Mientras millones de miradas –incluida la de este cronista- devoran las coloridas incidencias del circo montado por la monarquía dinástica catarí en connivencia con la FIFA, otros eventos, acaso mucho más relevantes para la vida de los pueblos, continúan sucediendo en estas tierras tan amantes del fútbol.

Así, al tiempo que en las pantallas se suceden clasificaciones y amarguras, en el territorio plagado de rectángulos descampados con arcos improvisados, el hambre, la miseria y el sufrimiento continúan derrotando a las mayorías, empecinadas pese a todo en sobrevivir en una cancha inclinada, hasta que suene el pitazo final.

Peor aún, en ocultos vestuarios reservados solo a las minorías opulentas e insensibles, se traman golpes contrarios a la necesidad de los excluidos de equilibrar en algo sus opciones de vida.

Los golpes de la contra

Al igual que lo sucedido en incontables ocasiones anteriores, cada vez que un gobierno actúa para reducir las flagrantes injusticias o para aumentar la capacidad de soberanía de su pueblo, el poder dominante – extranjero y local – ajusta la mira para voltearlo, proscribiendo, enviando al exilio o eliminando físicamente a sus líderes y cuadros intermedios.

Las mismas minorías de antaño, en alianza con los mismos colonialismos extraterritoriales, utilizan ahora en algunos países métodos apenas más sutiles para lograr sus inhumanos fines. Cooptar las ramas judiciales o legislativas del Estado con la omnipresente colaboración de los medios hegemónicos a su servicio, siempre prestos a denostar a quien pague menos o amenace su monopolio, es hoy el libreto preferido para expulsar el virus transformador. En un papel aparentemente más secundario, se requiere también la fuerza bruta de generales presuntamente apegados al “orden constitucional” que avalen la medida.

En otros lugares, donde el ímpetu revolucionario logra transformaciones más veloces y de raíz para modificar las condiciones sociales, la táctica es el aislamiento, el bloqueo,  la condena moral y la aplicación de medidas coercitivas unilaterales – llamadas en la jerga punitiva imperialista “sanciones”-, cuyo propósito es impedir que estas revoluciones actúen como modelos a ser replicados y al mismo tiempo, para asfixiar a sus poblaciones intentando la sublevación interna contra sus gobiernos.

De este modo, al hacerse manifiesto el clamor popular en diversos lugares de América por condiciones de vida dignas, aparecen coincidentemente, de contragolpe, virulentas reacciones de las élites.

El más reciente capítulo de esta saga de guión repetido se ha producido en el Perú. En la otrora capital del virreinato y del Grupo de Lima (creado por Washington para intentar acorralar a la revolución bolivariana y socavar la integración regional), se violenta la victoria electoral de un maestro y sindicalista proveniente del entorno rural, con la argucia de que éste pretendía la disolución irregular del parlamento.

La ironía histórica es fulminante: mientras el discurso del golpismo real, para justificar el derrocamiento de Castillo difunde la sombre del autogolpe de Alberto Fujimori de 1992, fue precisamente el bloque aliado a Keiko, su hija y sucesora, el que desde el minuto cero, negó su derrota electoral y colocó todas las trabas posible al gobierno legítimo, intentando su destitución en tres oportunidades en el lapso de un año y medio.

La similitud con lo ocurrido en Honduras (2009), Paraguay (2012) y Brasil (2016) con el derrocamiento de Manuel Zelaya, Fernando Lugo y Dilma Rousseff con argumentos pueriles y los mismos actores destituyentes, es abrumadora.

Otro tanto sucede con la persecución judicial, consumada la sentencia sin prueba alguna contra la vicepresidenta argentina y principal referente del espacio popular Cristina Fernández de Kirchner. Muy presente en la memoria están los casos idénticos del hoy electo presidente Lula da Silva, vilipendiado y encarcelado por acción de la prensa y de un juez y un fiscal de alquiler y del ex presidente ecuatoriano Rafael Correa, quien de no haber salido del país al igual que otras figuras prominentes de su gobierno, hubiera corrido la suerte de su ex vicepresidente Jorge Glas, preso durante cinco años para dejar expedito el camino a la re-entronización del neoliberalismo en Ecuador.

En Brasil, una vez conocido el resultado que devuelve a Lula a la presidencia, el bolsonarismo intentó emular nuevamente al negacionismo trumpista, con la variante barroca de ir a orar a los cuarteles para pedir intervención militar.

Tampoco descansa la subversión antidemocrática de la derecha en Bolivia. Al igual que en el proceso constituyente que culminó con la refundación del país en un Estado Plurinacional o el desconocimiento de los resultados electorales que llevaron al golpe del 2019, las logias cruceñas dominantes escenificaron una nueva intentona para conmocionar al país, esta vez con la excusa de las fechas del censo nacional.

Mientras tanto en Chile, luego del esquivo resultado en el plebiscito de salida que debía ratificar el nuevo texto constitucional para dejar atrás la herencia pinochetista, las envalentonadas derechas pretenden, como era previsible, reducir la redacción de una nueva constitución a modificaciones cosméticas introduciendo a sus parlamentarios como protagonistas de una nueva convención mixta.

Este panorama muestra señales de alarma que sin duda no pasan desapercibidas a los gobiernos progresistas de Gustavo Petro, Xiomara Castro y López Obrador, gobiernos que están desandando de manera valiente el escabroso sendero de la pacificación y el intento de mejoras sociales para sus violentadas poblaciones.

Tarjeta roja para el sistema

No es necesario revisar muchas veces las mismas jugadas para entender la estrategia antipopular de los sectores conservadores. La verdad histórica es contundente al respecto.

La derecha política, representante del poder establecido y de los intereses geopolíticos de Estados Unidos en América Latina y el Caribe, no respeta ni respetará ninguna norma, si esta allana el camino para modificaciones del esquema capitalista de asfixia y depredación.

Lo mismo vale para el pretendido imperio, hoy desafiado por el multilateralismo emergente.

Tal como se ha expresado ya en múltiples ocasiones, es ingenuo pensar en la viabilidad de un sistema político democrático y soberano, un gobierno del demos, en el marco de un sistema económico plutocrático cada vez más concentrado y transnacional.

Del mismo modo, es un absurdo creer que el debate social pueda ser amplio y los habitantes contar con toda la información necesaria para optar libremente, al ser los medios propiedad de unos pocos conglomerados y estar el espacio digital intervenido por corporaciones al servicio del statu quo.

Analizado con mayor profundidad, no es solo la incidencia de los inescrupulosos mercaderes lo que sostiene al sistema, sino también la inercia de valores y esquemas anquilosados en la interioridad humana, lo que impide la irrupción de un nuevo mundo, de todos y para todos.

El sistema muestra hoy a todas luces su fracaso, dejando a la intemperie a la mayor parte de la humanidad. Las frases huecas y el discurso hipócrita convencional tienden a ser reemplazados en la actualidad por los alaridos regresivos de la ultraderecha que despunta como una nueva maniobra gatopardista del capital. Lo que queda expuesto, es el deterioro irreversible de la democracia formal, señalando la profundización hacia una democracia real multidimensional como una necesaria luz en el horizonte político. Es preciso que el pueblo recupere, como en otras ocasiones de la historia, la soberanía arrebatada.

Tal como aconsejan los sabios de este deporte que el imperialismo inglés implantó en Latinoamérica para que los obreros de sus frigoríficos, ferrocarriles, minas y haciendas tuvieran algún esparcimiento, los pueblos debemos tomar nuevamente el control de la pelota.