22 de noviembre 2022, El Espectador

Hay miles de portadas con imágenes de presidentes, catástrofes y futbolistas; rockets y rockeros, reinas de plástico y bisturí, y monarcas de sangre azul.

El jueves 17 la primera página de este diario nos trajo una fotografía mezcla de ternura y presagio: un niño de 12 años, mechudo y concentrado –casi absorto frente a una máquina de escribir. Su obra de entonces era un periódico que él creaba y vendía aquí, en la redacción de El Espectador.

La fotografía fue tomada en 1978, año atravesado –como casi todos desde hace más de 60– por hechos violentos: combates en Cimitarra, matanza de campesinos en Carepa, el secuestro de Miguel de Germán Ribón, soldados asesinados en Otanche, robo de armas en el Cantón Norte y el nefasto decreto 1923 del estatuto de seguridad.

Mientras Colombia seguía cavando su gran camposanto, el niño de la foto –hijo, sobrino, nieto y bisnieto de periodistas– leía y escribía un país roto por dentro, en el que años más tarde él tendría la misión de contar el mundo y honrar la y las palabras; tener como partido la democracia y como credos la independencia y la verdad.

El niño de la foto se llama Fidel Cano Correa y dirige desde el 2004 esta casa, El Espectador, el periódico de los ideales liberales; el que desde hace 135 años denuncia con justicia y tiene como consignas la libertad de pensamiento y la responsabilidad de informar a conciencia y sin cartilla.

Este Fidel Cano de las cejas gruesas y desordenadas, tiene una mirada capaz de atravesar montañas, historias y neuronas; y recibió el 16 de noviembre el reconocimiento más importante del Premio de Periodismo Simón Bolívar: el Premio a la Vida y Obra.

Mientras pronunciaban su nombre, sentí que desfilaban por el teatro los recuerdos de Fidelena, esa casona de infancia en Medellín, llena de árboles de frutas, generosidad, ideas libertarias y un balcón donde cabía el horizonte.

Pensé en María Cristina –la mamá del homenajeado– tan bella que en el colegio la llamábamos la Señora Bonita. Seguían los aplausos y estaba ahí, como un disparo eternamente doloroso, la noche del 17 de diciembre cuando asesinaron a Guillermo Cano; y el día en el que toda la prensa de Colombia se silenció en señal de rabia y duelo. Sentí que tenía ahí entre las manos una fotografía que está en mi escritorio: es de un cuadro de Don Fidel Cano Gutiérrez, el bisabuelo, el Quijote mayor, el que se enfrentó a todo y a todos. Admiro la subversión inherente a inteligencias como la suya; amo lo que él significa, por laico, valiente y contestatario y porque siempre se opuso a la pena de muerte y a todas las demás tiranías.

En el teatro muchos teníamos el silencio entrecortado y los ojos con lágrimas; y Fidel (el niño de la foto, el señor director) subió al escenario así como es él… entre taciturno y tímido, impermeable a los elogios, y pensativo. Oír su discurso fue sentir –casi tocar– su camino, entre la historia y la gratitud, entre la familia y la función del periodismo.

Fue una noche de reconocimiento a las historias humanas; a la entereza de escritores insobornables; a las crónicas que le hacen un hueco de luz al oscurantismo; a cada página que no traga entero y cada imagen que le gana un round a la mentira y a la manipulación. Aplaudo que casi todos los premios quedaron en manos de periodistas que se han enfrentado sin más escudo que el coraje, la investigación y la razón, a las garras del poder. ¡Bravo!

Y al niño de la foto y al maestro que es hoy, mi respeto y cariño. Y un abrazo convertido en pedacito de viento, para que la bandera nunca deje de ondear.

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