20 de diciembre 2022, El Espectador

Del 2 al 5 de enero del 2022 se cometieron en Arauca 27 asesinatos. Carreteras y veredas de Fortul, Saravena, Tame y Arauquita se volvieron el camposanto de cuerpos ajusticiados con disparos hechos a corta distancia. No fueron enfrentamientos. Fueron tiros a quemarropa, sentencias de muerte a campesinos que luchaban en otro bando, hablaban con el enemigo o su voz estorbaba en la vereda. Tres días especialmente trágicos y no fueron los únicos: 11 meses después se siguen cometiendo asesinatos y secuestros, las amenazas obligan al desplazamiento de familias enteras y la ley de la intimidación sigue marcando el pulso de una de las regiones más fértiles y bellas de Colombia. Todo es verde en Arauca, menos las mazorcas rojas del cacao y la sangre derramada.

Arauca, fronteras de agua, fronteras de precariedad en medio de una naturaleza que debería ser protegida como un tesoro. Ganado, sabanas inmensas atravesadas por la música y los ríos, yuca, plátano y 123 especies de un cacao premiado en Europa. Gente afable que busca reponerse de la orfandad, de la violencia y del abandono del Estado. Arauca, un pedazo de Colombia, de todos y de nadie, donde la titulación de la tierra sigue siendo un sueño y morirse de viejo es un privilegio.

Ocho compañeros del movimiento Defendamos la Paz fuimos con el acompañamiento de la Misión de Verificación de la ONU a visitar, oír y palpar una de las regiones más sufridas y violentas de nuestro país. Veredas en confinamiento; banderas de grupos armados anuncian que un pueblo les pertenece, que son los dueños de sus miedos, de sus ranchos y silencios. En medio de la guerra las niñas huérfanas se convirtieron en madres tristes y valientes.

Miles de víctimas sin acompañamiento psicosocial, décadas sin un Estado que dé protección emocional y ofrezca rutas de retorno a la felicidad. Parecería que durante años a pocos tomadores de decisiones les ha importado la suerte de 23.818 km² y 300.000 habitantes que viven y mueren sin nación ni tregua.

En Arauca ya no hay matas de coca, pero la frontera se llenó de pistas clandestinas abiertas al narcotráfico; lapidar y morir por el negocio de la infamia se volvió el pan muerto de cada día.

Los habitantes necesitan conectividad, vías y escuelas que favorezcan el desarrollo agropecuario; necesitan ser ciudadanos. Dicen que la paz pasa por Arauca, y si Arauca no pasa por la paz, los caminos seguirán llenándose de cuerpos rotos.

Muchos creemos que todas las balas —todas, vengan de donde vengan y vayan donde vayan— son un error y una vergüenza. Pero ellos dicen que los gobiernos no han tenido interés en frenar las matanzas, porque en el caso de Arauca “no hay bala perdida”: muchos de los muertos pertenecen a grupos armados ilegales, léase muertos que no vale la pena evitar, ciudadanos que están mejor muertos que vivos, porque en Colombia hay arbitrariedad y discriminación hasta para morirse.

Visitamos el ETCR de Filipinas, en el municipio de Arauquita: 300 familias de excombatientes de las Farc y no hay un solo computador. No hay escuela propia ni mucho menos un profesor de música para los niños que aman cantar y sueñan con un tambor. Manos que antes empuñaban fusiles ahora siembran nueces, cosen camisas y zapatos: ¡bien! Pero lograr un comercio con el mundo más allá del portón, sería mucho pedir. En Colombia cualquier hecho de paz es un milagro, un grito de resistencia.

“La guerra nos tiene jodidos”, nos dijo una lideresa. Y sí.

Un pedazo de Colombia se está rompiendo entre ríos y fusiles, y frente a Arauca es imposible ser impasible.

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