30 de agosto 2022, El Espectador

Este fin de semana la Filarmónica de Bogotá nos tocó el alma. Creo en el arte y en su capacidad de lograr diálogos aparentemente imposibles. Creo en la fuerza de quienes empuñan un violín para conquistar los territorios más difíciles del ser humano. Creo en una orquesta como conjunción de voluntades, cuerdas y maderas que aprenden a conversar alrededor de un mensaje que se volvió partitura. Cuando cien o mil instrumentos se unen para contarnos algo, es porque estamos a tiempo de ser mejores personas. Somos distintos, pero no espejos rotos, y para crear una sociedad diversa y sin miedo, hay que romper paradigmas, no vidas.

Detrás de este milagro que armoniza sonidos, saberes y sentires, está David García, el director de la Filarmónica de Bogotá. Una Filarmónica que reúne a más de 16.000 artistas de cuatro a 60 años que han encontrado en la música un motivo de comunidad y felicidad, una tabla de salvación o un código de amor, de redención, valor o ternura. Una razón de ser.

La Filarmónica es el adulto de 56 años más joven que conozco. El que siempre está renaciendo y desde la llegada de David llena iglesias, plazas y teatros con notas de paz.

La filarmónica nació en 1966 como una disidencia de la Sinfónica y se convirtió en un perfecto ejemplo de las cosas buenas que surgen de las crisis. Claro, nada les fue fácil, pero en los 70 –y luego de muchos años sin techo– el León de Greiff de la Universidad Nacional se convirtió en su hogar.

Como buenos disruptivos, los filarmónicos democratizaron la música clásica, la volvieron tangible y provocativa. En los 80, Belisario Betancur –el primer presidente que pintó palomas de paz, gobernaba cuando se acabó Armero y consumió buena parte de su propio ser en las llamas del Palacio de Justicia– fue clave para el desarrollo de la orquesta.

Bogotá oscilaba entre la admiración y el escándalo ante una filarmónica que interpretaba obras de compositores soviéticos y se atrevía a invitar músicos del otro lado de la cortina de hierro. Esta subversión nacida en los escenarios (¡gracias, cultura!) resultaba casi incompatible con el frac de rigor y los rituales de la formalidad. Pero Raúl García, el artista del clarinete, el primer director y quien le dio alma y vida a la Filarmónica, no iba a claudicar.

En el 2013, el violinista David García –hijo de Raúl– es nombrado director, y ahí empieza otra revolución: convertir una orquesta en un sistema integrado de orquestas.

Hoy, gracias a la tenacidad del padre y a la visión y capacidad de logro del hijo, existen la filarmónica principal, juvenil, juvenil de cámara, coro juvenil, música colombiana, banda de vientos, prejuvenil, prejuvenil de la región metropolitana y la filarmónica de mujeres, que el sábado con el coro de hijos e hijas de la paz, rindió homenaje a la Comisión de la Verdad y a su presidente Francisco de Roux. En la Candelaria, la imponente iglesia de San Ignacio se llenó de gente que aplaudió de pie al Padre Pacho; ese hombre luminoso que nos hizo posible reconstruir nuestras verdades y siempre -a pesar o a partir de la realidad- sabe cómo reconciliarnos con la vida.

Y siguiendo con David, el domingo en el parque Simón Bolívar, apoteosis. Seis meses de preparación y en el concierto más grande del mundo: 16.000 músicos celebraron la entrega a Bogotá del informe de la Comisión de la Verdad.

Once orquestas, banda, coro y 28.000 niños en proceso de formación musical sueñan y suenan para construir un país en armonía. ¡Gracias, David! Llámese optimismo, liberación o confianza, éstas son las cosas que alegran la vida.

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