10 de enero 2023, El Espectador

Justo cuando estaba pensando que de vez en cuando lectores y escritores nos merecemos unas columnas en tono positivo, apareció en este diario “Un horizonte optimista” de Juan Carlos Botero. Su columna ejerce –como lo dije en Twitter– un papel semejante al de la fotosíntesis: recibe una bocanada de humo gris oscuro (equivalente a la manera tradicional de mirar la realidad) y la transforma en una oleada de aire puro que nos oxigena por dentro.

Botero no se inventa una realidad paralela ni cae en la ingenuidad. Su gracia consiste en cambiar el lente con el que se miran las mismas cosas y no dejar que pase desapercibido ningún pequeño gran triunfo de la naturaleza, de la historia y las reacciones humanas. En su columna queda claro que no solo no todo está perdido, sino que es mucho lo que se ha avanzado en términos de conciencia colectiva, responsabilidad social, ambiental y compasiva. Durante 600 palabras Juan Carlos lidera esa operación rescate que tanta falta nos hace en las letras, en la forma de hablarnos, en la manera en que nos tratamos a nosotros mismos y a los demás, en redes, en la vida y en esa última reflexión casi inconsciente que hacemos segundos antes de caer dormidos.

Muchos tienen su discurso montado sobre la cuota inicial del apocalipsis, y sienten que lo cauto –incluso lo sabio– es pensar que el punto de no retorno está siempre a la vuelta de la esquina; que los cambios son una amenaza, y que es imperativo blindar el statu quo. No es mi posición; no creo que seamos una derrota en ebullición ni que sea lógico aferrarnos a castillos de naipes.

El mundo nos implora desafíos, y nosotros somos capaces de dar respuestas humanas y generosas. Otra cosa es que el egoísmo nos paralice, o que nos resulte más cómodo delegar en unos pocos, semejante tarea.

Estamos rotos por dentro y hemos sufrido mil plagas de toda índole; pero salvo la muerte, casi todo es posible de revertir, salvar, y convertirnos ¿por qué no? en sociedades gratificantes. Somos en términos generales, más fuente de luz que de penumbra; algo hemos aprendido a lo largo y ancho de los siglos, y hemos sobrevivido a venenos químicos y emocionales, a revanchas inútiles, a pestes y torturas. Si aún estamos vivos, será por algo y para algo. No lo desperdiciemos. No hay respiro en vano ni hay minuto en el que sobre una defensa justa, una sonrisa o una cosecha, en vez de un instante de indiferencia. Quizá algún día el consagrado Carlos García produzca en sus ópticas unos lentes que nos ayuden a ver el futuro con una sensatez justa y necesaria, y quienes se creen moralmente superiores y perfectos vaticinadores, dejen de aplaudir los errores ajenos (que terminan siendo propios), y dejen de repetir “se los dije”, como loras triunfalistas.

Mientras Don Carlos produce los lentes del humilde optimismo, del que no se las sabe todas y defiende el derecho a la esperanza; mientras alguien deja a nuestro alcance algo que nos ayude a corregir las dioptrías de la fatalidad, nos corresponde a cada uno, a cada una, despejarnos la mirada, hasta que el optimismo deje de ser objeto de burla y uno pueda salir tranquilo por la calle y por las palabras, diciendo que un futuro equitativo es un derecho y no una catástrofe; y dejen de hostigarnos los supermanes del momento reclamándonos que por qué carajos nos dejamos arrebatar su principio de realidad, y le cedimos terreno a una ilusión para ellos vana y peligrosa. ¿Saben por qué lo hicimos y lo seguiremos haciendo? Porque creemos que el nuestro no es un país desahuciado, sino un país despertado.

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