En el verano de 1927, del mar más azul del mundo, nació Simone Veil. El amor por su familia y por la justicia y ese aire de libertad que respiró de niña en el Mediterráneo le dieron fuerzas para sobrevivir al Holocausto, ser abogada, politóloga, magistrada, ministra de Salud en el gobierno de Giscard d’Estaing, presidenta del Parlamento Europeo, una de los 40 inmortales de la Academia Francesa y la “primera dama de Europa”.

Vivió el horror en los campos de concentración de Drancy y de Auschwitz, y en la marcha de la muerte al de Bergen-Belsen; vio morir a su madre de tristeza, hambre y enfermedad por cuenta del nazismo. Simone, defensora de los derechos humanos y la dignidad de las mujeres, combatió la discriminación, trabajó por los enfermos de sida, visitó las cárceles de Argelia y abogó por los presos que sufrían cautiverios indignos, torturas y humillaciones. Envolvió el dolor social de su tiempo —que sigue siendo el nuestro— en una bandera de lucha intelectual y política por la rehumanización y la justicia.

Recibió las más altas condecoraciones europeas y los peores insultos de los radicales de Francia. Defendió el derecho de las mujeres a decidir sobre la anticoncepción y la interrupción voluntaria del embarazo; presentó y sacó adelante la ley para la despenalización del aborto y por ello fue tildada de criminal por los legisladores conservadores.

Regresó a Auschwitz cuando se conmemoraron los 60 años de la liberación y pronunció un discurso que sería suficiente para que los 8.000 millones de habitantes de este planeta dedicáramos la vida entera a trabajar por la paz de las sociedades y las naciones.

Simone Veil fue la luz no al final sino dentro del túnel, fortaleza para los vencidos, reivindicación, resistencia y valor; una voz que no se dejó apagar ni por la Gestapo, ni por los hombres de leyes, ni por el dolor ante la desaparición de su padre y su hermano en el convoy 73 a los países bálticos.

Una mujer grandiosa que murió en París en junio del 2017, 13 días antes de cumplir 90 años. La enterraron en el cementerio de Montparnasse y en el 2018 fue trasladada —junto con su marido, Antoine, y por orden del presidente Emmanuel Macron— al Panteón donde reposan los restos de los “grandes hombres”. 81 franceses ilustres descansan en paz en el Panteón. Simone Veil y Marie Curie son dos de las seis mujeres que han recibido este honor. “Con Simone Veil, entran generaciones de mujeres que construyeron Francia; hoy se les hace justicia a través de ella”, dijo Macron.

En estos días estrenarán en Colombia Simone, le voyage du siècle, dirigida por Olivier Dahan y protagonizada por Elsa Zylberstein, actriz de origen judío, que duró años estudiando el personaje, su forma de caminar, de mirar y sentir. La película es impecable. Intensa y triste, fuerte y conmovedora, moviliza, hace pensar y sufrir, y también incita a la esperanza y a la rebelión por los derechos de los vulnerables; es un grito urgente contra la guerra y la discriminación, transmite la insurrección necesaria para seguir trabajando por la no violencia y jamás traicionar ese corazón crítico que exige el siglo XXI.

Dicen que “Simone Veil fue durante 25 años la mujer más querida por Francia”. Y creo que será de las más amadas y admiradas por miles de mujeres de todos los quiebres del mundo, por los presos políticos, por los enfermos y las víctimas de todos los tiempos, por los muertos en los hornos crematorios, en los trenes a ninguna parte y en las tristes y estúpidas guerras que seguimos cometiendo.

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