veremos que, a la luz del Derecho Internacional, Rusia tiene razón en ambos casos, mientras que ‎Estados Unidos reunió contra Siria una gran coalición y ahora está implicando considerablemente ‎más a sus aliados en el conflicto de Ucrania. ‎

Y si comparamos al presidente Putin con el líder cartaginés Aníbal, veremos que el presidente de ‎la Federación Rusa no tiene intenciones de tomar la capital del adversario: Washington. También ‎veremos que Putin está consciente de la superioridad militar rusa y que no piensa enemistarse con ‎los pueblos de Occidente llevando la guerra a sus territorios… exceptuando quizás a sus “élites” del ‎ministerio británico de Exteriores y del Pentágono estadounidense. ‎

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