por Aram Aharonian

El golpe legislativo perpetrado el miércoles en Perú representa la apuesta de las élites para cortar de tajo cualquier intento de emprender la urgente renovación institucional que el pueblo peruano exige y merece y poner otro escollo a la posibilidad de rearmar el proceso de integración regional.

Lo que se produjo en Perú fue un golpe de estado parlamentario con apoyo militar que destituyó al maestro rural y sindicalista Pedro Castillo, detenido por su propio jefe de custodia y trasladado a un cuartel en Lima, para que asumiera la vicepresidenta Dina Boluarte, quien no fue electa para ese ni otro cargo, traicionando así el mandato popular para sumarse el golpismo.

Pedro Castillo fue elegido por el voto popular con la promesa de convocar a un proceso constituyente que pusiera fin al caos político y permitiera devolver una gobernabilidad mínima a una nación que hoy por hoy se encuentra sumida en una especie de dictadura parlamentaria.

Sabía que debía sacar a las calles el pueblo de las regiones históricamente olvidadas por las élites y  las clases medias y altas de Lima, que con un 35% del padrón electoral, había definido siempre quién sería el Presidente, para llegar a una nueva Constitución en sustitución de la promulgada por el dictador Alberto Fujimori en 1993. En Perú hay un Parlamento unicameral, pensado como contrapeso al poder presidencial, hiciera surgir un poder capaz de generar los equilibrios necesarios.

Nuevamente la OEA

Pero Castillo intentó gobernar, incluso con las reglas del enemigo, disparando desde ese momento el proceso destituyente que terminó  con su prisión. En ese escenario de ingobernabilidad, el gobierno invocó la aplicación de los artículos 17 y 18 de la Carta Interamericana Democrática de la OEA y solicitó su presencia como facilitador del diálogo. La demanda fue atendida por aclamación y la OEA envió una misión conformada por cancilleres y vicecancilleres de la Argentina, Belice, Colombia, Ecuador, Guatemala, Paraguay y Costa Rica.

El informe del Grupo de Alto Nivel de la OEA (GAN) no dejó satisfecha a la oposición, ya que señalaba que  los medios de prensa están concentrados en pocas manos, carecen de objetividad y en algunos casos son desestabilizadores, y que existen sectores que promueven el racismo y la discriminación y no aceptan que una persona ajena a los círculos políticos tradicionales ocupe la silla presidencial. Tampoco gustó que se atribuyera la crisis de gobernabilidad a la “guerra civil” entre los poderes Ejecutivo y Legislativo.

El GAN propuso una tregua de 100 días e hizo una invocación al diálogo, pero ninguna de las partes aceptó. Castillo nombró a Betssy Chávez, una ministra ya censurada por el Congreso, como presidenta del Consejo de ministros en reemplazo de Aníbal Torres, buscando que el Congreso le negara la confianza cuando presentara a su nuevo Gabinete en un plazo máximo de 30 días. Al denegarse por segunda vez, el Ejecutivo estaría facultado a disolver constitucionalmente el Congreso y a convocar a nuevas elecciones.

Pero el juego se terminó el 7 de diciembre con su anuncio del quiebre institucional. El Consejo Permanente de la OEA celebró en Washington una sesión extraordinaria, en la que su secretario general, Luis Almagro, llamó al diálogo y tildó de “alteración del orden constitucional” las acciones de Castillo (disolver el Parlamento), y casi inmediatamente, reconoció a  Boluarte como nueva presidenta.

En la sesión de la OEA hubo algunas voces que alertaron sobre la constante conspiración que enfrentó Castillo, y el gobierno de México comunicó que ofreció asilo político para el presidente destituido, a quien ahora le espera un proceso penal, motorizado por un poder judicial que también colaboró en ponerlo contra las cuerdas, por intentar dar un golpe de Estado.

Los procesos destituyentes

Las derechas latinoamericanas han sustituido los sangrientos cuartelazos y las dictaduras militares por campañas de difamación y de siembra de odio y de pánico, por la subversión y la ingobernabilidad inducidas por el llamado y por las asonadas legislativas.

La condena a la vicepresidenta argentina Cristina Fernández de Krichner es un nuevo capítulo de la articulación en América Latina de los poderes judiciales, económicos y mediáticos contra los gobiernos populares como ha sucedido estos últimos años.

A su imposibilidad de apelar al Poder Militar como disciplinador como en el siglo XX apelan a los otros poderes del Estado. Ahora lo que se trata no es sólo de proscribir a Cristina e inhabilitarla políticamente, sino de desmantelar un movimiento popular que no pudieron destruir en el pasado y seguramente tampoco lo podrán hacer ahora.

El apuro de Washington

Washington reaccionó dando luz verde al golpe de Estado antes de que ocurriera y festejándolo una vez consumado: cuando Castillo anunció la disolución del Congreso, el inicio de un gobierno de emergencia excepcional, la reorganización del Poder Judicial y la Fiscalía de la Nación, y la convocatoria a una Asamblea Constituyente, la embajada estadunidense en Lima rechazó categóricamente cualquier acto extraconstitucional para impedir que el Congreso cumpla con su mandato,.

Y llamó a revertir el intento de cerrar el Parlamento para proseguir el funcionamiento normal de las instituciones democráticas. El jueves, el Departamento de Estado elogió a las instituciones peruanas y a las autoridades civiles por asegurar la estabilidad democrática o sea para seguir su libreto de golpe blando. Ya un portavoz del Departamento de Estado había declarado que considera a Castillo un “ex presidente”.

