11 de octubre 2022, El Espectador

Dos historias aparentemente inconexas sucedieron una misma noche en una sala de cine, en la misma ciudad en la que ocurren milagros, matanzas y festivales de colores.

5 de octubre. Fuimos al pre-estreno de “La Jauría”, una película admirablemente hecha, llena de implícitos perturbadores. Siendo durísimo todo lo que pasa, la película es arte y ni la sangre, ni el pasado de los pandilleros, ni la sentencia son explícitos; conocemos sin ver, la infancia (de los niños delincuentes y de los ogros que los explotan) vuelta añicos por padres depredadores. La violencia, la corrupción y la indignidad son las protagonistas invisibles; se mueven como sombras, día y noche, entre carceleros (¡jamás terapeutas!) y prisioneros. No vemos las heridas, pero las sentimos, así, como la piscina que se bebió la selva, y cada niño consumido por menjurjes de drogas y abandonos, alcoholes y pegantes.

“La Jauría” es una película colombiana en coproducción con Francia y magistralmente pensada, escrita y dirigida por Andrés Ramírez Pulido, un director de 33 años que ha ganado varios premios por sus cortometrajes, y en mayo recibió con esta ópera prima el Premio de la Crítica en el Festival Internacional de Cine de Cannes.

La película se estrena el 20 de octubre en salas de cine Colombia, y en abril del 2023 en Paris. Todo empezó hace 4 años, pero la pandemia la puso en pausa. Al principio del rodaje los muchachos –actores naturales– eran menores de edad, y hoy son adultos ante la ley. Tan adultos que uno de ellos está en una cárcel de máxima seguridad. ¿Por qué no vino el Mono? –preguntó el público al final de la proyección–… Porque está preso, dijeron. ¿Preso? ¿En la vida real? Sí, en la vida real, y por eso duele tanto: porque es verdad de carne y hueso, verdad tras las rejas, verdad triste y verdadera. Vean “La Jauría”. Siéntanla. Vayan armados de valor –porque es dura– y almados desde el corazón hasta la punta de los dedos.

La otra historia es sobre lo que pasó antes de empezar la función. Estaba con Ángela María Robledo (ella misma es un augurio de reflexiones, consideración y sentido humano). En la sala, vecinos a nosotras, estaban el maestro Jorge Alí Triana y su hijo Rodrigo. Ambos grandes, creadores, directores de teatro, cine y televisión, constructores de arte y de lenguajes estéticos y cuestionadores que nos recuerdan con todo lo que hacen, que la indiferencia es un crimen contra la vida, contra los renacimientos y las emociones. Hablamos del montaje ¡precioso! de “El coronel no tiene quién le escriba” y obviamente llegamos al gallo, el protagonista, el gallo vivo, de pelea, dos patas y ojos escrutadores. Y comienza Jorge Alí a contarnos las odiseas de los gallos del Coronel… el entrenamiento del primero, y el rollo migratorio para las presentaciones en Montevideo: se logró el permiso para entrar al Uruguay, pero no para salir… ergo, buscar un remplazo y entrenar gallo uruguayo.

La obra fue invitada a Nueva York, ciudad donde los gallos ni se compran ni se venden. ¿Solución? Conseguirlo en otro estado y llevarlo a la capital del mundo. Así lo hicieron, pero muy pronto el gallo debió irse: una vecina interpuso una demanda porque el canto de las madrugadas le perturbaba el sueño. Al exiliado de Manhattan lo llevaron a una granja y allí se enamoró. Todos dirían que era feliz. Pero un día presenció aterrorizado cómo un perro perseguía y destrozaba a su novia. El gallo pasó entonces dos semanas estático, paralizado de amor y tristeza… “La vida es dura, camarada”, dijo el coronel.

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