CUENTO

 

Tomé el título de este texto, de una técnica de trabajo interno: transferencias. En los papeles de una antigua carpeta hallé anotaciones, un manuscrito realizado por quien fuera mi compañero o mandorla en estas prácticas. Fue un viaje de ida y vuelta que todavía dura. Al texto solo tuve que hacerle unas pocas modificaciones. Es la transcripción de algunos contenidos.

A la memoria del Maestro Alejandro Roger (mi mandorla), un queridísimo amigo hoy devenido entidad de luz.

Horacio Mesón

Serie El multiverso, III

Estoy en las playas del sur de mi ciudad, es verano y hay sol, el mar está azul y la gente calma. Voy caminando despacio hacia los acantilados, paseando sin tiempo. Avanzo y las personas van quedando atrás. Sigo y por delante me aproximo a unas formaciones rocosas.

Hay grandes cuevas en la pared de piedra. Parecen grutas. Las olas llegan hasta sus “puertas”. Ingreso a investigar, voy entrando, no hay mucha luz. Sigo caminando agachado. El techo es muy bajo, el suelo es de arena fina y seca.

Ahora hay una bajada por donde me lanzo como si ésta fuera un largo y pronunciado tobogán. Me deslizo velozmente sin temor. Llego a otro espacio y el techo es altísimo. Ingresan desde arriba rayos de luz que iluminan tan solo un poco la caverna mortecina.

Camino. Hay un pasillo que se transforma en un pasadizo de piedras. Me apoyo en ellas para seguir bajando. Comienzo a descender por una angosta y larga escalera. No veo hacia dónde me dirijo. Parece que he llegado. Es un lugar cavernoso, alto y poco iluminado poblado de estalactitas y estalagmitas…

De pronto un hormigueo me invade, la piel se eriza y percibo una presencia. Simultáneamente veo movimientos entre las sombras y escucho pisadas. Alguien se esconde escapando de mí, gira a la derecha y desaparece.

Viste una túnica color azafrán y volvió a esconderse. Me arrimo despacio. Solo veo sus ojos, mira de costado queriendo escapar pero no puede, se paraliza.

Le ofrezco mi mano con la palma hacia arriba y en ella mi corazón… Arrima la suya que es más pequeña y tiembla. Miro sus ojos en profundidad tratando de transmitirle serenidad y tranquilidad. Creo que lo logro. Le hago un gesto para que se arrime y lo hace despacio, va tomando confianza.

Le pregunto qué hace acá en las cavernas, qué hace acá abajo, y por qué tanto miedo. Me mira, se le cae el velo y dice: Soy la vida… soy la vida… soy la vida y quiero la luz…

Quedo sin palabras, reflexionando… Luego comenzamos a movernos. Ella me acompañaba y me encuentro desandando el camino realizado. No necesité mirar hacia atrás, sabía que me seguía. Estaba allí aunque sus pasos no se escucharan, como si flotara… Ella estaba conmigo, sin dudas.

Finalmente vamos llegando a la salida de la caverna, vemos la luz y es adonde quería traerla. Veo la arena y el mar, siento el viento y escucho las gaviotas. Estoy en la playa, están sus huellas que acompañan las mías pero ella no está, se ha ido…

Sigo caminando y comienzo a encontrarme con personas. Voy sobre mis propios pasos lentamente y no dejo huellas, no se marcan las pisadas del regreso…

Camino hacia adelante pero voy hacia atrás y en la playa está la gente, los amigos y todos mis seres queridos. Recibiéndome los que están y los que no están, es muy paradójico.

La tibia arena nos acaricia, estamos descalzos. Se nos ve sonrientes y no necesitamos hablar para comunicarnos y transmitirnos que nos queremos. Tomamos nuestras manos, nos tocamos, nos sentimos.

Y el sol, el sol que siempre está, nos alumbra y nos da la vida. Miles de rayos tibios nos tocan y se posan en nuestras frentes. Estamos alegres y livianos, nuestros pulmones se inflaman. Estamos en silencio, juntos y felices y como dijo el Guía “…nada malo podrá suceder en la búsqueda de lo profundo, en la búsqueda de lo sagrado…”.