Este gobierno “demócrata” estadounidense, sigue imperturbable en su desprecio a las soberanías del resto de los países y en su creencia de que posee atribuciones para dictar a los gobernantes lo que pueden o no hacer. Lo peor es que hay dirigentes en nuestras naciones que siguen esos dictados a rajatabla. El sabotaje parlamentario contra el gobierno de Castillo fue permanente en estos 16 meses.

Ésto obligó a realizar 60 cambios en el gabinete en ese lapso, y que en los últimos seis años ha removido a tres presidentes. ¿Es normal el funcionamiento de las instituciones para referirse a un sistema político que desde 2016 ha impedido el desarrollo completo de un término presidencial y ha hecho desfilar a seis presidentes, con episodios tan bochornosos como la presidencia de cinco días de Manuel Merino o la juramentación de Mercedes Aráoz sin siquiera permitirle llegar a ocupar el cargo?.

La profunda disfuncionalidad del sistema político vigente solo favorece a la derecha oligárquica y a las imposiciones de Washington para la elección de otro presidente corrupto (siete de los últimos 11 presidentes han sido procesados por este cargo), o dejar el país en manos de un Parlamento con poderes omnímodos, lo que haría imposible gobernar el país.

Golpe a golpe, verso a verso

La destitución y el arresto del presidente Pedro Castillo en Perú tiene paralelos ineludibles con el acoso mediático y judicial en Argentina en contra de la vicepresidenta Cristina Fernández, con la persecución mediática, legislativa y judicial que depuso a Dilma Rousseff en Brasil y llevó a la cárcel al ahora presidente electo Luiz Inácio Lula da Silva, así como con la ilegal destitución de Fernando Lugo en Paraguay.

Es más, tiene relación directa con las maquinaciones mediáticas y judiciales que antecedieron los golpes de Estado perpetrados en contra de José Manuel Zelaya (Honduras, 2009) y de Evo Morales (Bolivia, 2019).

Hay un denominador común: todos ellos son dirigentes progresistas que han buscado revertir con variado éxito las injusticias sociales que padecen sus países y la vergonzosa sumisión a la políticas dictadas por Washington que practican las oligarquías, los poderes fácticos, la prensa hegemónica, cuando logran encaramarse en el poder político.

El suicidio político televisivo de Castillo, fue el capítulo final una suerte de golpe de Estado en cámara lenta que se había venido construyendo desde el momento mismo en que el maestro rural asumió la presidencia; que tenía como propósito acorralar al gobernante para hacer imposible el ejercicio de su cargo e impedir que cumpliera el mandato popular que recibió de la ciudadanía.

En 18 meses de gobierno, Castillo no pudo llevar a cabo su propuesta, que incluía la convocatoria a un congreso constituyente y la desactivación del Tribunal Constitucional– porque su gestión fue sistemáticamente saboteada por la derecha y la ultraderecha fujimorista y militar, en los ámbitos legislativo, judicial y mediático.

La propuesta de reorganización institucional fue saludada por 15 meses de una ingobernabilidad, habitual en Perú de las últimas décadas. Que hace inviable la gestión del Ejecutivo. Los datos no dejan dudas: desde 2018, el país ha tenido seis presidentes, varios de ellos destituidos por el Legislativo, e incluso procesados, por acusaciones (reales o falsas) de corrupción, que llevaron al suicidio del exmandatario  Alan García.

La disfuncionalidad de las instituciones fue aprovechada desde el primer día de su gobierno por una derecha corrupta, racista y oligárquica que vivió como un agravio la llegada al Palacio de Gobierno de un sindicalista indígena dispuesto a aplicar un programa de justicia social, soberanía y recuperación de las potestades más básicas del Estado en materia de economía. Quizá con la ingenuidad de que podía llevarlas a cabo.

La clase gobernante peruana nunca pudo aceptar que un maestro rural y líder campesino pudiera ser llevado a la presidencia por millones de pobres, negros e indígenas que veían en Castillo la esperanza de un futuro mejor. Ante los permanentes ataques, Castillo se fue distanciando cada vez más de su base política. Formó cuatro gabinetes diferentes para apaciguar a los sectores empresariales, cediendo cada vez más a las exigencias de la derecha de destituir a los ministros de izquierda que desafiaban el statu quo. Rompió con su partido, Perú Libre, y fue cuestionado por sus dirigentes.

Pidió ayuda a la ya desacreditada Organización de Estados Americanos para buscar soluciones políticas, en lugar de movilizar a los principales movimientos campesinos e indígenas del país. Al final, Castillo luchaba solo, sin apoyo de las masas ni de los partidos de la izquierda. Y la OEA, le ofrecía un salvavida de plomo: afianzaba el golpe parlamentario con la excusa del traspié del exmandatario, quizá sugerido por la misma organización desestabilizadora de América.

Aun antes de las elecciones de 2021, la derecha y la ultraderecha promilitar emprendió una campaña de linchamiento en contra de Castillo, para lo cual echó mano de sus medios y de sus partidos y de todas las posiciones de poder que controla, y no dudó en cerrar filas en torno a la candidatura de Keiko Fujimori, hija del dictador Alberto Fujimori, uno de los mandatarios más corruptos y represores de la historia reciente.

Boluarte asume la presidencia sin tener un partido que la apoye, sin una bancada parlamentaria en -un Congreso dirigido por un militar represor, José Williams-, enfrentada al que era su partido y con una derecha que ya ha demostrado estar dispuesta a todo para defender sus intereses subalternos. Mientras, el clamor de la calle sigue siendo el mismo que desde hace casi dos décadas: que se vayan todos.

 

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